sábado, 20 de junio de 2020

UN CORPUS CHRISTI DISTINTO, UN LLAMADO A REFUNDAR EL PERÚ

Fuente: Arzobispado de Lima

La imagen de la Catedral de Lima repleta de fotografías de peruanos fallecidos por los estragos del COVID-19 dio la vuelta mundo. Más de 5 mil familias acogieron la iniciativa del arzobispado de homenajear a los caídos por la pandemia en la misa del Corpus Christi. Tal cifra muestra la gravedad de la crisis, por lo que lo ocurrido no es una anécdota. Es un desafío que nos confronta con la urgencia de unirnos para reflexionar sobre el presente y el futuro de este Perú herido.

El volumen de fotografías expresa el “sabor amargo” que viven miles de familias, que no han podido ofrecer un entierro digno a sus parientes por las restricciones del confinamiento. El arzobispado de Lima ha acogido esta necesidad espiritual, pero dándole un sentido aún más hondo. No se trató de una suma de duelos privados, sino un acto público de duelo nacional. Desde sus hogares, todo el país pudo unirse a quienes han perdido a alguien y solidarizarse, porque todos formamos una sola comunidad, un solo cuerpo.

El arzobispo Castillo destacó el sentido cristiano de orar por los difuntos en el Corpus Christi: “Unir esas muertes con el Cuerpo de Cristo que significa solidaridad, cariño por la gente, esperanza”. De manera especial, agradeció a los héroes que murieron dando la vida combatiendo la pandemia, cuyo testimonio actualiza la entrega generosa del cuerpo de Cristo para salvar la vida del mundo.

Esas palabras son un recordatorio a los católicos del significado de la comunión eucarística. Cada vez que comulgamos confirmamos nuestro deseo de ser uno con Cristo, alimentarnos de su estilo de vivir humanizador y compartir su misión de reconciliación. Simultáneamente, como enseña san Pablo, reconocemos nuestra interdependencia con los otros miembros de la Iglesia, porque “aun siendo muchos, un solo cuerpo somos” (1 Cor. 10:17). Somos una comunidad unida en Cristo y alimentada por su Cuerpo, lo que nos transforma en “pan partido” y ofrecido para alimentar a los demás. Como dice el apóstol, “y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Cor. 10:16).

Pero este mensaje tiene un valor universal, aplicable a toda la ciudadanía. En simple, el Perú no podrá enfrentar la pandemia y sus consecuencias si no se une como una comunidad de hermanos llamados a salir de sí mismos para ofrecer sus cuerpos al servicio de todos. En las últimas dos décadas hemos vivido en un espejismo, creyendo que somos un “milagro económico”, invisibilizando nuestras profundas desigualdades y descartando a muchos en el camino. Hemos sido infectados del “virus del egoísmo”, cultivando un individualismo que lleva a prescindir de los demás y defender privilegios a costa del sufrimiento de muchos.


En la misa, el arzobispo Castillo denunció cómo esta mentalidad está metida en estructuras y organizaciones, poniendo el caso del sistema de salud, donde las clínicas privadas, las empresas de seguros y los proveedores de oxígeno han pecado de indiferencia ante el colapso de los hospitales estales. Castillo dijo que la salud en el Perú parece organizada para ser “un sistema de enfermedad, porque está basado en el egoísmo y el negocio, y no en la misericordia, la solidaridad y la dignidad de la gente”. Para descubrir la verdad de estas palabras basta entrar a las redes sociales para recoger los testimonios de pacientes, como el de la historiadora Gabriela Adrianzén, que sienten que el sistema funciona en contra suyo.

La pandemia es una desgracia, que podemos convertir en oportunidad para regenerar el país desde una visión que pone a las personas en el centro. Para el arzobispo Castillo, esto implica desterrar el egoísmo tan enraizado en prácticas cotidianas y estructuras sociales. Para ello, la tarea es educarnos en una conciencia de interdependencia, fraternidad y solidaridad que nos permita reconocernos como una comunidad de ciudadanos iguales, libres y hermanados. Sus palabras sintetizan dónde está la clave para refundar el Perú: “Nos debemos los unos a los otros, todo lo que tenemos es prestado y debemos compartirlo”.

Este Corpus Christi “distinto” nos alerta del riesgo que la tormenta pase sin que hayamos aprendido lo que hicimos mal y articulado una visión de futuro que realmente incluya a todos los peruanos. Si lo logramos hacer, ese será el mejor homenaje a los compatriotas caídos por el COVID-19. De lo contrario, como advirtió el arzobispo Castillo, lo que vendrá es una catedral llena de rostros de muertos por hambre y abandono. Evitar esto es responsabilidad de todos los que integramos el Perú, pero sobremanera de los poderosos que están llamados a “abrir sus corazones” y “el puño” para compartir lo que tienen. Ojalá estemos a la altura de este reto histórico y todos (especialmente los que más tienen) nos hagamos “pan partido y compartido” para calmar el sufrimiento reinante.

El hambre y tantas necesidades en el país son un “problema espiritual”, dijo Castillo, porque nos involucran a todos los miembros de la comunidad para encontrar salidas al drama que viven los más indefensos. Por tanto, no basta solo desarrollar respuestas técnicas a los problemas. Menos aún -como viene pasando- reducir el debate público a la reapertura de la economía, por más importante que esta sea. Necesitamos una visión de país que nos inspire y hermane, que sea empática y solidaria con los más vulnerables, que nos haga autocríticos y propositivos de cambios por la igualdad de oportunidades y la justicia. Esa es la respuesta pendiente ante la pandemia, en la que ya hay instituciones -como la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y el Instituto de Estudios Peruanos- ofreciendo insumos.

Gracias, arzobispo Castillo, por recordarnos lo esencial: de la pandemia debe emerger un nuevo Perú donde realmente seamos hermanos los unos de los otros.

domingo, 14 de junio de 2020

EL RACISMO: UN DESAFÍO ESPIRITUAL

Fuente: Steel Brooks/Anadolu Agency via Getty Images

Además del COVID-19, actualmente, los Estados Unidos enfrentan otra epidemia: El COVID-1619.  Esa frase se popularizó en las manifestaciones en Minneapolis, tras el asesinato del afroamericano George Floyd. Refería al año 1619 en que los primeros esclavos africanos desembarcaron en la colonia de Virginia. Y es que, por más guerra de independencia en 1776, la guerra civil (1861-65), la lucha por los derechos civiles en la década de 1960 o el triunfo de Obama en 2008, el racismo sigue estando enraizado en la política y la sociedad norteamericana. Hoy por hoy, los afroamericanos y los hispanos son las principales víctimas del COVID-19, pero también de las profundas desigualdades que fracturan a la nación que se autoconcibe como la “tierra de los libres”.

El caso de George Floyd -es decir, afroamericanos muertos como consecuencia de abuso policial- no es una excepción, sino un fenómeno recurrente. La semana pasada estuve en una oración pública donde se mencionaron al menos 100 nombres de hombres y mujeres que murieron en circunstancias similares a las de Floyd. De hecho, el lema de las protestas #BlackLivesMatter es, en realidad, el nombre de una asociación de ciudadanos que, desde 2013, promueve acciones públicas de visibilización de los crímenes contra afroamericanos que, casi siempre, quedan impunes.

Estos eventos me han llevado a hacer muchas preguntas para conocer mejor la sociedad norteamericana. Entre las cosas más impactantes, me topé con un video que simula la cotidiana experiencia de padres afroamericanos instruyendo a sus hijos cómo deben actuar si son detenidos por la policía en la calle. Me quedé atónito: lidiar con el asedio policial es parte de la socialización de los niños y adolescentes afroamericanos. En pocas palabras, la comunidad negra crece con el temor de que su vida está en riesgo constante y tan solo por la arbitraria razón de su color de piel.

Más allá del asunto del abuso policial, la naturalidad con que el racismo fluye en las relaciones sociales es realmente alarmante. Bryan Massingale, sacerdote afroamericano y profesor de Fordham University, utilizó un incidente en el Central Park de Nueva York -ocurrido el mismo día de la muerte de Floyd- para explicar esta perversa dinámica. Amy Cooper, una mujer blanca, fue confrontada por Christian Cooper, un hombre negro, por incumplir las normas del parque. La reacción de Amy fue llamar a la policía denunciando que estaba siendo hostigada por Christian. No importaba que era ella quien estaba trasgrediendo la ley, asumía que le darían la razón por el hecho de ser blanca. A esto es a lo que se denomina “supremacía blanca” (white supremacy), una ideología que opera de manera “natural” y que, en la práctica, se traduce en privilegiar a los blancos a costa del agobio de las personas de color.

La lucha contra el racismo no es una cuestión de izquierdas contra derechas, de republicanos contra demócratas. Es un life issue, como se dice en inglés, un asunto que concierne a la defensa de la dignidad de toda persona y de todas las personas. Y por serlo es más que un asunto político, ideológico o cultural: es un desafío espiritual, que nos confronta con qué significa ser auténticamente humano y qué tipo de convivencia aspiramos construir entre los que integramos la familia humana. El racismo es una barrera que impide que todos podamos ser plenamente libres, ser tratados con respeto, ser reconocidos como personas valiosas sin importar nuestro color de piel o nuestras raíces étnico-culturales. Mirar este problema como un asunto espiritual es ubicarlo por encima de banderas ideológicas o intereses políticos para afirmar que es algo que nos involucra a todos sin distinciones.

La pregunta sobre cómo erradicar este mal social es algo que nos atañe a los cristianos. Es, sin duda, parte de la proclamación del Evangelio de Jesús, cuyo horizonte es sembrar vida plena, amor, libertad, justicia, paz en todos los rincones del mundo. Digámoslo con contundencia: El racismo es incompatible con la experiencia cristiana. Es un pecado, como recientemente ha recordado el papa Francisco. Los cristianos creemos que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, dotando a cada vida humana de un valor sagrado e inquebrantable. Por ello, como han afirmado los obispos de los Estados Unidos: “no podemos hacernos de la vista gorda ante estas atrocidades y aún así pretender que respetamos toda vida humana”.

En la muerte de George Floyd y la de tantos otros afroamericanos, descubrimos un grito de inmenso dolor y desesperación de tantos hermanos y hermanas que viven en el miedo, porque su color de piel los hace víctimas de violencia y marginación. No podemos ser indiferentes. Los videos que retratan estos atropellos son un llamado a prestar atención, escuchar, involucrarnos. En el lenguaje cristiano, hablamos de “conversión” como ese proceso permanente en que buscamos transformar nuestras vidas según el fin por el que hemos sido creados, que, para los cristianos, es seguir la voluntad de Dios. A eso estamos llamados todos ante el racismo: a la conversión espiritual. Eso pasa por examinarnos personal y colectivamente, así como nuestros sistemas y estructuras. Pidamos la gracia de reconocer cómo el racismo lastima y produce injusticia (a los otros y a nosotros mismos), y cómo nuestras acciones perpetúan la discriminación. Dicha reflexión no puede quedar en palabras, sino debe traducirse en compromisos y acciones concretas, cada uno según el lugar donde está y desde lo que le toca hacer.


En este escenario, la conversión empieza por escuchar las voces de quienes reclaman indignados por la muerte de George Floyd y tantos otros que sufren por la violencia racial. Muchos han criticado los desmanes y el radicalismo de ciertas manifestaciones, perdiendo de vista, no solo que la mayoría han sido movilizaciones pacíficas, sino que la indignación y la rabia ante la injusticia son respuestas comprensibles y legítimas. “Las protestas son el lenguaje de los que no son escuchados”, dijo el arzobispo José Gómez, presidente de los obispos norteamericanos, citando a Martin Luther King. Como enseña la doctrina social de la Iglesia, es una hipocresía clamar por paz social si es que simultáneamente no se está comprometido con la concreción de la justicia. El padre Massingale, citando a Tomás de Aquino, afirma que el pecado de ira puede ser por exceso, porque se desborda y produce destrucción de la vida. Pero también por deficiencia, es decir, porque no nos enojamos ante una situación de injusticia que debería enojarnos. El mismo Jesús, ante la corrupción del Templo de Jerusalén, sintió una indignación que expresó en un acto de protesta.

Sin embargo, la ira per se no nos conduce a la solución integral del problema. Es un motor que nos pone en movimiento, pero necesitamos ver con mayor amplitud. Más aún, por más legítima que sea, la expresión de la indignación requiere límites éticos. Concretamente, marcar distancia ante el desborde de violencia. Defender que esta es la única manera de visibilizar la protesta es un discurso ambiguo que se presta a legitimar abusos. Ha sido muy doloroso contemplar cómo ciertos actos de vandalismo en el marco de las protestas antirracistas terminaron dañando a pequeños comerciantes, varios de ellos afroamericanos o personas favorables a la causa. La espiral de la violencia solo engendra más violencia, que usualmente termina volviéndose contra los inocentes y los vulnerables como “efectos inevitables”. Avalar la violencia como medio necesario es traicionar los ideales de defender que todas las vidas importan.

Más bien, la indignación bien dirigida conduce a la creatividad y la valentía. Por lo que he apreciado, las protestas recientes han servido como medio de sensibilización ciudadana y la mayoría de los norteamericanos las respaldan. El desafío actual es cómo se aterriza en propuestas para la “conversión” de todos, particularmente de quienes se sienten ajenos a esta lucha. ¿Qué está detrás de quienes ejercen la violencia racial? ¿Cómo un oficial de la policía fue capaz de aplastar su rodilla contra el cuello de George Floyd por 8 minutos y 46 segundos sin sentir ningún remordimiento? Son preguntas que necesitan plantearse para reconocer las raíces de la violencia racial y encontrar rutas para transformarla. A la larga, la meta no puede ser solo castigar a los perpetradores de delitos, sino educar una nueva humanidad. Eso será lo que garantice un cambio duradero. En breve, para desmantelar el racismo como estructura de injusticia, es fundamental formar personas justas y sensibles que encarnen la convicción que todas las vidas importan (particularmente las afroamericanas) y sean las constructoras de nuevas estructuras coherentes con tal principio.

Si bien todos estamos llamados a esta “conversión”, este llamado es doblemente necesario entre quienes detentan posiciones de poder y gozan de los privilegios de la “supremacía blanca”. Por ello, desconcierta ver autoridades, comenzando por el presidente, alimentando la polarización y amenazando con reprimir el movimiento popular, en vez de comprender en la magnitud de estos hechos una oportunidad histórica para sanar la herencia de la esclavitud. Felizmente, esta no es la actitud de todos. En un acto ejemplar, policías de Miami se arrodillaron ante la muchedumbre que protestaba frente a una comisaría. Era una manera de admitir culpa y pedir perdón, que contribuyó a reconciliar a dos bandos que no son enemigos, sino miembros de un mismo pueblo.

En ese signo, reconocemos la enseñanza de Jesús de “ofrecer la otra mejilla” no como un acto de pasividad o sometimiento, sino como una forma de romper la dinámica de la confrontación y abrir la posibilidad de sanar las heridas que nos impiden vernos como hermanos. Estas son expresiones de la conversión creativa que necesitamos. Dígase de paso estas actitudes necesitan venir principalmente de quienes son blancos y gozan de los beneficios de tal condición. Son ellos los que necesitan poner la “otra mejilla” ante la rabia de los afroamericanos, aceptando “incomodarse” y renunciar a privilegios. Como enseña Jesús, “a quien se le dio mucho, se le exigirá mucho” (Lucas 12:48).

Las víctimas, como en tantas otras historias de violencia sistemática, nos marcan la dirección por dónde ir. Las declaraciones del hermano de George Floyd se centraron no en el resentimiento, sino en el pedido de acciones para que esto no se repita más. Según él, esa era la mejor manera de honrar la memoria de su hermano. Teniendo todas las razones para optar por el odio y la venganza, ha preferido dar testimonio de la conversión necesaria para sanar las heridas del racismo. Me hace recordar a Jesús, desde la cruz, ofreciendo perdón a sus asesinos como signo de renuncia al círculo del ojo por ojo para posibilitar una humanidad nueva. Como Jesús, el hermano de George Floyd ha sido capaz de traspasar su dolor y transformarlo en una voz que afirma que todas las vidas importan sin distinción de color de piel. Unidos a él, descubrámonos llamados a entrar en el camino de convertirnos en hombres y mujeres conscientes del poder perverso del racismo, y forjadores de caminos valientes y creativos que destierren este mal de la faz de la tierra.