martes, 19 de julio de 2022

EDUARDO BARRIGA ALTAMIRANO: IN MEMORIAM

Créditos de la foto: Tito Livio Agüero


Despedir a alguien antes de tiempo es una de las experiencias más dolorosas que los seres humanos enfrentamos. Cuando fallece alguien con años acumulados, hay cierta aceptación de que ya era su hora. La tristeza, aunque real, se hace más llevadera. No es el caso cuando la muerte nos arrebata a alguien que estaba a mitad del camino de la vida.

Así me sentí hace un año al enterrarme de la partida de Eduardo Barriga, querido amigo historiador, a quien conocí en los pasillos de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la PUCP. La noticia aún me estremece, al punto que recién soy capaz de balbucear palabras recordando a Eduardo. Ganas no faltaban, pero pensar en el suceso me duele hondamente.

Eduardo era un orgulloso hijo del valle del Mantaro, criado en Huancayo. Fue educado en esa ciudad por los salesianos, de quienes guardaba un recuerdo opaco, bastante crítico, pero también agradecido. Estudió Historia en la PUCP, siendo de la promoción inmediatamente anterior a la mía, lo que nos hizo coincidir en el tiempo. Él estaba de salida cuando yo estaba empezando la carrera. No llevamos clases juntos, pero ambos trabajamos en el voluntariado Historia para maestros, creando materiales de enseñanza en equipo con docentes de escuelas públicas. Recuerdo especialmente nuestras incursiones al colegio José Santos Chocano de Pueblo Libre en 2010, cuando se nos ocurrió hacer un concurso de historia local con estudiantes de cuarto de secundaria. Tremenda hazaña sortear a ese grupo de adolescentes, que Eduardo asumió de muy buena gana, incluso aceptando ir al salón más "inquieto". Su deseo de servir y la paciencia que tenía con los escolares era realmente encomiable.

Es justo reconocer su producción académica que, aunque limitada por los muchos trabajos que asumía y luego por el debilitamiento de su salud, fue fecunda. Su tesis de licenciatura exploró la existencia de un tráfico de esclavos negros en el valle de Jauja en el siglo XVII, haciendo un aporte a lo poco que sabemos sobre la presencia afrodescendiente en la sierra peruana. Por otra parte, su tesis de maestría estudió el rol de los militares en la colonización del valle de Chanchamayo a mediados del siglo XIX.

De ahí trabajó codo a codo con Jorge Lossio en proyectos de historia de la salud. Ambos reconstruyeron la exitosa campaña de erradicación de la polio en el Perú implementada por la Organización Panamericana de la Salud y el Rotary International entre 1985 y 1991. Su análisis comprendió las estrategias que permitieron el éxito de la empresa a pesar de las limitaciones presentadas por un contexto de violencia política, crisis económica y debilidad del Estado peruano. Además, editaron el libro Salud pública en el Perú del siglo XX: paradigmas,discursos y políticas (Instituto Riva Agüero, 2017) para socializar investigaciones de esta rama de la investigación histórica que ha adquirido mayor relevancia con la pandemia de la COVID-19.  

Un episodio que vale ser recordado tuvo lugar cuando Eduardo trabajaba como asistente de investigación recopilando información para el libro de Lossio sobre las respuestas del Estado y la prensa ante la influenza H1N1, en pleno apogeo de la epidemia. Todo un ejercicio de historia inmediata. En medio de la realización de entrevistas a médicos y operadores de la salud terminó contagiándose de la enfermedad, convirtiéndose sin buscarlo de investigador en actor histórico de esa crisis.

En un plano más personal, nadie podrá negar que Eduardo era un hombre excéntrico. Era de aquellos que no ponían mucho empeño en su apariencia. Le encantaba venir a la universidad vistiendo polos de sus grupos favoritos de heavy metal. Siendo de carácter tímido, se demoraba en ganar confianza y entablar amistad. Pero cuando lo hacía era un libro abierto que no dudaba en transparentar sus opiniones políticas, religiosas e intelectuales. Podía ser muy agudo y temerario en sus comentarios, encantándole la sátira inteligente y el quebrar los estándares de lo políticamente correcto. A veces rayaba en la exageración y el absurdo, que despertaban risas, complicidad y discusiones sin rumbo.

Eduardo era muchas cosas, sin duda. Pero lo que siempre recordaré es su corazón noble y leal. Debajo de esa armazón reservada y desordenada habitaba un espíritu generoso, siempre abierto a escucharte durante una caminata por el campus, atento a felicitarte cuando se enteraba de un logro tuyo o expresarte solidaridad cuando llegaban malas noticias.

A Eduardo le tocó encarar el sufrimiento a lo largo de su vida. Además de la enfermedad que se lo llevó, perdió a su padre en un accidente de tránsito. Pienso que esas experiencias lo hicieron una personalidad compleja, en apariencia duro y seco, pero también empático y cercano, a veces hasta tierno, ante la fragilidad del otro. Quiero recordarlo como era… un sujeto contradictorio y lleno de contrastes, debilidades y grandezas, como todos, y por esa razón un ser humano completo. Eduardo era renegón y jocoso, tímido y parlanchín, serio y juguetón, sarcástico y tierno, pacífico y rebelde, entre muchas otras cosas más. Así era y así aprendimos a quererlo.

A quienes lo conocimos, conservemos la memoria de este amigo fiel. Descansa en paz, querido Eduardo.