domingo, 31 de mayo de 2020

EL VALOR DE LA FE EN ÉPOCA DE CRISIS

Fuente: Arzobispado de Lima

El otro día una amiga me preguntó qué hacía cuando me costaba concentrarme. Sin pensarlo mucho dije que orar. Algo intrigada, ella me pidió que le explicase a qué me refería, porque no es creyente (en todo caso, no de la misma manera en que yo lo soy). Le conté entonces que, antes de hacer algo que sé que me tomará esfuerzo, hago una pausa, cierro los ojos y repito un par de oraciones de San Ignacio de Loyola. No lo hago pensando que por arte de magia lograré concentrarme. Más bien, empezar alguna actividad retadora de esta manera es conectar lo que estoy haciendo con mi proyecto de vida y los principios que lo orientan. Es reconocer que lo que hago día a día tiene un sentido que va más allá de ser una rutina o algo que me representa un beneficio concreto: en mi caso, intentar vivir al estilo de Jesús, encarnando sus enseñanzas y comunicando la esperanza que me contagia el encuentro con su persona.

Probablemente, esto hubiera quedado en una anécdota más si no hubiera tenido varias ocasiones en la semana para pensar sobre el valor de las creencias en tiempos de crisis. La pandemia ha trastocado los planes de todos y nos ha sumergido en una profunda incertidumbre acerca del futuro. Hasta el momento, la ciencia ha proporcionado herramientas cruciales para atender las consecuencias del COVID-19 y prevenir el contagio, pero hay preguntas que no es capaz de responder plenamente. ¿Cómo vivir el duelo en tiempos de distanciamiento social? ¿Cómo comprender tanto sufrimiento en nuestro entorno? ¿Qué hacer ante la incertidumbre que nos agobia? Para este tipo de interrogantes no bastan datos o teorías que nos explican el por qué de las cosas. Estas son preguntas que más apuntan al para qué o al hacia dónde nos movemos, es decir, cuestiones que nos desafían a darle sentido y orientación a la existencia, lo cual es particularmente necesario cuando atravesamos por situaciones adversas.

Por ello, estos días tantas personas encuentran en su práctica religiosa una fuente de consuelo e inspiración para enfrentar la pandemia. Encuentran en sus creencias una brújula para guiarse ante circunstancias sin precedentes. Sin embargo, es imprescindible pensar este aspecto de nuestras vidas, porque puede conducir a acciones irresponsables que nos ponen a nosotros mismos y a los demás en riesgo. La fe no puede servir para alimentar extremismos que nos deshumanizan. Debemos estar alertas a no reducir nuestras creencias a una razón rígida que quiere clasificar y controlar todo, ni menos a un emotivismo que se convierte en egoísmo que absolutiza nuestra voluntad por encima de los otros y del mundo.

Una fe auténtica aporta un sentido que ordena y orienta nuestros pensamientos, afectos, deseos y acciones hacia un fin que nos conduce a convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. No solamente implica suscribir un conjunto de dogmas, sino entrar en una experiencia que nos ayuda a “sentir y gustar” de nuestras vivencias y encuentros, incluso aquello que resulta incómodo o doloroso, a la luz de aquello que es lo fundamental. Cuando miramos las cosas desde ese ángulo, somos capaces de romper con el egocentrismo, pues descubrimos que el estar encerrados en nosotros mismos nos enferma. En el fondo, la fe es un acto de liberación de la idea que somos superhéroes todopoderosos. La vida va más allá de nuestra existencia limitada y finita, por lo que solo nos sentimos plenos cuando reconocemos nuestra vulnerabilidad y nuestra necesidad de relaciones significativas con la familia, los amigos, la comunidad y Dios.

Lo anterior es factible porque la fe nos abre al Misterio, a la constatación de alguien o algo que trasciende nuestra humanidad, y que, simultáneamente, nos infunde la confianza y la fuerza para encontrar esperanza en medio de la crisis y seguir adelante. Y ese Misterio, si lo sabemos acoger serena y sensatamente, nos confronta con una verdad universalmente válida: somos seres humanos creados para transformar nuestro mundo en un lugar donde reine el amor, la libertad, la justicia, la paz y la fraternidad para todos sin exclusiones. Como tantos han repetido últimamente, solo nos salvaremos de la pandemia si cooperamos juntos, no si luchamos divididos, y eso exige saber renunciar un poco a nosotros mismos para abrirnos a la escucha y la colaboración con los otros.

Es oportuno, por tanto, incorporar esta dimensión en la búsqueda de soluciones ante el COVID-19. Esto implica un nivel personal, donde cada individuo emplee su propio sistema de creencias para calmar sus angustias, retomar el horizonte y tomar decisiones que le ayuden a navegar en la tormenta que vivimos. Pero también abarca un nivel colectivo, donde las comunidades de creyentes, tradicionalmente organizadas en iglesias o religiones tradicionales, reconozcan en la pandemia un contexto en el que están llamadas a dar testimonio de su fe en formas concretas de solidaridad, así como ofreciendo la sabiduría de su tradición al servicio del esfuerzo de toda la humanidad por encontrar esperanza en el drama actual.

Más aún, es necesario reconocer el valor público de la fe y los sistemas de creencias, cuestionando ese viejo prejuicio de que este aspecto está restringido al ámbito de la vida privada. Aquello en que creemos configura nuestros pensamientos, sentimientos y acciones, todo nuestro ser. Un creyente coherente no puede divorciar su fe entre lo privado y lo público, pues su performance ético y social en ambos escenarios está fundamentado en su horizonte de fe. Quizás este momento ayude a que las universidades, la sociedad civil y el Estado revaloren esta dimensión de la condición humana, incorporando las perspectivas de las comunidades de fe en el diálogo por una sociedad mejor y brindándoles herramientas para una reflexión crítica que dé mayor densidad y pertinencia a su acción en el mundo. Ese es el camino, a mi parecer, para vacunarnos contra el fundamentalismo, el apego al poder y el afán colonizador que no pocas veces han ensombrecido la historia de las religiones.


De manera particular, quienes somos cristianos, hoy que celebramos Pentecostés, estamos llamados a afinar nuestros sentidos para reconocer al Espíritu Santo actuando en nosotros y en nuestro mundo, aún a pesar del mal imperante. Estemos abiertos al Misterio de Dios que hoy, a través de su Espíritu, nos convoca a poner nuestras creencias y nuestra vida al servicio de un mundo herido, imaginando formas creativas y concretas de dar razón de nuestra esperanza.

domingo, 24 de mayo de 2020

LLAMADOS A SANAR LAS HERIDAS DE LA PANDEMIA


Vamos más de dos meses en cuarentena en el Perú y la sensación de que la epidemia está fuera de control permanece. El optimismo con el que iniciamos este episodio inédito de nuestra historia va decayendo, dando paso a voces que dicen que hemos fracaso y que el sacrificio no ha valido la pena. Aunque hay esfuerzos notables para contener la pandemia, el ánimo de los peruanos está por los suelos, aplastados por un encierro que parece interminable, agobiados por tantas malas noticias y aterrados ante la partida de más de 3 mil compatriotas. Sospecho que hemos llegado a ese punto en el que todos conocemos de alguien que ha sido infectado de COVID-19 o que ha muerto en el tiempo de cuarentena. Por todo el territorio nacional, las historias de sufrimiento se repiten, siendo rápidamente olvidadas ante la vorágine de una crisis que no nos da respiro. Y, como siempre, son los más pobres quienes padecen con más agonía las restricciones de la cuarentena.

Más grave aún es que el sentimiento de unidad nacional ha sido resquebrajado por quienes buscan aprovechar la crisis en favor de sus intereses. Vemos al Congreso tomar decisiones que, en vez de responder al bien común y al buen criterio, parecen estar motivadas por el cálculo político, pensando en las futuras elecciones. Por si esto no fuera poco, salen a la luz denuncias de corrupción de quienes buscan sacar su tajada de los recursos públicos destinados a atender la emergencia, entre otros desórdenes morales tan propios de la “criollada” peruana que pone en riesgo la vida de las personas. Y, al estar en un tiempo de incertidumbre, el miedo colectivo se convierte en caldo de cultivo para discursos autoritarios y populismos irresponsables.

Sin duda, estamos ante tiempos tan duros que intentar decir una palabra desde la fe cada vez es más difícil sin que suene a optimismo sin fondo. Lo he experimentado en mi propia interioridad, sintiéndome seco espiritualmente hablando, poco disponible para la oración y la reflexión. Como les pasó a los discípulos de Emaús, la tentación de “tirar la toalla” es grande. Resulta menos desgastante mirar a otro lado, pretender que nada pasa en nuestro alrededor. No son pocos los que parecen creer que la indiferencia y el egoísmo, y no la esperanza y la solidaridad, son el mejor camino para sobrevivir la pandemia.

LIBERAR LOS “OJOS RETENIDOS”

Pero volver sobre el encuentro de los discípulos de Emaús y Jesús Resucitado (Lucas 24, 13-35) nos da una perspectiva sobre cómo sanar nuestras heridas y mirar más allá de la desolación imperante. Lucas dice que Jesús se les apareció a estos dos hombres, pero ellos no le reconocieron porque tenían los “ojos retenidos”.  El haber atestiguado la ejecución injusta de Jesús solo les permitía ver estos acontecimientos desde la perspectiva de la tristeza, el fracaso y la frustración. Y, en verdad, nadie los puede culpar por vivirlo de esa manera. Al igual que nosotros, estaban viviendo un tiempo de duelo.

Felizmente, Jesús es un experto en sanar las heridas del espíritu. Al toparse con ellos, inicia una conversación que les permite expresar lo que los acongoja. Como buen conocedor de la naturaleza humana, Jesús sabe que el acto de reconocer es el primer paso para todo proceso curativo. Aunque sea difícil, hoy estamos llamados a lo mismo: buscar palabras para articular lo que nos pasa, escuchando nuestra interioridad y la voz de quienes más sufren, así como prestando atención a las causas invisibles de tanto dolor.

Sin embargo, ahí no queda el asunto. Jesús les ayuda a interpretar su vivencia a la luz de los acontecimientos y de la Palabra de Dios. Si ellos están tan abatidos y con los “ojos retenidos” en parte es porque sus expectativas estaban mal centradas, olvidándose de lo que es realmente fundamental. Esperaban que Jesús liberase a Israel de la dominación extranjera e hiciera justicia para su pueblo, es decir, que sus problemas serían resueltos por medio de un caudillo, que instauraría por la fuerza y con rapidez una sociedad mejor. Jesús, a partir de las Escrituras, va alentándoles a mirar más allá de estas “falsas promesas” que les impiden ver la verdadera “Buena Noticia” de Dios y su acción en el mundo.

Como sociedad peruana estamos invitados a un ejercicio similar: ¿cuánta confianza hemos puesto en espejismos que no garantizan que seamos una tierra donde todos vivan con dignidad? En las últimas dos décadas, el crecimiento económico y el índice de consumo se han disparado a cifras sorprendentes, ¿pero acaso hicimos lo suficiente para fortalecer la institucionalidad democrática, los servicios públicos, la calidad del empleo y la gestión sostenible de nuestro territorio? La identidad nacional se ha sostenido en el orgullo por nuestra gastronomía y en el anhelo por ir al Mundial, ¿pero acaso hemos aprendido a reconocer la pluralidad cultural del país como una riqueza o crecido en una hermandad que afirme la igualdad de todos y erradique toda forma de discriminación? La saturación de los hospitales, los desplazamientos involuntarios por todo el territorio nacional y la creciente hambruna en varios hogares nos hacen reparar que hemos estado ciegos ante las profundas desigualdades y heridas estructurales. Nuestra frustración es atribuible a que la pandemia ha tumbado los espejismos en los que pusimos nuestra confianza, porque, aun sin ser cosas en sí mismas malas, eran eslóganes vacíos que ocultaban las necesidades reales del Perú.

“TRASPASAR” EL DUELO

Jesús tiene una lección adicional para los discípulos de Emaús. El diagnóstico del problema aporta, pero no basta para salir de la desolación. La sanación no es solamente racional, sino un proceso integral. Por ello, Jesús comunica a los discípulos de Emaús no solamente una interpretación de su situación, sino les transmite confianza y esperanza para que no se dejen derrotar. El texto no relata con detalle este último aspecto, pero esto queda claro en el gesto de los discípulos que le insisten en que se quede a cenar con ellos. Aún sin reconocerlo cabalmente, le piden a Jesús que no los abandone, porque su compañía ha hecho renacer la alegría en su corazón. Tal cambio no es producto de un efecto mágico, sino consecuencia de una actitud nueva: saber renunciar a las expectativas superfluas y recentrarse en lo que verdaderamente importa. El encuentro con Jesús les ha recordado que es el amor de Dios y de quienes nos rodean aquello que da sentido pleno a la vida y, adicionalmente, que no hay verdadera felicidad si es que no nos hacemos responsables de la felicidad de los demás.

Es hermoso que los ojos de los discípulos se abren cuando están compartiendo la comida con Jesús, concretamente cuando bendijo el pan, lo partió y se los ofreció para que se alimenten. No fue mientras interpretaban la realidad y hablaban de las Escrituras, sino en el acto íntimo de comer juntos, aquel ritual por excelencia que nos sirve para forjar relaciones de amistad, solidaridad y fraternidad. Es allí donde terminaron de captar dónde se juega la verdadera esperanza. Recién, en ese instante, fueron capaces de distinguir que todo este tiempo se había tratado de Jesús, actuando una vez más en su vida para renovar su confianza en que la vida sí tiene sentido a pesar de las dificultades. Y lo hicieron, como dice el papa Francisco, no pasando por encima del dolor, sino traspasándolo, “abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios”.

En vez de andar anhelando un pollo a la brasa, un partido de fútbol o un caudillo populista que arregle mágicamente los problemas, los peruanos estamos invitados a revalorar el amor como esa fuerza que dinamiza nuestra vida y que se expresa en tantos rostros de familiares, amigos e, incluso, de extraños. Pero hay que estar alertas de no reducir el amor a pura autocomplacencia. El amor verdadero, como el expresado por Jesús con los discípulos de Emaús, nos desafía a escudriñar la realidad con mayor profundidad y a comprometernos en hacer bien lo que está bajo la responsabilidad de cada uno en favor del bien común. Ese fue el efecto que el encuentro con el Resucitado tiene en los discípulos de Emaús. De inmediato regresaron a Jerusalén con los demás seguidores de Jesús. Volvieron a donde las cosas permanecían inciertas y donde su vida corría riesgos, porque lograron “traspasar” su duelo y convertirlo en esperanza. Se hicieron portadores de una alegría que brota del experimentarse amado y llamado a la misión de cuidar la vida de los demás.

En el fondo, la pandemia es una oportunidad para que los peruanos, así como los discípulos de Emaús, dejemos de vernos como espectadores del presente del país y pasemos a reconocernos como protagonistas de la historia de nuestro pueblo. No hemos nacidos para salvar nuestro pellejo y asegurar solo nuestro bienestar, sino para ser miembros de una comunidad que trabajando unida realice la promesa evangélica: “he venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Y sí que hay mucho por sanar y reparar en nuestra patria. Esta tarea será posible solo con el aporte de todos, y el despliegue de un “amor cívico” y cierto nivel de desprendimiento que nos permita unirnos en torno al bien común. Aprendamos del modo de proceder de Jesús, teniendo gestos concretos de consolar a los afligidos, articular palabras de sentido, liberarnos de los “ojos retenidos”, recentrarnos en lo fundamental, compartir el pan, reavivar la alegría que ayude a “traspasar el duelo” y asumir con madurez nuestras responsabilidades. De esa manera, nos adherimos a la misión sanadora a la que Dios nos convoca hoy.