martes, 27 de octubre de 2020

EL SEÑOR DE LOS MILAGROS EN EL CORAZÓN DEL PUEBLO PERUANO

 


Las procesiones del Señor de los Milagros a lo largo de octubre son símbolo de la cultura viva de Lima. Es, sin duda, una de las devociones más arraigadas en el corazón del pueblo peruano, al punto que compatriotas migrantes la han llevado más allá de las fronteras nacionales. Por ello, es triste que la pandemia nos impida ser testigos un año más de ese mar humano peregrinando por las calles de la ciudad detrás del Cristo moreno. Pero estoy seguro de que el amor de los fieles va encontrando nuevas maneras de comunicarse en medio de los tiempos desafiantes que vivimos. En el espíritu de hacer memoria agradecida, comparto tres ideas que vienen a mi corazón al pensar en el Señor de los Milagros, devoción tan querida por el pueblo de Lima y del Perú.

Devoción cristocéntrica en el corazón de los pobres

Desde sus orígenes, el culto al Señor de los Milagros ha sido una manifestación de la fe de los pobres. Según el historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte, este surgió con la formación espontánea de una cofradía de esclavos negros del barrio de Pachacamilla, ubicado en las afueras de Lima. En el mundo colonial, estas agrupaciones religiosas eran espacios donde sus integrantes compartían las vivencias y se protegían mutuamente de las desavenencias del trabajo. La cofradía adquiría una identidad a partir de la adopción de un santo patrono. En este caso, los negros de Pachacamilla se congregaban en torno a la imagen de Cristo crucificado, reconociendo que Él los llevaba en su corazón y los amaba. Era el símbolo de la fraternidad y la solidaridad vivida en la cofradía. Los últimos de la sociedad colonial, como tantos pobres e insignificantes de nuestro tiempo, descubrían en el rostro de Jesús que no estaban solos ni olvidados. El sentirse amados por Dios y por los hermanos era una razón para caminar con esperanza y en solidaridad con los otros, y aspirar a una vida con dignidad.

La fiesta y la religiosidad popular

En su catequesis del 12 de agosto de 2015, Francisco recordaba que la fiesta es una “invención de Dios” y dimensión central de la fe cristiana. Pero esta “no es la pereza de estar en el sofá o la emoción de una tonta evasión”, sino en su sentido más hondo “una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho”, un tiempo de contemplación y gozo porque se camina acompañado. En mis recuerdos, el mes morado tiene mucho de esto. Mi abuelo, fiel devoto del Señor de los Milagros, cada año congregaba a toda la familia para asistir a la misa y procesión del día 18. Era un momento para dar gracias por tanto bien recibido, pero además para gozar de la familia reunida. El ritual siempre conducía a un desayuno festivo en la calle Capón. La experiencia religiosa era parte de la alegría de vivir.

Camino para una cultura del encuentro

Para las comunidades de peruanos migrantes, el Cristo de Pachacamilla se ha convertido en un elemento de identidad que los mantiene unidos a su cultura originaria y los acompaña en las experiencias, muchas veces duras, de adaptarse a un nuevo contexto. Pero, adicionalmente, es una posibilidad para construir caminos de integración. Como anotan Claudia Rosas y Milton Godoy (1), la presencia del culto al Señor de los Milagros en Santiago de Chile, institucionalizada desde 1992, se ha convertido en un espacio de cercanía entre peruanos y chilenos, hijos de dos pueblos hermanados por la fe cristiana. La misma iglesia local reconoció y apoyó esta iniciativa, siendo un gesto de esta actitud la donación de la imagen por parte del cardenal Errázuriz en 1993. Al decir de Francisco, esta devoción se convierte en una oportunidad para cultivar una “cultura del encuentro”, aquella que aspira a que todos y todas nos reconozcamos como hijos del Dios de Jesús y aprendamos a colaborar juntos por una sociedad donde nadie se sienta excluido.

Que el Cristo moreno siga inspirándonos a hacer grande al Perú. Que cada uno de sus devotos se sienta animado a convertirse en un milagro para los demás.

Notas

(1) Milton Godoy Orellana y Claudia Rosas Lauro (2014). "Devociones compartidas: el culto a Santa Rosa y al Señor de los Milagros en Lima y Santiago de Chile, siglos XIX y XX". En Sergio González Miranda y Daniel Parodi, Las historias que nos unen. Episodios positivos de las relaciones peruano-chilenas, 1820-2010 (pp. 107-131). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. 

martes, 6 de octubre de 2020

ERRADICAR EL HOSTIGAMIENTO SEXUAL EN LA PUCP: UNA RESPONSABILIDAD COLECTIVA

Protesta contra el hostigamiento sexual en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile

Con mucha vergüenza y dolor, durante los últimos meses, he seguido la aparición de denuncias de hostigamiento sexual y abuso de poder contra docentes de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Como egresado y profesor en dicha casa de estudios, me interpela hondamente reconocer que en nuestras aulas se producen situaciones que ponen en riesgo específicamente la integridad de nuestras estudiantes. El fin de nuestra institución es brindar condiciones para el crecimiento académico, ciudadano y humano de quienes apuestan por nuestro proyecto educativo. Es una perversión de la misión de cualquier universidad que algunos usen sistemáticamente el poder asociado al rol docente como un instrumento para involucrar a estudiantes en relaciones tóxicas y abusivas, dañándoles en su desempeño universitario, su proyecto personal y su dignidad en formas que son irreparables. Pero es aún más inadmisible en la PUCP, donde nos enorgullecemos de brindar una educación humanista inspirada en los valores cristianos.

El sentir general es que estas denuncias deben canalizarse por los vehículos institucionales, investigarse a profundidad, aplicarse sanciones a los perpetradores y reparaciones integrales a las víctimas. Estoy de acuerdo que eso es fundamental. Sin embargo, me parece que este tema requiere una respuesta que trasciende los procedimientos legales y disciplinares. La respuesta debe articularse desde una perspectiva integral y participativa, no solo centrada en lo punitivo, aun cuando esta sea una variable ineludible. Y es que las sanciones, aunque legítimas y necesarias, no bastan para resolver el problema. Estos abusos no conciernen solamente a unos pocos. Al contrario, involucran a toda la comunidad universitaria, empezando por quienes ejercemos el rol docente. El daño a un miembro de nuestra comunidad es algo que afecta al conjunto y debe despertar nuestra solidaridad. Si aspiramos erradicar prácticas de hostigamiento sexual y abuso de poder de nuestras aulas, necesitamos que todos quienes convivimos en la PUCP nos asumamos como parte de la solución.

En mi opinión, que la universidad cuente con una Comisión de Intervención contra el Hostigamiento Sexual es valioso, aun a pesar de las limitaciones que pueda tener, porque ha permitido recoger denuncias y generar protocolos de atención de estos casos. Por su parte, las denuncias en redes sociales, aunque sea materia de controversia si es el mecanismo más adecuado, han contribuido a generar conciencia sobre la gravedad del problema. No obstante, pienso que toca dar un paso adicional: interrogarnos sobre qué pasa en la PUCP que no hemos logrado practicar una cultura del cuidado integral de nuestras y nuestros estudiantes.

Toca empezar por escuchar a las víctimas y dejar que su experiencia nos revele cuan serio es el mal que enfrentamos. El reconocimiento es el primer paso que debe animarnos a comprender la complejidad de las dinámicas de abuso y las condiciones que lo permiten, apreciando que se da en distintos niveles. El hostigamiento y el abuso sexual es la manifestación más perversa, pero hay otras formas más sutiles y cotidianas en que las mujeres de la PUCP ven su dignidad dañada. El problema es complejo y multidimensional, por lo que el entendimiento de qué pasa, en qué espacios y escalas, y por qué pasa es fundamental. Escuchar a las afectadas y examinarnos críticamente como comunidad nos permitirá romper prejuicios implícitos que solo profundizan las heridas de las víctimas al estigmatizarlas como si fuesen responsables de lo sufrido y, más grave aún, que avalan que estas situaciones continúen. Reconocimiento, empatía y entendimiento son las bases para avanzar hacia compromisos concretos y eficaces dirigidos a construir relaciones, mentalidades y estructuras que garanticen un campus libre de violencia.

En la lucha contra el hostigamiento sexual y otras formas de violencia contra las mujeres, todos tenemos algo que aportar. Es crucial que asumamos esa porción de responsabilidad que nos toca. La solución empieza por cada uno y cada una de quienes integramos la comunidad universitaria. De lo contrario, nuestro silencio o indiferencia se vuelve complicidad con estas prácticas. Más aún, avanzar en este propósito implica que estudiantes, docentes, administrativos y autoridades nos examinemos como sujetos que cargamos prejuicios y costumbres que avalan el abuso en las aulas y aseguran su impunidad. No es un secreto que, ante la aparición de las denuncias, muchos hemos agachado la cabeza y admitido que sabíamos que esto pasaba, pero no hicimos nada. Para dar un giro que marque una diferencia, necesitamos una conversación que involucre a toda la comunidad universitaria, la cual sea facilitada por los especialistas y que coloque el cuidado y reparación de las víctimas en el centro. Necesitamos asumir nuestra responsabilidad colectiva ante la denigración de la dignidad de nuestras estudiantes y la distorsión de la misión de la PUCP.

Quiero reiterar que sin la participación de la comunidad universitaria la batalla no será ganada plenamente. Los modelos más efectivos de prevención de hostigamiento y abuso sexual se basan en que los miembros de la institución desarrollen habilidades para reconocer y alertar sobre comportamientos potencialmente riesgosos. Todos tenemos una responsabilidad moral en el cuidado de nuestras estudiantes y para ejercerla necesitamos educarnos. Ese es el horizonte hacia donde debemos apuntar en la PUCP: una formación que nos capacite para no quedarnos callados ante un comentario sexista, ser reflexivos sobre cómo arrastramos prejuicios implícitos de género en nuestra convivencia cotidiana, o saber cómo proceder ante un comportamiento inapropiado.

Todas y todos somos PUCP. Algunas de esa colectividad han sido dañadas en su integridad. Nuestro espíritu de comunidad nos exige que ese dolor lo hagamos nuestro. No podemos ser indiferentes. Es un asunto de coherencia y solidaridad. El rectorado ha expresado su compromiso en luchar contra este cáncer del hostigamiento sexual. Pero para el éxito de esta campaña se necesita de la colaboración de cada uno de quienes hacemos de la PUCP una institución viva al servicio de nuestros estudiantes. Y, por tanto, cada quien debe preguntarse qué le toca hacer, qué necesita aprender, qué necesita cambiar para sumar en esta meta colectiva.

Por mi parte, me he trazado el compromiso de hacer seguimiento a los casos e informarme sobre cómo otras universidades enfrentan este problema. Hoy que ando estudiando por Boston College, he descubierto que tienen un programa muy efectivo de prevención de violencia sexual basado en el empoderamiento de los estudiantes para identificar y alertar conductas de riesgo. Pero quizás lo más desafiante es que he estado reflexionando mucho en las maneras cómo siendo docente hombre gozo de privilegios y reproduzco discursos sexistas. Tener conversaciones con mis colegas mujeres me va ayudando a descubrir cómo aquella fuerza invisible del patriarcado es una realidad que condiciona mis maneras de pensar e interactuar. Así, creciendo en consciencia y empatía, espero encontrar estrategias para liberarme de estas taras y ser un agente de cambio para construir una PUCP sin ninguna forma de violencia contra las mujeres. Quizás más adelante me animo a compartir ese examen de conciencia, pero por el momento uso este espacio para invitarnos a caminar en esta senda y plantearnos la pregunta: ¿Cuál es mi responsabilidad ante estos casos y qué puedo hacer para aportar a la solución?