"200 años" por Andrés Edery para El Comercio
Llegamos al Bicentenario de la Independencia del Perú con una sensación agridulce
entre orgullo, espíritu celebratorio, incertidumbre política, profunda división
y duelo por tantas vidas perdidas durante la pandemia. Si miramos más allá del
presente, descubriremos que no es una experiencia tan distinta a la que tenían
nuestros compatriotas en 1821, como han argumentado los historiadores JorgeLossio o Carmen Mc Evoy. Éramos y seguimos siendo un país complejo, lleno de
contradicciones, pero también de infinitas posibilidades. Por ello, recordar y
reflexionar este camino de 200 años de República, incluso en medio de una de
las peores crisis de nuestra historia, tiene un sentido de
urgencia y, sobre todo, de esperanza.
Dos siglos no pasan en vano. Es imposible negar que el Perú de 1821 no
es el que tenemos hoy. Varias cosas buenas hemos construido y es importante
reconocerlas ahora que nos asfixia el yugo de la COVID-19 y las cadenas de la
desigualdad, la corrupción, la polarización y la mediocridad de los liderazgos
políticos. Entre los muchos motivos de celebración, hay uno que a mi entender
es central: la persistencia de lo que Jorge Basadre denominó la promesa de
la vida peruana. Con esta idea el historiador afirmaba que quienes se
aventuraron a la “osada aventura” de la emancipación del dominio colonial lo
hicieron “no solo en nombre de reivindicaciones humanas menudas”, sino
inspirados por “algo así como una angustia metafísica que se resolvió en la
esperanza de que viviendo libres cumplirían un destino colectivo”(1). A lo
largo de nuestra historia, muchos se movilizaron y se movilizan hoy inspirados
por el sueño de que es posible desarrollar al máximo las posibilidades de
nuestro territorio y dar una vida lo mejor posible a cada integrante del pueblo
del Perú.
Con todo, las ganas de celebrar no han de hacernos olvidar que la
promesa de la vida peruana aún no ha sido encarnada cabalmente. Y esto tiene
muchas causas relativas a responsabilidades personales, factores
estructurales, procesos históricos y dinámicas sociales. Sin desconocer la complejidad
de la cuestión, creo que se puede afirmar que la raíz está en que,
contrariamente a sus ideales, la República peruana, en tanto estructura
política y formación social, nació sobre y se alimentó de la creencia que no todas
las vidas tenían el mismo valor. Ese es nuestro pecado original contra el que
tantas peruanas y peruanos se han rebelado, ya que, por su pensamiento
político, sexo, identidad étnico-cultural, lengua, color de piel o condición
socioeconómica, se les ha negado la posibilidad de ser libres y florecer. A
pesar de esas luchas, 200 años después, la promesa de la vida peruana sigue
siendo una palabra vacía para numerosos compatriotas. Hay muchísimo escrito
sobre lo perverso de esta mentalidad y, sin embargo, seguimos atados al pecado de que hay vidas más importantes que otras.
Las elecciones de la segunda vuelta han revelado estas tensiones, como
numerosos intelectuales han explicado. Sabemos que lo visto antes y después del
6 de junio no es una novedad, tan solo manifestación del pecado original
peruano, que, desde siempre, ha obstaculizado el cumplimiento de la promesa
republicana. Sin embargo, el momento del Bicentenario exige de nosotros mucho
más que sentarnos a constatar lo ya sabido. Al contrario, resuena a lo largo y
ancho del Perú un grito urgente para imaginar las cosas de otra manera más
justa. Es cierto que escuchamos a los voceros políticos clamar a la unidad y la
reconciliación, pero, como el analista político Juan de la Puente sostiene, “no
es posible despolarizar el país luego de las elecciones si no avanzamos desde
el reconocimiento de la polarización al reconocimiento de los abismos”. Y hay
que decirlo con contundencia: somos un país de contrastes escandalosos, donde
muchos apenas sobreviven, donde muchos llevan vidas inhumanas.
Responder ante esta cruda realidad es el gran desafío del Bicentenario. Hay
que escapar a las recetas fáciles de responsabilizar al Estado o de
culpabilizar a los pobres por su falta de iniciativa. Esos “argumentos” se
repiten una y otra vez, porque nos ahorran tener que pensar las causas más
profundas de por qué el Perú es un país tan desigual. También, es un mecanismo fácil
para no reconocer que, como ciudadanos, todos tenemos una responsabilidad, la
cual es mayor si pertenecemos a sectores privilegiados. La idea de que el Perú
es una República significa que somos una comunidad política, formada por
hombres y mujeres, quienes tenemos derechos y deberes, los cuales usamos para desarrollar nuestra dignidad personal y contribuir al bien común. El ser ciudadano implica
beneficios, pero también responsabilidades. En esto segundo, nos toca admitir
que, como sociedad, tenemos muchos pasivos.
El Bicentenario, por tanto, es oportunidad para que la promesa
republicana renazca en cada uno de quienes somos parte del Perú. Toca celebrar
que el anhelo de libertad, fraternidad y bien común han estado vivos a lo largo
de nuestra historia y siguen inspirándonos a hacer grande nuestra patria y a forjar
nuestra felicidad y la de nuestros seres queridos. También, toca pedir perdón
porque esta promesa aún no ha alcanzado a todos. Y en esto algo de responsabilidad
tenemos todos y cada uno. No pocas veces pecamos creyendo que nuestras vidas
importan más que las de otros, priorizamos injustamente nuestros intereses sobre el de los demás, rechazamos a los diferentes, abusamos del poder que tenemos o nos olvidamos de los pobres. Que esta mezcla
entre orgullo y culpa nos muevan a la acción y al compromiso para que las cosas
sean como deben ser, para que la promesa republicana sea para todos.
En tal sentido, se viene diciendo que el escenario post-pandemia tiene
que ser un proceso de reconstrucción nacional. Estoy de acuerdo con esto si
aclaramos que tal objetivo implica mirar más allá de la reactivación económica y
la vacunación. Reconstruirnos pasa, también, por sanar las múltiples heridas que
la crisis ha desencadenado y encarnar la promesa republicana de que todos somos
iguales y merecemos las mismas oportunidades. En el fondo, esta cruzada cívica es
una conversión, que implica cambiar maneras de entendernos y relacionarnos
entre peruanos, que se basan en el desprecio de quien no es, piensa o vive como
nosotros. Aprender a mirarnos a la cara sin etiquetarnos o despreciarnos, trascendiendo las diferencias para reconocernos y abrazarnos como compatriotas, es, en última instancia, la reconstrucción integral que
necesitamos. El corazón de tal conversión pasa por confesar que todas las vidas sin excepción valen por igual, además, dándole el lugar
preferencial que se les ha negado a los más explotados, olvidados y ninguneados. Si avanzasemos en esa línea, en un país tan fragmentado como el Perú, realmente ya estaríamos generando una revolución. Sin lugar a duda,
lo que digo tiene muchas capas e implicancias para no quedarse en buenas
intenciones o corromperse, pero indica un horizonte en el cual todos podríamos coincidir.
En breve, el reto del Bicentenario para cada ciudadano del Perú es proclamar el valor sagrado de todas las vidas sin exclusión y buscar formas concretas de vivirlo en nuestro entorno. Al sumarnos a esta misión, estamos honrando la promesa republicana y mostrando que, sin importar el paso del tiempo, su mensaje sigue siendo motivo de esperanza de generación en generación.
(1) Jorge Basadre, La promesa de la vida peruana. Lima: Instituto Constructor, 2005, p. 5.