jueves, 24 de diciembre de 2020

UN NIÑO NOS HA NACIDO

James B. Janknegt, Nativity, 1995.
Fuente: https://thejesusquestion.org/2011/12/25/nativity-paintings-from-around-the-world/

Esta Navidad se presenta sombría tras un año 2020 marcado por el duelo, el desgaste y la incertidumbre. La llegada de la vacuna contra la COVID-19 alguna esperanza transmite que eventualmente volveremos a la “normalidad”, aun cuando esa sensación esconda injusticia por dejar a las naciones pobres al final de la cola. Igual, en todas partes del mundo, se recomienda suspender el acostumbrado boato de las celebraciones de fin de año y optar por la sencillez. Muchos extrañarán las grandes mesas que congregan a toda la familia y no pocos se verán obligados a pasarla solos. La fiesta más esperada del año se verá ensombrecida por las ausencias de los caídos por el virus y otras pandemias sociales, y por la falta de trabajo, pan y paz en muchos hogares y pueblos. Quienes pretenden celebrar como si nada estuviese pasando, harían bien en recordar que muchos han sufrido y siguen sufriendo.

Dicho todo esto, ¿tendrá sentido celebrar la Navidad? A lo mejor, es justo en medio de circunstancias duras donde el nacimiento de Jesús adquiere más sentido que nunca. Hace poco, una colega escribió que recibir noticias del nacimiento de hijos de amigos o familiares había sido una fuente de esperanza para sobrellevar las cargas de la pandemia. Y estoy totalmente de acuerdo con ella. El traer al mundo a un niño o una niña en medio de tantas sombras es un acto de radical esperanza y de amor incondicional. Y nos recuerda que nadie ha comprado su propia vida. Esta se nos ha dado gratis, porque alguien tuvo el deseo, y no pocas veces también la valentía, de traernos al mundo. El nacimiento de un bebé es la afirmación más contundente que, pese a todas las sombras desatadas por la pandemia, la vida tiene sentido y vale la pena luchar por promoverla.

Cada niño o niña que viene al mundo es un regalo para su familia, su pueblo y la humanidad entera, especialmente en tiempos de crisis. El rostro de un recién nacido despierta una ternura que toca hasta el corazón más duro. Pero también es un llamado al compromiso con la vida de ese otro tan pequeño y frágil. A los bebés hay que cuidarlos, tarea que no siempre es fácil y placentera. Sin embargo, hay algo en el vínculo que se teje con los niños y las niñas que nos moviliza intensamente, que nos dispone a querer ofrecer la vida por esos seres que, aunque a veces fastidiosos, se vuelven un motivo de constante alegría y esperanza. Al acercarnos a ellos y ellas, descubrimos que el amor es el motor de la vida y de la historia humana, aquella fuerza que nos inspira a transformar la realidad para que sea un lugar mejor para las nuevas generaciones. Y a desvelarse por cuidar de los pequeños miembros de nuestras familias, para que crezcan haciéndose hombres y mujeres de bien.

Esto no es algo que hemos aprendido con la pandemia actual. Lo sabemos bastante quienes nacimos o crecimos durante los años 1980, cuando el Perú colapsaba por la violencia, la pobreza, el hambre. Cuantas familias peruanas encontraron en sus pequeños el motivo para seguir luchando en medio de tantas adversidades. Esta historia se repite ayer y hoy en tantos otros contextos del planeta. Incluso, es parte de la revelación bíblica. Varios hombres y mujeres llamados por Dios nacieron en circunstancias adversas y, gracias al cuidado de sus madres/padres y la gracia de Dios, se convirtieron en signo de esperanza para el pueblo de Israel. Fue la historia del mismo Jesús, nacido en un establo por falta de recursos y hospitalidad, en medio de la dominación de un Imperio que oprimía a su pueblo. Gracias al amor y ejemplo de María y José, aquel nacido en un pesebre se hizo profeta grande en obras y palabras, modelo de perfecta humanidad, rostro vivo de Dios para todas las generaciones.

El profeta Isaías entendió el poder de este símbolo, cuando le anunciaba a su pueblo que “caminaba en tinieblas” que “un niño nos ha nacido” trayendo una luz de esperanza. Con su venida renacería la alegría y se reestablecería la paz y la justicia, sentenciando que estos frutos eran acción del amor ardiente de Dios (Isaías 9, 1-6). La tradición cristiana ha leído en este oráculo de Isaías la encarnación de Jesús, el Hijo del Dios-amor, quien vino y sigue viniendo a nosotros para contagiarnos de esperanza y testimoniar la fuerza transformadora del amor, sobre todo en los tiempos más oscuros.  

La alegría y la esperanza que trae la Navidad no está en la mesa llena o la acumulación de regalos. Está en el celebrar a un Dios que ha querido hacerse concretamente parte de la vida de la humanidad, compartir nuestros gozos y tristezas, consolarnos en el dolor, avivar nuestra búsqueda de felicidad, inspirarnos a estar al servicio de los demás. Es hermoso que el signo por el que quiso hacer esto fue “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lucas 2, 12). Dios quiso nacer como cualquiera de nosotros, mostrándose como un bebé que nos recuerda lo fundamental de la condición humana y aquello a lo que estamos llamados. Que descubramos al Mesías y la alegría de la Navidad en tantos niños y niñas que nos han nacido durante la pandemia. Que en ellos y ellas encontremos la esperanza para regenerar al mundo y hacer de este una casa donde todos se sientan bienvenidos.