viernes, 27 de marzo de 2020

RECORDANDO A GONZALO PORTOCARRERO


Fuente: Punto Edu, PUCP

Gonzalo Portocarrero partió hace un año. El 21 de marzo de 2019 se apagó una de las voces más lúcidas del Perú contemporáneo. Cuánto se le extraña en estos tiempos críticos que vivimos. Los escritos de Gonzalo tenían el don de integrar claridad de ideas y rigor analítico. Sin dejar de ser crítico, era capaz de proyectar horizontes. Eran una confrontación con las profundas heridas de la sociedad peruana que dificultaban la construcción de una comunidad de ciudadanos con igual dignidad y derechos. A la vez, eran un canto de esperanza que invitaba a los peruanos a ser agentes de su destino y constructores de una sociedad fundada en el amor, la justicia y la fraternidad.

Mucho se podría decir de sus aportes a las Ciencias Sociales en el Perú. Pero prefiero dejar esos balances a quienes son más competentes. Confío en que, luego de la pandemia, haya tiempo de rendirle los homenajes que merece. Más bien, al recordar a Gonzalo, quisiera destacar otro de sus rostros menos conocidos: su profundo calor humano. Lo conocí en 2007, cuando me matriculé en su curso de Sociología en Estudios Generales Letras de la PUCP. Para entonces ya sabía que era un intelectual renombrado y un maestro brillante. Sin embargo, lo que más recuerdo de su curso no son solamente sus clases magistrales, sino su capacidad de inspirar a las personas. Al menos así fue para mí.

Una clase se me acercó en el receso. Yo era de esos alumnos que se sentaban en las últimas filas, así que literal abandonó su cátedra para acercarse al margen del aula. Me preguntó si yo era el Juan Miguel Espinoza que había ganado un concurso de ensayos. Le dije que sí. Me felicitó porque había leído mi trabajo y lo había encontrado interesante. Me animó a seguir escribiendo. Para un chico de 18 años con inquietudes intelectuales, ese gesto fue un hito que me marcó la vida para siempre.

Luego de eso seguimos conversando sobre mis dudas vocacionales y proyectos. Siempre cercano, me escribía invitándome a eventos. Cuando nos cruzábamos me obsequiaba alguno de sus libros. Encontrarlo por el campus de la PUCP era un motivo para disfrutar de su amistad, renovar mi vocación por las letras y una invitación a pensar el país con los pies puestos en la tierra.

Gonzalo es uno de los intelectuales peruanos más destacados de las últimas décadas, pero sobre todo un ser humano ejemplar, un hombre sabio y bondadoso. La manera cómo encaró el cáncer para mí retrata su plena humanidad. A pesar de atravesar mucho sufrimiento, alcanzó encontrar alegría y esperanza en medio de la penumbra, y articular palabras para testimoniar esto a otros.  Conviviendo con el cáncer”, artículo aparecido en El Comercio en marzo de 2017, es lo más bello y verdadero que le leí.

Para mí Gonzalo es un profeta que supo articular interpretaciones de los acontecimientos y los procesos de la sociedad peruana para anunciar por dónde caminar. No obstante, su vocación profética se reflejaba en que era un referente ético que procuraba vivir en coherencia con todo aquello que imaginaba para el Perú. Para que una sociedad avance hacia sus objetivos y fines necesita de modelos que encarnen dichos ideales. Que duda cabe que Gonzalo Portocarrero es un modelo para el país que necesitamos forjar.

viernes, 20 de marzo de 2020

CUARESMA EN TIEMPOS DE CORONAVIRUS

Fuente: vocero7.org

En la última semana, la expansión global del coronavirus ha trastocado la vida de millones de personas. A lo largo del mundo, muchos comparten la experiencia del distanciamiento social y el aislamiento domiciliario, la imposibilidad de transitar con libertad y la cancelación de actividades públicas, el fallecimiento de seres queridos y un largo etc. Las circunstancias nos obligan a adaptarnos rápidamente ante un evento sin precedentes y para el que nadie estaba preparado.

El miedo se propaga a mayor velocidad que la epidemia. Las cifras de contagios se disparan en varios países y las regulaciones sanitarias se van tornando más estrictas. Pareciera que el mundo está por desplomarse. Por si todo esto no fuera ya bastante, quienes somos creyentes estamos privados de la posibilidad de celebrar comunitariamente nuestra fe. En este escenario, ¿es posible hallar alguna fuente de esperanza?

La crisis del coronavirus coincide con la Cuaresma. Quizás este dato no sea una mera coincidencia y sea posible darle a la crisis un sentido cristiano. Eso sí, debemos evitar caer en fundamentalismos, que interpretan este mal como un "castigo divino" o niegan la gravedad del problema. Entonces, ¿cómo hablar de esto desde los ojos de la fe?

Ante todo, el coronavirus nos confronta con nuestra fragilidad. Somos barro, tal y como nos recuerda el tiempo cuaresmal, pero que la gracia de Dios puede transformar en una obra de arte o en un objeto que haga la vida más vivible. Si Dios nos está queriendo hablar en medio de esta difícil realidad, es para decirnos que estamos ante un desafío que exige que saquemos lo mejor de nosotros mismos.

Las experiencias dolorosas, aunque totalmente indeseables, a veces se convierten en ocasión para volver a lo fundamental. Hoy descubrimos, con más claridad que nunca, la urgencia de afirmar el valor de la vida por encima del dinero y los poderes de este mundo. Frente a la globalización de la indiferencia y el descarte, hoy muchos redescubren cuan interdependientes somos de los demás seres humanos. Somos la única especie del planeta capaz de darle significado a las peores desgracias y orientar su acción para darles solución. Pero solo somos capaces de lograrlo si es que cooperamos unos con los otros.

En estos días, los cristianos reconocemos cuanto necesitamos del amor de Dios y de los hermanos para que nuestra vida tenga sentido. Las peripecias de estos días nos hacen atesorar aquello que damos por obvio. Pero, sobre todo, nos alientan a ser creativos para encontrar nuevas maneras de amar y ser amados. En el fondo de esto trata la Cuaresma: cómo hacemos para crecer en el amor, de tal manera que vivamos más unidos con la fuente de nuestra esperanza, Jesús, aquel que amó a los suyos “hasta el extremo” (Juan 13:1).

Es tiempo para ser testigos de fraternidad y solidaridad. Solo así la esperanza se abrirá camino. Personalmente, estoy profundamente conmovido, porque en medio de las terribles noticias en torno a la epidemia, voy recibiendo numerosas buenas noticias. Personal de salud ofreciendo su vida para salvar la de otros, familias compartiendo juntos en casa, personas preocupadas por cuidar de los vecinos adultos mayores, comerciantes manteniendo sus negocios sin especular con los precios, empresarios arriesgando su capital para asegurar la subsistencia a sus empleados, amigos reuniéndose por medios virtuales para acompañarse, profesores “reinventándose” para que la educación de los niños y jóvenes no se estanque, sacerdotes y laicos/laicas desplegando creatividad para que sus comunidades permanezcan unidas por medio de la oración comunitaria. Cada uno de los que actúa así está siendo un motivo de esperanza en medio de la desolación del coronavirus.

La Cuaresma es camino de preparación para celebrar la Pascua. Es la Pascua el motivo central de la esperanza que proclama la Iglesia: Cristo vence a la muerte y vive para siempre, porque el amor es más fuerte que el mal que habita nuestro mundo. Si enfrentamos la adversidad siguiendo el ejemplo de Cristo, aquel que amó hasta las últimas consecuencias, compartiremos su victoria y lograremos que la vida se abra camino en medio de la muerte.

Como cristianos pasando por los tiempos del coronavirus, estamos llamados a renovar nuestra adhesión al credo de la Iglesia y a encarnarlo en medio de esta penumbra. Allí está nuestra esperanza: en que la acción de Dios salva a través de cada uno de aquellos que vence al miedo para convertirse en un testimonio concreto de fraternidad y solidaridad. Por más difíciles que se vuelvan las cosas, es reconfortante saber que Dios siempre permanece con nosotros inspirándonos a cuidar la vida de los demás.

Definitivamente, esta cuaresma no será una más. Peregrinemos por este camino con valentía, aunque confiados en que, si vivimos como Jesús, nos tocará celebrar el don de la Resurrección, el triunfo de la vida por encima de la muerte.

martes, 3 de marzo de 2020

CUARESMA: TIEMPO DE VOLVER A JESÚS


Cuando hablamos de Cuaresma, probablemente la primera palabra que venga a nuestra cabeza es penitencia. Tenemos que confesarnos, no comer carne los viernes, ayunar, dar limosna, asistir al vía crucis, etc. Sin embargo, es una tentación perderse en estos gestos externos y no captar el sentido de este camino de preparación para la Pascua.

“Desgarren su corazón, no sus vestiduras” dice el profeta Joel (2: 13). Sus palabras son un buen primer paso para entrar en el modo cuaresmal. No en vano la Iglesia nos propone este texto como la primera lectura de la liturgia de Miércoles de Ceniza. Para Joel, lo central no son los signos externos. Estos son expresión de una actitud más profunda. La Cuaresma es una invitación a “desgarrar” nuestro corazón y reconocer que muchas veces no somos coherentes en vivir al estilo de Jesús. Y, por tanto, necesitamos volver a Dios, recentrar nuestra vida en Él.

Pero el reconocer nuestro pecado no debería conducirnos a asfixiarnos en escrúpulos. La culpa por la culpa no nos conduce a nada. Al contrario, para los cristianos, sabernos pecadores frágiles es ocasión para experimentar el amor de Dios como aquella fuerza que nos alienta a convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. Quien confía en el Señor, reconoce que su amor es capaz de hacernos renacer de las cenizas cual ave fénix. Su acción en nuestra vida transforma nuestro barro en una obra de arte.



¿Cómo saber si estoy enrumbado en la voluntad de Dios, es decir, ser la mejor versión de mí mismo? Dios nos ha creado para ser imagen viva de su amor incondicional por la humanidad y la creación. ¿Estamos conscientes de ello? ¿Nuestros pensamientos, afectos, acciones están orientadas a ser imagen de Dios en mi entorno? La Cuaresma es oportunidad para examinar si estamos encaminados a vivir esa vocación o, más bien, necesitamos ajustar nuestro estilo de vivir para responder mejor al llamado de Dios.

En ese espíritu, muchos cristianos hacen promesas cuaresmales. Así expresan su compromiso de crecer en la relación con Dios y en su vocación. No obstante, hay que estar alertas de que estas promesas no escondan intenciones desordenadas. No se trata de hacer “intercambios” con Dios para conseguir beneficios. Menos aún, se trata de un entrenamiento para ser el gurú del ayuno, la meditación o la limosna. Todo lo que vivimos en la Cuaresma ha de estar dirigido a crecer en nuestra relación con Dios para ser fieles a la misión que Él nos ha encomendado. En el fondo, en esto consiste el auténtico sentido de este tiempo litúrgico.

Que esta Cuaresma sea un tiempo para abandonar tanta superficialidad que a veces domina nuestras vidas. Que sea oportunidad para ir a lo profundo, reconocer nuestras contradicciones, sanar nuestras heridas, renovar nuestra búsqueda de sentido para la vida. Que sea ocasión para volver a Jesús y renovar nuestro deseo de vivir como él, con autenticidad y esperanza.