martes, 27 de julio de 2021

LA PROMESA REPUBLICANA Y LAS VIDAS QUE AÚN NO VALEN

"200 años" por Andrés Edery para El Comercio

Llegamos al Bicentenario de la Independencia del Perú con una sensación agridulce entre orgullo, espíritu celebratorio, incertidumbre política, profunda división y duelo por tantas vidas perdidas durante la pandemia. Si miramos más allá del presente, descubriremos que no es una experiencia tan distinta a la que tenían nuestros compatriotas en 1821, como han argumentado los historiadores JorgeLossio o Carmen Mc Evoy. Éramos y seguimos siendo un país complejo, lleno de contradicciones, pero también de infinitas posibilidades. Por ello, recordar y reflexionar este camino de 200 años de República, incluso en medio de una de las peores crisis de nuestra historia, tiene un sentido de urgencia y, sobre todo, de esperanza. 

Dos siglos no pasan en vano. Es imposible negar que el Perú de 1821 no es el que tenemos hoy. Varias cosas buenas hemos construido y es importante reconocerlas ahora que nos asfixia el yugo de la COVID-19 y las cadenas de la desigualdad, la corrupción, la polarización y la mediocridad de los liderazgos políticos. Entre los muchos motivos de celebración, hay uno que a mi entender es central: la persistencia de lo que Jorge Basadre denominó la promesa de la vida peruana. Con esta idea el historiador afirmaba que quienes se aventuraron a la “osada aventura” de la emancipación del dominio colonial lo hicieron “no solo en nombre de reivindicaciones humanas menudas”, sino inspirados por “algo así como una angustia metafísica que se resolvió en la esperanza de que viviendo libres cumplirían un destino colectivo”(1). A lo largo de nuestra historia, muchos se movilizaron y se movilizan hoy inspirados por el sueño de que es posible desarrollar al máximo las posibilidades de nuestro territorio y dar una vida lo mejor posible a cada integrante del pueblo del Perú.

Con todo, las ganas de celebrar no han de hacernos olvidar que la promesa de la vida peruana aún no ha sido encarnada cabalmente. Y esto tiene muchas causas relativas a responsabilidades personales, factores estructurales, procesos históricos y dinámicas sociales. Sin desconocer la complejidad de la cuestión, creo que se puede afirmar que la raíz está en que, contrariamente a sus ideales, la República peruana, en tanto estructura política y formación social, nació sobre y se alimentó de la creencia que no todas las vidas tenían el mismo valor. Ese es nuestro pecado original contra el que tantas peruanas y peruanos se han rebelado, ya que, por su pensamiento político, sexo, identidad étnico-cultural, lengua, color de piel o condición socioeconómica, se les ha negado la posibilidad de ser libres y florecer. A pesar de esas luchas, 200 años después, la promesa de la vida peruana sigue siendo una palabra vacía para numerosos compatriotas. Hay muchísimo escrito sobre lo perverso de esta mentalidad y, sin embargo, seguimos atados al pecado de que hay vidas más importantes que otras.

Las elecciones de la segunda vuelta han revelado estas tensiones, como numerosos intelectuales han explicado. Sabemos que lo visto antes y después del 6 de junio no es una novedad, tan solo manifestación del pecado original peruano, que, desde siempre, ha obstaculizado el cumplimiento de la promesa republicana. Sin embargo, el momento del Bicentenario exige de nosotros mucho más que sentarnos a constatar lo ya sabido. Al contrario, resuena a lo largo y ancho del Perú un grito urgente para imaginar las cosas de otra manera más justa. Es cierto que escuchamos a los voceros políticos clamar a la unidad y la reconciliación, pero, como el analista político Juan de la Puente sostiene, “no es posible despolarizar el país luego de las elecciones si no avanzamos desde el reconocimiento de la polarización al reconocimiento de los abismos”. Y hay que decirlo con contundencia: somos un país de contrastes escandalosos, donde muchos apenas sobreviven, donde muchos llevan vidas inhumanas.

Responder ante esta cruda realidad es el gran desafío del Bicentenario. Hay que escapar a las recetas fáciles de responsabilizar al Estado o de culpabilizar a los pobres por su falta de iniciativa. Esos “argumentos” se repiten una y otra vez, porque nos ahorran tener que pensar las causas más profundas de por qué el Perú es un país tan desigual. También, es un mecanismo fácil para no reconocer que, como ciudadanos, todos tenemos una responsabilidad, la cual es mayor si pertenecemos a sectores privilegiados. La idea de que el Perú es una República significa que somos una comunidad política, formada por hombres y mujeres, quienes tenemos derechos y deberes, los cuales usamos para desarrollar nuestra dignidad personal y contribuir al bien común. El ser ciudadano implica beneficios, pero también responsabilidades. En esto segundo, nos toca admitir que, como sociedad, tenemos muchos pasivos.

El Bicentenario, por tanto, es oportunidad para que la promesa republicana renazca en cada uno de quienes somos parte del Perú. Toca celebrar que el anhelo de libertad, fraternidad y bien común han estado vivos a lo largo de nuestra historia y siguen inspirándonos a hacer grande nuestra patria y a forjar nuestra felicidad y la de nuestros seres queridos. También, toca pedir perdón porque esta promesa aún no ha alcanzado a todos. Y en esto algo de responsabilidad tenemos todos y cada uno. No pocas veces pecamos creyendo que nuestras vidas importan más que las de otros, priorizamos injustamente nuestros intereses sobre el de los demás, rechazamos a los diferentes, abusamos del poder que tenemos o nos olvidamos de los pobres. Que esta mezcla entre orgullo y culpa nos muevan a la acción y al compromiso para que las cosas sean como deben ser, para que la promesa republicana sea para todos.

En tal sentido, se viene diciendo que el escenario post-pandemia tiene que ser un proceso de reconstrucción nacional. Estoy de acuerdo con esto si aclaramos que tal objetivo implica mirar más allá de la reactivación económica y la vacunación. Reconstruirnos pasa, también, por sanar las múltiples heridas que la crisis ha desencadenado y encarnar la promesa republicana de que todos somos iguales y merecemos las mismas oportunidades. En el fondo, esta cruzada cívica es una conversión, que implica cambiar maneras de entendernos y relacionarnos entre peruanos, que se basan en el desprecio de quien no es, piensa o vive como nosotros. Aprender a mirarnos a la cara sin etiquetarnos o despreciarnos, trascendiendo las diferencias para reconocernos y abrazarnos como compatriotas, es, en última instancia, la reconstrucción integral que necesitamos. El corazón de tal conversión pasa por confesar que todas las vidas sin excepción valen por igual, además, dándole el lugar preferencial que se les ha negado a los más explotados, olvidados y ninguneados. Si avanzasemos en esa línea, en un país tan fragmentado como el Perú, realmente ya estaríamos generando una revolución. Sin lugar a duda, lo que digo tiene muchas capas e implicancias para no quedarse en buenas intenciones o corromperse, pero indica un horizonte en el cual todos podríamos coincidir.

En breve, el reto del Bicentenario para cada ciudadano del Perú es proclamar el valor sagrado de todas las vidas sin exclusión y buscar formas concretas de vivirlo en nuestro entorno. Al sumarnos a esta misión, estamos honrando la promesa republicana y mostrando que, sin importar el paso del tiempo, su mensaje sigue siendo motivo de esperanza de generación en generación.


(1)    Jorge Basadre, La promesa de la vida peruana. Lima: Instituto Constructor, 2005, p. 5.

miércoles, 23 de junio de 2021

CONSUELO DE PRADO

Fuente: Instituto Bartolomé de las Casas


Hay personas cuyas vidas son presencia silenciosa y cotidiana de la alegría del Evangelio, buena noticia para otros. Consuelo de Prado es, sin lugar a duda, una de ellas. Su profundo amor por el Dios de Jesús y los pobres la llevó a dejar su tierra y echar raíces en el Perú. Aquí se sumó a esa generación que asumió con radicalidad el llamado de Vaticano II y Medellín a encarnar una evangelización liberadora de toda forma de esclavitud, opresión y violencia. Hace algunos años, tuve la gracia de registrar algunos de sus recuerdos como misionera en el sur andino, asesora de UNEC y teóloga del Instituto Bartolomé de las Casas, el Bartolo. Ahora que nos ha dejado para el encuentro definitivo con el Dios de la vida, comparto algunas piezas de esa conversación para que la sigamos sintiendo presente y animando nuestro camino en estos tiempos tan desafiantes.

Consuelo ingresó a las Misioneras Dominicas del Rosario en España, en años donde su congregación buscaba renovarse según el espíritu del Vaticano II. Tras unos primeros años enseñando en un colegio secundario en España, fue enviada al Perú en 1975. Su primer destino fue la Prelatura de Sicuani en Cusco, a la que llegó en plena reforma agraria. Las primeras tareas que recibió fue estudiar quechua y empaparse de la ley de reforma agraria. Algo confundida por estas indicaciones y sintiéndose que “no hacía nada” fue a hablar con el “obispo”, el carmelita canadiense Albano Quinn. En esa conversación, Consuelo le dijo que ella era profesora y quería ponerse a trabajar cuanto antes. La respuesta de Albano la interpeló profundamente: “A mí me da mucho temor las hermanas que llegan de Canadá, Norteamérica o Europa, y que a la semana de haber llegado ya están trabajando en algo. Eso quiere decir que no se han tomado el tiempo necesario para darse cuenta de que están en otra realidad”. Ese fue un primer paso para comprender que ser misionera en los Andes requería una conversión personal y pastoral, una disposición espiritual a sumergirse en este nuevo contexto.

De ahí el encuentro con las comunidades andinas y la reflexión teológico-pastoral sobre estas experiencias la condujo a encontrar su lugar en ese nuevo mundo. En alguna oportunidad, le preguntó al presbítero Víctor Ramos por qué tenía que estudiar la ley de Reforma Agraria, porque esto le parecía algo propio de economistas o agricultores. La respuesta fue esclarecedora: “para trabajar con los campesinos hay que saber en qué están”.

Entre sus primeros encargos, estuvo colaborar con Víctor Ramos en talleres de concientización para campesinos. En una de esas oportunidades, estaban en un curso de historia rural andina, en que se dijo que, durante la colonia, los españoles se habían apoderado de las tierras buenas de los terrenos llanos, echando a los campesinos para la puna. A Consuelo, esas palabras la hirieron, llevándola a cuestionar el sentido de su presencia en el Perú. Se dijo a sí misma: “qué necesidad tengo yo de estar ahí aguantando que me digan todo lo que hicieron mal mis compatriotas de cinco siglos atrás, que no tienen nada que ver conmigo. Yo aquí aguantando el dolor de cabeza por soroche y sin poder hacer nada”. A la hora del receso, un catequista se le acercó y le preguntó de dónde venía. Consuelo, algo atormentada por lo antes ocurrido, contestó: “vengo del país de dónde empezó la explotación”. El hombre la miró compasivamente y le dijo: “No me importa de dónde vienes, sino dónde está tu corazón”. Esas palabras no solamente disiparon las mociones espirituales negativas, sino que la acompañaron por el resto de su vida. Ese breve diálogo fue como una epifanía, que siempre le recordaba lo fundamental de su vocación misionera.

Tras un tiempo en Sicuani, la congregación decidió trasladarla a una localidad entre la prelatura de Ayaviri y la diócesis de Puno. Allí las Dominicas del Rosario se hicieron cargo de una parroquia sin sacerdote, algo no poco común en el Perú rural. Como “párrocas” se dedicaron a acompañar a las comunidades campesinas con mucha entrega y en vínculo estrecho con el resto de la Iglesia del sur andino. El obispo de Puno Jesús Calderón las visitaba esporádicamente para celebrar la Eucaristía con ellas y estar al tanto de su labor pastoral.

También coordinaban con el prelado de Ayaviri Luis Dalle SS.CC. Consuelo me confesó que le costaban sus actitudes machistas, aunque se las perdonaba porque era entregadísimo a los campesinos. En sus palabras, “nos valoraba a las mujeres, pero para cuestiones más de mujeres”, así que, en reuniones de pastoral, “teníamos que estar calladitas, escuchando para aprender bien y ya después podríamos hablar”. Ahí se ven las raíces de otra preocupación de Consuelo, que las mujeres sean reconocidas por los dones que brindan a la Iglesia y la sociedad, para lo cual es imprescindible apostar por su formación humana, intelectual y espiritual.

En 1982, Consuelo tuvo que salir del sur andino porque la altura complicaba su salud. Sin embargo, los aprendizajes de esos años la acompañaron para siempre. En los Andes, descubrió el valor de la comunidad y la importancia que cada persona fuese apreciado como miembro de dicha comunidad. Allí aprendió que un “buenos días con todos” no bastaba, sino había que saludar uno por uno para demostrar el interés por todos y cada uno.

El traslado de Puno a Lima fue difícil. Era triste dejar atrás un apostolado tan fecundo porque la salud ya no permitía seguir en la zona. Durante esta transición, a Consuelo le persiguieron pensamientos de que estaba renunciando a la opción por los pobres, que para ella había cobrado sentido al estar con los indígenas de Cusco y Puno. Poco a poco, fue soltando esas ideas de su cabeza, gracias al acompañamiento de los padres Gustavo Gutiérrez y Luis Fernando Crespo, quienes le ayudaron a ver que había distintas maneras de comprometerse en una perspectiva solidaria con los pobres.

Los años siguientes fue asesora de la UNEC, donde mostró un don para caminar con los jóvenes universitarios, orientando y animando sus búsquedas existenciales. Asimismo, se incorporó al equipo teológico del Instituto Bartolomé de las Casas, siendo una colaboradora crucial en la organización de las “Jornadas de Reflexión Teológica” o “cursos de verano”. En esos espacios formativos, fue pionera de una reflexión teológica feminista en el Perú, dando charlas para leer la Biblia desde los anteojos femeninos. Su artículo “Yo siento a Dios de otro modo” (*) hacía eco de la sugerente frase de Matilde, uno de los protagonistas de la novela Todas las Sangres de José María Arguedas, para pensar el aporte de las mujeres latinoamericanas a la espiritualidad cristiana. En sus palabras, “esta frase reivindica el derecho de la mujer a sentir de distinta forma, y consiguientemente a expresar también de otra manera nuestra particular experiencia de Dios. Se trata de una manera ‘relacional’ de conocer que desborda la frialdad conceptual y va implicando todas las dimensiones de la vida en esta relación”.

En tanto su apostolado giró hacia la reflexión teológica, decidió darse un tiempo para estudiar Teología. Si bien había recibido cursos como parte de su formación religiosa, sentía que, para aportar más, necesitaba una armazón que solo estudios sistemáticos le podían dar. Para ello, se fue a la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid), donde estuvo preparándose entre 1995 y 2000.

A su regreso, volvió al Bartolo y a los cursos de teología para agentes pastorales. Allí la conocí yo, en el verano de 2015. Me impresionó su calidez humana, su genuino deseo de conocer a las personas, su facilidad para acoger lo compartido y tener la palabra o el gesto oportuno. Desde entonces, nos encontramos en varias oportunidades en espacios similares, aunque quizás no los suficientes. La noticia de su partida me dejo con el sinsabor de que Consuelo tenía mucho más por dar y yo tenía mucho más por aprender de ella.

Una preocupación de sus últimos años fue motivar a jóvenes a “tomar la posta” de la perspectiva de la teología de la liberación y la opción preferencial por los pobres. Consuelo era consciente que para que esta perspectiva teológica siga vigente y se encarne en una manera de vivir la fe era necesario incorporar los desafíos actuales. Lo que implica que los jóvenes enganchados con la corriente liberadora se preparasen teológicamente con seriedad y pensasen desde las preguntas de hoy. Como me dijo, “el aporte de los más jóvenes es importante planteando preguntas nuevas que exijan respuestas nuevas, que no son solo aplicar la nueva tecnología para hacerlo más atrayente o dinámico, sino también una mirada crítica de la realidad”. Yo fui uno de aquellos que Consuelo animaba para estudiar teología. Parte de los motivos por los cuales compartió conmigo su historia fue la de motivarme a “tomar la posta”.

Mi última comunicación con ella fue en diciembre de 2020. Nos encontramos en un grupo de lectura de Fratelli Tutti, organizado por el Bartolo. La última sesión me tocó facilitar la discusión. No solamente fue la primera en reaccionar a mi presentación, sino luego me envió un correo felicitándome y diciendo que le daba mucha alegría ver cuánto había crecido aquel “muchachito” que conoció años atrás. Cerraba su mensaje recordándome que hay “una gran tarea para aportar a la construcción de una humanidad hermanada”. Que duda cabe, la vida de Consuelo fue testimonio de que ese sueño del papa Francisco es una hermosa posibilidad si nos compramos el pleito y nos dejamos moldear por el amor que hace nuevas todas las cosas.

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(*) Consuelo de Prado, “Yo siento a Dios de otro modo (en el umbral de la espiritualidad)”, en Convocados por el Evangelio: 25 años de reflexión teológica (1971-1995). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú y Centro de Estudios y Publicaciones, 1995, pp. 71-89. Originalmente aparecido en la revista Páginas, número 75 de 1986.


sábado, 5 de junio de 2021

LA IGLESIA CATÓLICA Y EL "COMUNISMO" DE PEDRO CASTILLO

 


En la recta final de la campaña electoral, se ha impuesto una retórica política que recicla el viejo tópico del comunismo. Por ratos he llegado a pensar que el Perú ha regresado en el tiempo a los peores años de la Guerra Fría. Pero la verdad es que esta palabra es usada con mucha ligereza, solo para avivar temores al cambio del sistema político-económico vigente y a un gobierno de izquierda. No en vano la bandera principal es evitar que el Perú se convierta en Venezuela, presentando al chavismo como paradigma del comunismo, pero omitiendo que dicho régimen político autoritario y populista tiene muchas semejanzas con el fujimorismo de los noventa y los ofrecimientos electorales de Keiko Fujimori.

Esto no debería llamarnos la atención. Es una retórica usada por la derecha latinoamericana en campañas electorales previas a lo largo de toda la región. Sin embargo, lo que sí me ha sorprendido ingratamente es la facilidad con que obispos, sacerdotes y grupos de laicos se han plegado a la ola anticomunista. Sin ningún afán de decirte por quién votar, me parece importante desmenuzar las incongruencias de este discurso, alertar sobre sus peligros e invitar a una reflexión más seria sobre cómo los católicos hemos de discernir nuestro voto. Así, comparto mi opinión partiendo de ubicar por dónde ha ido la discusión y proponiendo cómo reenfocarla hacia una conversación más constructiva con la sociedad y fiel al Evangelio.

¿Por dónde ha ido la discusión?

En su carta al pueblo de Dios del 25 de mayo, los obispos afirman que la Iglesia católica “siempre ha rechazado y condenado al comunismo por ser un sistema perverso que reduce al ser humano a la esfera de lo económico y restringe las libertades fundamentales de la persona”, citando la encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II, escrita en 1991 en pleno ocaso de la Unión Soviética y de la Guerra Fría. Es cierto que la carta contrapone el comunismo al “capitalismo salvaje” y, además, invoca a un voto libre e informado, consciente de la crisis multidimensional que vive el país y de los valores fundamentales de la República. Pero esta declaración sin referencias personales avaló a que algunas autoridades eclesiásticas digan explícitamente que un católico no puede votar por Pedro Castillo. El arzobispo de Arequipa Javier del Río, concretamente, en su mensaje semanal del último domingo, llamó a un “voto libre e informado”, pero sosteniendo que la Iglesia católica no puede apoyar al profesor Castillo, pues el Ideario de Perú Libre “está abiertamente reñido con la doctrina y moral católicas” y “es diametralmente opuesta a su propia fe y a la correcta comprensión del ser humano”. A buen entendedor, pocas palabras.

¿Tiene algún sustento real esta advertencia a los fieles sobre la amenaza comunista? Del Río alega que Perú Libre al definirse como una organización leninista-marxista propaga una ideología atea, que es contraria a la fe católica. Lo paradójico es que el candidato Castillo es un cristiano evangélico que defiende visiones tradicionales de la familia, que lo acercarían a los activistas “pro-vida”, en donde Del Río es una voz representativa. Sorprende, por eso, que el arzobispo de Arequipa acuse al candidato Castillo de apoyar la despenalización del aborto, cuando el candidato abiertamente se ha manifestado en contra.

Aunque el arzobispo especifica que es el Ideario de Perú Libre el que plantea estos temas, a estas alturas, si algo ha quedado claro, es que hay una tensión entre el candidato y el partido por el que postuló. Castillo, quien claramente no esperaba llegar a la segunda vuelta, ha intentado armar un equipo con cuadros de partidos de izquierda de diversas canteras y marcado distancia de los líderes duros de Perú Libre y de su ideario original. Uno tiene el derecho de creerle o no, afirmar que los pasos del profesor Castillo no son suficientes, así como dudar si realmente en el poder la coalición de Perú Libre no exigirá introducir parte de su agenda. Lo que no me parece válido es enjuiciar al candidato, basándose solo en la lectura de un documento aislado, haciendo afirmaciones tan categóricas sin una mirada compleja sobre el contexto político.

Aunque llame a un voto informado y responsable, al final, Del Río direcciona a los católicos a preferir a Keiko Fujimori, sea esto resultado de una opción consciente o inconsciente. Si un candidato es presentado tajantemente como contrario a la doctrina católica, ¿realmente hay algo que discernir? Tal actitud es totalmente irresponsable. Primero, porque usa el magisterio de la Iglesia como un arma política, haciendo pasar sus propias preferencias como doctrina. Segundo, porque no es su rol decirles a los fieles por quién votar o no votar. Las autoridades eclesiásticas pueden ofrecer criterios y pistas para el discernimiento cristiano ante una decisión tan importante con el objetivo de formar y empoderar las consciencias de los católicos. Pero es un abuso de autoridad el pretender suplantar esas consciencias dándoles una directiva camuflada.

Si prestamos atención a los voceros católicos del anticomunismo, hay otro aspecto preocupante. El fundamento de sus mensajes es la desinformación, el miedo y el odio, no la razón, la esperanza o la caridad. Se han avivado viejas fobias católicas, recordando que los regímenes comunistas persiguieron a los cristianos y restringieron la libertad religiosa, cuando eso ya es producto del ayer y no hay condiciones reales para que algo semejante ocurra en el Perú de hoy. Apelando a una imagen más cercana a nuestra historia, a Castillo se le quiere asociar con la herencia de Sendero Luminoso y la violencia terrorista, debido a su retórica de protesta y a presuntos vínculos de su organización política con el MOVADEF. Pero lo que no se quiere admitir es que este discurso anticomunista se sostiene sobre la violencia verbal, las medias verdades y la intimidación, en maneras que no entiendo cómo pueden ser compatibles con la fe cristiana. 

Otro punto es que Perú Libre plantea revisar el concordato entre el Estado peruano y la Santa Sede. En realidad, algo así podría ser una oportunidad para repensar constructivamente la relación Iglesia-Estado y zanjar por las buenas y de una vez por todas críticas anticlericales infundadas cuya raíz es dicho tratado. Se ha dicho también que Perú Libre considera a la Iglesia católica como “aliado político, mediático y propagandístico de la colonización territorial y cultural del Perú”. Sin lugar a duda, es una simplificación de lo que somos. Pero la respuesta debería sustentarse en argumentos y testimonio, así como también dar lugar para la autocrítica que nos haga reconocer nuestros pecados y deudas con la sociedad peruana.

Asimismo, preocupa que esta campaña católica contra el comunismo hace eco de los discursos de defensa del modelo económico neoliberal presentándolos como doctrina católica. Se compran acríticamente la agenda política de la derecha peruana y pretenden vender que solo se puede ser plenamente católico si uno está alineado con esta tendencia. Esto es rotundamente falso. Hay cristianos militando en todas las tiendas políticas, incluso en las izquierdas. Por tanto, la Iglesia católica respeta el pluralismo ideológico y no toma partido en un contexto electoral, como recordó el arzobispo de Lima CarlosCastillo. Hacer lo contrario es romper la comunión eclesial y promover confrontaciones entre creyentes basadas en motivaciones políticas e intereses de poder, que están muy lejos de un espíritu cristiano. 

Lo más delicado es que al levantar el fantasma del comunismo solo se desvía la atención de los problemas reales y se renuncia a una mirada objetiva y reflexiva sobre el escenario que tenemos delante. Como apuntó el obispo de Jaén Alfredo Vizcarra, “el resultado de la primera vuelta es también la expresión del reclamo de muchos peruanos por un cambio hacia un país que deje de olvidarlos, porque ya están cansados de escuchar promesas”. Los profetas del anticomunismo no hablan de eso, de las profundas desigualdades y las causas del descontento social en el Perú. Prefieren ver la realidad desde ojos estrechos y preocuparse por fantasmas de lo que podría ocurrir en vez de asumir y pensar el presente en toda su complejidad. En eso, lamentablemente, se suman al estado de ánimo general en la segunda vuelta, que, en vez de reflexión sensata, informada y aterrizada ha preferido echar más leña al fuego.

¿Cómo y sobre qué reenfocar la discusión?

La vocación de la Iglesia católica es forjar comunión allí donde está presente. Por ello, es un anti-testimonio encontrar cristianos alimentando la aguda polarización que solo nos asfixia. Más bien, en este contexto, nos toca aportar ofreciendo claves para mirar más allá de lo que nos divide, captar los desafíos de nuestra realidad, interpretarlos desde los principios cristianos y proponer salidas que contribuyan al bien común. En la encíclica Fratelli Tutti del papa Francisco, encontramos valiosas pistas para entrar en ese camino de esperanza activa, conscientes de los retos del siglo XXI. En tal sentido, me ha sorprendido lo ausente que ha estado este documento en los pronunciamientos de los obispos y de otros grupos católicos. Claramente, los católicos peruanos tenemos como tarea pendiente reflexionar el Perú desde las claves de la última encíclica papal. Gracias a la Comisión Episcopal de Acción Social (CEAS) que ha procurado orientarnos en esa senda.

De acuerdo con Fratelli Tutti, urge una mejor política basada en la fraternidad universal, el bien común y el cuidado de la vida. Sin embargo, los populismos y el neoliberalismo se presentan como sistemas políticos que dificultan soñar con un mundo abierto donde todos sean tratados con dignidad, especialmente los más débiles (FT 155). Por un lado, Francisco critica el “insano populismo” porque “se convierte en la habilidad de alguien para cautivar en orden a instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo”, lo que termina sometiendo todo al servicio de un proyecto personal y de su perpetuación en el poder (FT 159). Además, trabaja “exacerbando las inclinaciones más bajas y egoístas de algunos sectores de la población”, busca “el avasallamiento de las instituciones y de la legalidad” (FT 159), y ofrece políticas inmediatistas y planes asistencialistas que son soluciones pasajeras e incompletas (FT 161).  

Por otro lado, el Papa denuncia el “dogma de fe neoliberal” que cree que el mercado lo resuelve todo, calificándolo como un “pensamiento pobre, repetitivo, que propone siempre las mismas recetas frente a cualquier desafío que se presente” (FT 168). Es claro que la cultura del goteo o derrame no resuelve la desigualdad. Puede haber elecciones limpias y formalidad institucional, pero si los poderes económicos dominan la política, hay algo que no funciona del todo bien en la democracia y aviva tensiones. En breve, el sueño de una mejor política implica mirar más allá de los populismos y el neoliberalismo reinante, sumándose a la acción de los movimientos populares que, desde los márgenes, están creando alternativas políticas, económicas y culturales a los sistemas vigentes y gestando un verdadero desarrollo integral (FT 169). ¿Acaso estas ideas de Francisco no resuenan con lo que ocurre en el Perú de hoy?

Para reenfocar la discusión, también, es necesaria una autocrítica de los pastores. Su rol en un escenario electoral es animar a que el pueblo “resucite la política, no partidarizar”, como afirmó el arzobispo Castillo. Más grave aún, difundir discursos de odio y miedo desnaturaliza el fin de un liderazgo religioso. Y, lamentablemente, ver a pastores haciendo uso de la fe como arma de batalla política se ha vuelto un fenómeno global que contribuye con la propagación de populismos autoritarios y la perpetuación de una economía inhumana. Un ejemplo desafortunado se vio en las elecciones norteamericanas, como analizó el jesuita James Martin. Tal situación ha llevado al papa Francisco a denunciar la imprudencia de líderes religiosos que desatan violencia fundamentalista con sus palabras incendiarias.  Acertadamente, el Papa ha recordado que quien pastorea almas debe “ser un artesano de la paz, uniendo y no dividiendo, extinguiendo el odio y no conservándolo, abriendo las sendas del diálogo y no levantando nuevos muros” (FT 284).

El Perú vive un momento crítico de su historia. Como cristianos no podemos ser indiferentes y hemos de discernir cómo proceder ante estas circunstancias desde la convicción que “lo único verdadero y definitivo es Dios”, como bien dijo el obispo Alfredo Vizcarra. Hoy más que nunca nos toca escuchar al Espíritu Santo invitándonos a no perder la esperanza. Cual sea el resultado electoral, Dios permanece con nosotros y nos anima a seguir encarnando su misión de anunciar la promesa de vida plena y luchar contra la muerte. No nos perdamos en lo inmediato, sino asumamos la realidad tal y como esta se presenta, escuchemos la voz del pueblo, formemos nuestras consciencias con información veraz. Solo así reconoceremos la acción de Dios en medio de nosotros indicándonos el camino. Haciendo eco de las palabras de monseñor Vizcarra, confiemos en el Señor y pidamos la gracia de “obrar teniendo como horizonte no solo el acto electoral, sino toda posibilidad de ir construyendo la fraternidad universal y la amistad social”. Tal actitud será muy necesaria ante el escenario que se abrirá luego de la segunda vuelta.

 


 

sábado, 29 de mayo de 2021

LA MISIÓN DEL LAICADO Y LA CRISIS DE LA COVID-19

 Curso virtual de la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (Perú) se propone ser un espacio de diálogo, reflexión y acción sobre los retos de la crisis actual

 


El tiempo de la COVID-19 no nos ha sido ajeno a los miembros del pueblo de Dios. En todas partes del mundo, cristianas y cristianos hemos experimentado los sufrimientos y las esperanzas de la actual crisis. Inspirados en el Evangelio, muchos han respondido con generosidad, creatividad y audacia a las heridas generadas por la pandemia. Parroquias, Caritas diocesanas, movimientos eclesiales, hogares cristianos y tantos otros espacios de Iglesia se convirtieron en hospitales de campaña, como gusta decir el papa Francisco.

En medio de circunstancias tan desafiantes, estoy seguro de que Dios ha estado obrando en el corazón de muchos, cristalizando vocaciones al servicio de la fraternidad universal y el reconocimiento de la dignidad de todos. Sin lugar a duda, los frutos en la Iglesia y más allá de ella son abundantes. Pero para que estos compromisos alcancen su madurez y no se estanquen en el presentismo es fundamental generar espacios para reflexionar, examinar críticamente y expandir lo que venimos haciendo a la luz de la fe en el Dios revelado en Jesús.

En ese espíritu, la Universidad Antonio Ruiz de Montoya (Perú) ha lanzado el curso virtual “La misión del laicado y la crisis de la COVID-19”. Este quiere ser un espacio de diálogo, reflexión y acción entre laicas y laicos sobre su compromiso cristiano ante los desafíos del momento actual. A nivel de contenidos, se propone poner en conversación las experiencias de los participantes con las enseñanzas del Concilio Vaticano II y del papa Francisco, elaborando juntos criterios ético-teológicos para interpretar la crisis, discernir respuestas personales o comunitarias, e imaginar nuevos caminos de evangelización.

Para animar esta conversación, el curso cuenta con distinguidos expositores provenientes de diversos países latinoamericanos: las teólogas Consuelo Vélez (Colombia), Sandra Arenas (Chile) y Soledad del Villar (Chile), y los teólogos Carlos Schickendantz (Argentina), Rafael Luciani (Venezuela) y Raúl Pariamachi (Perú). Las presentaciones serán combinadas con trabajos grupales y personales cuya finalidad es apropiarse de los contenidos teológicos desde la propia experiencia, dando profundidad a lo que se viene haciendo o planteando propuestas para comprometerse con el entorno.

Por su dimensión teológica, el curso se propone disponernos a la escucha de la acción de Dios aconteciendo en medio de la pandemia, en nuestros contextos locales y en nosotros mismos. En primer lugar, es una invitación a escuchar la realidad. Vivimos un cambio de época y la pandemia de la COVID 19 sólo lo ha confirmado. Esa convicción que el Papa Francisco repite constantemente resuena más que nunca en un mundo en duelo, fracturado y en proceso de recomposición. En el último año, hemos sido golpeados por tantas muertes tempranas y despojo de la dignidad humana en todas partes del globo, mostrando las contradicciones del sistema político-económico vigente y profundizado sus desigualdades. Pero también hemos sido testigos de la esperanza activa que ha movilizado a comunidades en sus luchas por resistir a las otras pandemias sociales, honrar las memorias de sus difuntos e imaginar caminos para sanar nuestro mundo enfermo. En medio de todo eso, nos toca discernir dónde está Dios y a qué nos llama.

En segundo lugar, el curso quiere ser una plataforma de escucha y encuentro entre laicos y laicas para historizar nuestra vocación como pueblo sacerdotal y miembros del cuerpo de Cristo en medio de una de las crisis más graves de la humanidad. El papa Francisco, en continuidad con Vaticano II, nos convoca a construir una Iglesia misionera y sinodal, donde los laicos seamos plenamente sujetos eclesiales, donde nuestra voz sea escuchada y nuestro aporte reconocido. En tal sentido, los compromisos laicales son una fuente para reconocer el dinamismo del Espíritu Santo actuando en el pueblo de Dios y encausar la conversión de la Iglesia hacia la mayor gloria de Dios y el servicio de la humanidad.

La reflexión-acción de laicas y laicos tiene un valor imprescindible para encarnar el reinado de Dios aquí y ahora, así como para orientar el camino de la Iglesia en el cambio de época que vivimos. Tal contribución es fundamental cuando la Iglesia latinoamericana está en marcha a su Primera Asamblea Eclesial, que se propone crecer en la consciencia de que todos somos discípulos-misioneros en salida para así todos juntos soñar nuevos caminos de evangelización en el mundo de la post-pandemia. En tal sentido, esperamos este curso sea un granito de arena para que más laicos tengan más herramientas para aportar en el camino sinodal y misionero de la Iglesia del tercer milenio desde su rostro particular latinoamericano.

 

 

 

 

 

 

viernes, 28 de mayo de 2021

¿VOTO CATÓLICO? UNA REFLEXIÓN SOBRE FE Y ELECCIONES

                                                                                Fuente: Diócesis de Chillán

A inicios de mayo, escribí por invitación del boletín Signos del IBC una columna aclarando un poco la relación entre fe y elecciones desde la perspectiva católica. Me siento animado a compartirlo por aquí dado que el tema ha seguido generando discusión por intervenciones de sacerdotes, laicos y de la propia Conferencia Episcopal Peruana contra el comunismo que estaría representado por el candidato Pedro Castillo. Ojalá ayude a mirar más allá de las simplificaciones y dogmatismos en que algunos quieren encasillar el voto de los católicos. Espero el tiempo me dé para proponer una lectura más elaborada sobre lo que la doctrina social de la Iglesia tiene que decir respecto a esta campaña electoral, pero mientras tanto voy dejando este granito de arena a la conversación.

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El factor religioso está apareciendo bastante en la última campaña electoral. Más allá de la necesidad de analizar esta situación en términos sociológicos y políticos, considero estos sucesos son una invitación a reflexionar sobre qué significa que los católicos debemos considerar nuestra fe al ejercer nuestro deber-derecho a elegir nuestras autoridades.

LA IGLESIA NO TIENE CANDIDATO

Un error frecuente es pensar que la Iglesia católica apoya a determinados candidatos, como sí lo hacen otras comunidades de fe. De hecho, algunos hablan de un “voto católico”, pero ciertamente esto es un malentendido. Si bien es cierto que la Iglesia sostiene principios y enseñanzas respecto a la vida política y los asuntos públicos, ella aspira ser independiente y autónoma de los sistemas políticos para realizar su misión con libertad (GS 76). Respeta las normas civiles, coopera con la construcción del bien común y alienta a los fieles laicos a tener un compromiso ciudadano activo y responsable. Pero no debe pretender dirigir los destinos políticos del país a través de un partido autoproclamado católico. Por ello, prohíbe al clero y a miembros de institutos de vida consagrada hacer proselitismo por partidos políticos o postular a puestos de representación política (CIC 285§3, 287§2).

Por ello, fue desconcertante ver videos de clérigos llamando a votar por candidatos “católicos”, quebrando el principio de neutralidad que debe orientar su comportamiento en elecciones. El ministerio sacerdotal y las celebraciones litúrgicas no pueden utilizarse como instrumento de campaña. Además, fuimos testigos de asociaciones de laicos simpatizantes del candidato Rafael López Aliaga que pretendían imponer a su candidato al resto de la comunidad eclesial. Es su derecho darle su voto y hacer campaña por su agrupación política, pero lo que constituye una conducta inadecuada es pretender presentar el apoyo a este candidato como un mandamiento divino. Por momentos, incluso, se percibía una idealización de este líder que parecía olvidar que, como católicos, adoramos a Dios y no a políticos.

LA PRIMACÍA DE LA PROPIA CONCIENCIA

En breve, el hecho de ser católico no obliga a votar por un candidato determinado. Las autoridades de la Iglesia no pueden decirles a los fieles a quién deben apoyar. Al contrario, deben respetar la primacía de la propia conciencia moral, que cada creyente posee como don de Dios. Como insiste el papa Francisco, en la Iglesia, debemos buscar formar conciencias, no reemplazarlas. En tal sentido, el Derecho Canónico reconoce que todos los fieles gozan de libertad de opinión, en aquello que no es contenido de las verdades fundamentales de fe, como, por ejemplo, las preferencias políticas. Dicho derecho debe ser ejercido con responsabilidad, auténtico deseo de búsqueda de la verdad, respeto por los demás y procurando el bien común (CIC 209§1, 212§1,3). Pero implica que a los fieles no se les puede imponer opiniones o directivas, ya que tienen el derecho de que su conciencia sea respetada.

CRITERIOS PARA LO QUE VIENE

Las comunidades católicas debemos favorecer espacios de discernimiento para que todos sus miembros cultiven una consciencia informada y decidan un voto responsable. Para ello, contamos con las Sagradas Escrituras y la enseñanza social de la Iglesia como criterios éticos para interpretar nuestra realidad y evaluar propuestas políticas. No obstante, hay que tener cuidado de que el depósito de la fe no se convierta en un arma de batalla política o instrumento para expandir miedo y odio. La fe auténtica es dinamizada por la caridad, que, en elecciones, debe vivirse como valoración de la verdad, búsqueda del bien común, respeto de los adversarios y apertura al diálogo.

Para evitar abusos, el jesuita James Martin nos propone tres pasos para que nuestra fe oriente a un voto informado y responsable: 1) conocer los Evangelios, 2) entender la enseñanza de la Iglesia y 3) estudiar todos los asuntos públicos importantes. El tercero es quizás importante de recalcar. No se puede decidir el voto sin considerar los problemas que enfrentamos como sociedad, que son múltiples y complejos. Es una tentación centrarnos solo en un aspecto, desconociendo que hay muchos otros temas a considerar, o apoyar propuestas que nos venden soluciones fáciles, las cuales suelen ser inviables. Asimismo, es bueno recordar que ningún candidato es perfecto. Ninguno es capaz de recoger toda la enseñanza cristiana. Habrá temas en que lo haga más y otros en que menos. Por eso, toca discernir el conjunto de los planes de gobierno para ver cuáles dialogan mejor con los valores del Evangelio y cuáles consideramos responden mejor a las urgencias del país.

Nuestro voto debe ser manifestación de nuestra condición de discípulos de Jesús aquí y ahora. Así que asumamos esta responsabilidad ciudadana con la madurez del caso. Nuestra decisión electoral debe ser fruto del ejercicio de nuestra conciencia y expresión de nuestro amor por el Perú y nuestros hermanos.