Fuente: Instituto Bartolomé de las Casas |
Hay personas cuyas vidas son presencia
silenciosa y cotidiana de la alegría del Evangelio, buena noticia para otros.
Consuelo de Prado es, sin lugar a duda, una de ellas. Su profundo amor por el
Dios de Jesús y los pobres la llevó a dejar su tierra y echar raíces en el Perú.
Aquí se sumó a esa generación que asumió con radicalidad el llamado de Vaticano
II y Medellín a encarnar una evangelización liberadora de toda forma de
esclavitud, opresión y violencia. Hace algunos años, tuve la gracia de registrar
algunos de sus recuerdos como misionera en el sur andino, asesora de UNEC y
teóloga del Instituto Bartolomé de las Casas, el Bartolo. Ahora que nos ha
dejado para el encuentro definitivo con el Dios de la vida, comparto algunas
piezas de esa conversación para que la sigamos sintiendo presente y animando
nuestro camino en estos tiempos tan desafiantes.
Consuelo ingresó a las Misioneras Dominicas del
Rosario en España, en años donde su congregación buscaba renovarse según el
espíritu del Vaticano II. Tras unos primeros años enseñando en un colegio
secundario en España, fue enviada al Perú en 1975. Su primer destino fue la
Prelatura de Sicuani en Cusco, a la que llegó en plena reforma agraria. Las
primeras tareas que recibió fue estudiar quechua y empaparse de la ley de
reforma agraria. Algo confundida por estas indicaciones y sintiéndose que “no
hacía nada” fue a hablar con el “obispo”, el carmelita canadiense Albano Quinn.
En esa conversación, Consuelo le dijo que ella era profesora y quería ponerse a
trabajar cuanto antes. La respuesta de Albano la interpeló profundamente: “A mí
me da mucho temor las hermanas que llegan de Canadá, Norteamérica o Europa, y
que a la semana de haber llegado ya están trabajando en algo. Eso quiere decir
que no se han tomado el tiempo necesario para darse cuenta de que están en otra
realidad”. Ese fue un primer paso para comprender que ser misionera en los Andes
requería una conversión personal y pastoral, una disposición espiritual a sumergirse
en este nuevo contexto.
De ahí el encuentro con las comunidades andinas y la reflexión
teológico-pastoral sobre estas experiencias la condujo a encontrar su lugar en
ese nuevo mundo. En alguna oportunidad, le preguntó al presbítero Víctor Ramos
por qué tenía que estudiar la ley de Reforma Agraria, porque esto le parecía
algo propio de economistas o agricultores. La respuesta fue esclarecedora: “para
trabajar con los campesinos hay que saber en qué están”.
Entre sus primeros encargos, estuvo colaborar con Víctor
Ramos en talleres de concientización para campesinos. En una de esas
oportunidades, estaban en un curso de historia rural andina, en que se dijo que,
durante la colonia, los españoles se habían apoderado de las tierras buenas de
los terrenos llanos, echando a los campesinos para la puna. A Consuelo, esas
palabras la hirieron, llevándola a cuestionar el sentido de su presencia en el
Perú. Se dijo a sí misma: “qué necesidad tengo yo de estar ahí aguantando que
me digan todo lo que hicieron mal mis compatriotas de cinco siglos atrás, que
no tienen nada que ver conmigo. Yo aquí aguantando el dolor de cabeza por
soroche y sin poder hacer nada”. A la hora del receso, un catequista se le acercó
y le preguntó de dónde venía. Consuelo, algo atormentada por lo antes ocurrido,
contestó: “vengo del país de dónde empezó la explotación”. El hombre la miró
compasivamente y le dijo: “No me importa de dónde vienes, sino dónde está tu
corazón”. Esas palabras no solamente disiparon las mociones espirituales
negativas, sino que la acompañaron por el resto de su vida. Ese breve diálogo
fue como una epifanía, que siempre le recordaba lo fundamental de su vocación
misionera.
Tras un tiempo en Sicuani, la congregación decidió
trasladarla a una localidad entre la prelatura de Ayaviri y la diócesis de
Puno. Allí las Dominicas del Rosario se hicieron cargo de una parroquia sin sacerdote,
algo no poco común en el Perú rural. Como “párrocas” se dedicaron a acompañar a
las comunidades campesinas con mucha entrega y en vínculo estrecho con el resto
de la Iglesia del sur andino. El obispo de Puno Jesús Calderón las visitaba
esporádicamente para celebrar la Eucaristía con ellas y estar al tanto de su
labor pastoral.
También coordinaban con el prelado de Ayaviri Luis
Dalle SS.CC. Consuelo me confesó que le costaban sus actitudes machistas,
aunque se las perdonaba porque era entregadísimo a los campesinos. En sus
palabras, “nos valoraba a las mujeres, pero para cuestiones más de mujeres”,
así que, en reuniones de pastoral, “teníamos que estar calladitas, escuchando
para aprender bien y ya después podríamos hablar”. Ahí se ven las raíces de otra
preocupación de Consuelo, que las mujeres sean reconocidas por los dones que
brindan a la Iglesia y la sociedad, para lo cual es imprescindible apostar por su
formación humana, intelectual y espiritual.
En 1982, Consuelo tuvo que salir del sur andino porque
la altura complicaba su salud. Sin embargo, los aprendizajes de esos años la
acompañaron para siempre. En los Andes, descubrió el valor de la comunidad y la
importancia que cada persona fuese apreciado como miembro de dicha comunidad.
Allí aprendió que un “buenos días con todos” no bastaba, sino había que saludar
uno por uno para demostrar el interés por todos y cada uno.
El traslado de Puno a Lima fue difícil. Era triste
dejar atrás un apostolado tan fecundo porque la salud ya no permitía seguir en
la zona. Durante esta transición, a Consuelo le persiguieron pensamientos de
que estaba renunciando a la opción por los pobres, que para ella había cobrado
sentido al estar con los indígenas de Cusco y Puno. Poco a poco, fue soltando
esas ideas de su cabeza, gracias al acompañamiento de los padres Gustavo
Gutiérrez y Luis Fernando Crespo, quienes le ayudaron a ver que había distintas
maneras de comprometerse en una perspectiva solidaria con los pobres.
Los años siguientes fue asesora de la UNEC, donde mostró
un don para caminar con los jóvenes universitarios, orientando y animando sus
búsquedas existenciales. Asimismo, se incorporó al equipo teológico del
Instituto Bartolomé de las Casas, siendo una colaboradora crucial en la
organización de las “Jornadas de Reflexión Teológica” o “cursos de verano”. En
esos espacios formativos, fue pionera de una reflexión teológica feminista en
el Perú, dando charlas para leer la Biblia desde los anteojos femeninos. Su
artículo “Yo siento a Dios de otro modo” (*) hacía eco de la sugerente frase de
Matilde, uno de los protagonistas de la novela Todas las Sangres de José
María Arguedas, para pensar el aporte de las mujeres latinoamericanas a la
espiritualidad cristiana. En sus palabras, “esta frase reivindica el derecho de
la mujer a sentir de distinta forma, y consiguientemente a expresar también de
otra manera nuestra particular experiencia de Dios. Se trata de una manera ‘relacional’
de conocer que desborda la frialdad conceptual y va implicando todas las
dimensiones de la vida en esta relación”.
En tanto su apostolado giró hacia la reflexión
teológica, decidió darse un tiempo para estudiar Teología. Si bien había
recibido cursos como parte de su formación religiosa, sentía que, para aportar
más, necesitaba una armazón que solo estudios sistemáticos le podían dar. Para
ello, se fue a la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid), donde estuvo
preparándose entre 1995 y 2000.
A su regreso, volvió al Bartolo y a los cursos de
teología para agentes pastorales. Allí la conocí yo, en el verano de 2015. Me
impresionó su calidez humana, su genuino deseo de conocer a las personas, su
facilidad para acoger lo compartido y tener la palabra o el gesto oportuno. Desde
entonces, nos encontramos en varias oportunidades en espacios similares, aunque
quizás no los suficientes. La noticia de su partida me dejo con el sinsabor de
que Consuelo tenía mucho más por dar y yo tenía mucho más por aprender de ella.
Una preocupación de sus últimos años fue motivar a
jóvenes a “tomar la posta” de la perspectiva de la teología de la liberación y
la opción preferencial por los pobres. Consuelo era consciente que para que esta
perspectiva teológica siga vigente y se encarne en una manera de vivir la fe
era necesario incorporar los desafíos actuales. Lo que implica que los jóvenes
enganchados con la corriente liberadora se preparasen teológicamente con seriedad
y pensasen desde las preguntas de hoy. Como me dijo, “el aporte de los más
jóvenes es importante planteando preguntas nuevas que exijan respuestas nuevas,
que no son solo aplicar la nueva tecnología para hacerlo más atrayente o
dinámico, sino también una mirada crítica de la realidad”. Yo fui uno de aquellos
que Consuelo animaba para estudiar teología. Parte de los motivos por los
cuales compartió conmigo su historia fue la de motivarme a “tomar la posta”.
Mi última comunicación con ella fue en diciembre de
2020. Nos encontramos en un grupo de lectura de Fratelli Tutti,
organizado por el Bartolo. La última sesión me tocó facilitar la discusión. No
solamente fue la primera en reaccionar a mi presentación, sino luego me envió
un correo felicitándome y diciendo que le daba mucha alegría ver cuánto había crecido
aquel “muchachito” que conoció años atrás. Cerraba su mensaje recordándome que hay
“una gran tarea para aportar a la construcción de una humanidad hermanada”. Que
duda cabe, la vida de Consuelo fue testimonio de que ese sueño del papa
Francisco es una hermosa posibilidad si nos compramos el pleito y nos dejamos moldear
por el amor que hace nuevas todas las cosas.
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(*) Consuelo de Prado, “Yo
siento a Dios de otro modo (en el umbral de la espiritualidad)”, en Convocados
por el Evangelio: 25 años de reflexión teológica (1971-1995). Lima:
Pontificia Universidad Católica del Perú y Centro de Estudios y Publicaciones,
1995, pp. 71-89. Originalmente aparecido en la revista Páginas, número 75
de 1986.
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