miércoles, 23 de junio de 2021

CONSUELO DE PRADO

Fuente: Instituto Bartolomé de las Casas


Hay personas cuyas vidas son presencia silenciosa y cotidiana de la alegría del Evangelio, buena noticia para otros. Consuelo de Prado es, sin lugar a duda, una de ellas. Su profundo amor por el Dios de Jesús y los pobres la llevó a dejar su tierra y echar raíces en el Perú. Aquí se sumó a esa generación que asumió con radicalidad el llamado de Vaticano II y Medellín a encarnar una evangelización liberadora de toda forma de esclavitud, opresión y violencia. Hace algunos años, tuve la gracia de registrar algunos de sus recuerdos como misionera en el sur andino, asesora de UNEC y teóloga del Instituto Bartolomé de las Casas, el Bartolo. Ahora que nos ha dejado para el encuentro definitivo con el Dios de la vida, comparto algunas piezas de esa conversación para que la sigamos sintiendo presente y animando nuestro camino en estos tiempos tan desafiantes.

Consuelo ingresó a las Misioneras Dominicas del Rosario en España, en años donde su congregación buscaba renovarse según el espíritu del Vaticano II. Tras unos primeros años enseñando en un colegio secundario en España, fue enviada al Perú en 1975. Su primer destino fue la Prelatura de Sicuani en Cusco, a la que llegó en plena reforma agraria. Las primeras tareas que recibió fue estudiar quechua y empaparse de la ley de reforma agraria. Algo confundida por estas indicaciones y sintiéndose que “no hacía nada” fue a hablar con el “obispo”, el carmelita canadiense Albano Quinn. En esa conversación, Consuelo le dijo que ella era profesora y quería ponerse a trabajar cuanto antes. La respuesta de Albano la interpeló profundamente: “A mí me da mucho temor las hermanas que llegan de Canadá, Norteamérica o Europa, y que a la semana de haber llegado ya están trabajando en algo. Eso quiere decir que no se han tomado el tiempo necesario para darse cuenta de que están en otra realidad”. Ese fue un primer paso para comprender que ser misionera en los Andes requería una conversión personal y pastoral, una disposición espiritual a sumergirse en este nuevo contexto.

De ahí el encuentro con las comunidades andinas y la reflexión teológico-pastoral sobre estas experiencias la condujo a encontrar su lugar en ese nuevo mundo. En alguna oportunidad, le preguntó al presbítero Víctor Ramos por qué tenía que estudiar la ley de Reforma Agraria, porque esto le parecía algo propio de economistas o agricultores. La respuesta fue esclarecedora: “para trabajar con los campesinos hay que saber en qué están”.

Entre sus primeros encargos, estuvo colaborar con Víctor Ramos en talleres de concientización para campesinos. En una de esas oportunidades, estaban en un curso de historia rural andina, en que se dijo que, durante la colonia, los españoles se habían apoderado de las tierras buenas de los terrenos llanos, echando a los campesinos para la puna. A Consuelo, esas palabras la hirieron, llevándola a cuestionar el sentido de su presencia en el Perú. Se dijo a sí misma: “qué necesidad tengo yo de estar ahí aguantando que me digan todo lo que hicieron mal mis compatriotas de cinco siglos atrás, que no tienen nada que ver conmigo. Yo aquí aguantando el dolor de cabeza por soroche y sin poder hacer nada”. A la hora del receso, un catequista se le acercó y le preguntó de dónde venía. Consuelo, algo atormentada por lo antes ocurrido, contestó: “vengo del país de dónde empezó la explotación”. El hombre la miró compasivamente y le dijo: “No me importa de dónde vienes, sino dónde está tu corazón”. Esas palabras no solamente disiparon las mociones espirituales negativas, sino que la acompañaron por el resto de su vida. Ese breve diálogo fue como una epifanía, que siempre le recordaba lo fundamental de su vocación misionera.

Tras un tiempo en Sicuani, la congregación decidió trasladarla a una localidad entre la prelatura de Ayaviri y la diócesis de Puno. Allí las Dominicas del Rosario se hicieron cargo de una parroquia sin sacerdote, algo no poco común en el Perú rural. Como “párrocas” se dedicaron a acompañar a las comunidades campesinas con mucha entrega y en vínculo estrecho con el resto de la Iglesia del sur andino. El obispo de Puno Jesús Calderón las visitaba esporádicamente para celebrar la Eucaristía con ellas y estar al tanto de su labor pastoral.

También coordinaban con el prelado de Ayaviri Luis Dalle SS.CC. Consuelo me confesó que le costaban sus actitudes machistas, aunque se las perdonaba porque era entregadísimo a los campesinos. En sus palabras, “nos valoraba a las mujeres, pero para cuestiones más de mujeres”, así que, en reuniones de pastoral, “teníamos que estar calladitas, escuchando para aprender bien y ya después podríamos hablar”. Ahí se ven las raíces de otra preocupación de Consuelo, que las mujeres sean reconocidas por los dones que brindan a la Iglesia y la sociedad, para lo cual es imprescindible apostar por su formación humana, intelectual y espiritual.

En 1982, Consuelo tuvo que salir del sur andino porque la altura complicaba su salud. Sin embargo, los aprendizajes de esos años la acompañaron para siempre. En los Andes, descubrió el valor de la comunidad y la importancia que cada persona fuese apreciado como miembro de dicha comunidad. Allí aprendió que un “buenos días con todos” no bastaba, sino había que saludar uno por uno para demostrar el interés por todos y cada uno.

El traslado de Puno a Lima fue difícil. Era triste dejar atrás un apostolado tan fecundo porque la salud ya no permitía seguir en la zona. Durante esta transición, a Consuelo le persiguieron pensamientos de que estaba renunciando a la opción por los pobres, que para ella había cobrado sentido al estar con los indígenas de Cusco y Puno. Poco a poco, fue soltando esas ideas de su cabeza, gracias al acompañamiento de los padres Gustavo Gutiérrez y Luis Fernando Crespo, quienes le ayudaron a ver que había distintas maneras de comprometerse en una perspectiva solidaria con los pobres.

Los años siguientes fue asesora de la UNEC, donde mostró un don para caminar con los jóvenes universitarios, orientando y animando sus búsquedas existenciales. Asimismo, se incorporó al equipo teológico del Instituto Bartolomé de las Casas, siendo una colaboradora crucial en la organización de las “Jornadas de Reflexión Teológica” o “cursos de verano”. En esos espacios formativos, fue pionera de una reflexión teológica feminista en el Perú, dando charlas para leer la Biblia desde los anteojos femeninos. Su artículo “Yo siento a Dios de otro modo” (*) hacía eco de la sugerente frase de Matilde, uno de los protagonistas de la novela Todas las Sangres de José María Arguedas, para pensar el aporte de las mujeres latinoamericanas a la espiritualidad cristiana. En sus palabras, “esta frase reivindica el derecho de la mujer a sentir de distinta forma, y consiguientemente a expresar también de otra manera nuestra particular experiencia de Dios. Se trata de una manera ‘relacional’ de conocer que desborda la frialdad conceptual y va implicando todas las dimensiones de la vida en esta relación”.

En tanto su apostolado giró hacia la reflexión teológica, decidió darse un tiempo para estudiar Teología. Si bien había recibido cursos como parte de su formación religiosa, sentía que, para aportar más, necesitaba una armazón que solo estudios sistemáticos le podían dar. Para ello, se fue a la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid), donde estuvo preparándose entre 1995 y 2000.

A su regreso, volvió al Bartolo y a los cursos de teología para agentes pastorales. Allí la conocí yo, en el verano de 2015. Me impresionó su calidez humana, su genuino deseo de conocer a las personas, su facilidad para acoger lo compartido y tener la palabra o el gesto oportuno. Desde entonces, nos encontramos en varias oportunidades en espacios similares, aunque quizás no los suficientes. La noticia de su partida me dejo con el sinsabor de que Consuelo tenía mucho más por dar y yo tenía mucho más por aprender de ella.

Una preocupación de sus últimos años fue motivar a jóvenes a “tomar la posta” de la perspectiva de la teología de la liberación y la opción preferencial por los pobres. Consuelo era consciente que para que esta perspectiva teológica siga vigente y se encarne en una manera de vivir la fe era necesario incorporar los desafíos actuales. Lo que implica que los jóvenes enganchados con la corriente liberadora se preparasen teológicamente con seriedad y pensasen desde las preguntas de hoy. Como me dijo, “el aporte de los más jóvenes es importante planteando preguntas nuevas que exijan respuestas nuevas, que no son solo aplicar la nueva tecnología para hacerlo más atrayente o dinámico, sino también una mirada crítica de la realidad”. Yo fui uno de aquellos que Consuelo animaba para estudiar teología. Parte de los motivos por los cuales compartió conmigo su historia fue la de motivarme a “tomar la posta”.

Mi última comunicación con ella fue en diciembre de 2020. Nos encontramos en un grupo de lectura de Fratelli Tutti, organizado por el Bartolo. La última sesión me tocó facilitar la discusión. No solamente fue la primera en reaccionar a mi presentación, sino luego me envió un correo felicitándome y diciendo que le daba mucha alegría ver cuánto había crecido aquel “muchachito” que conoció años atrás. Cerraba su mensaje recordándome que hay “una gran tarea para aportar a la construcción de una humanidad hermanada”. Que duda cabe, la vida de Consuelo fue testimonio de que ese sueño del papa Francisco es una hermosa posibilidad si nos compramos el pleito y nos dejamos moldear por el amor que hace nuevas todas las cosas.

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(*) Consuelo de Prado, “Yo siento a Dios de otro modo (en el umbral de la espiritualidad)”, en Convocados por el Evangelio: 25 años de reflexión teológica (1971-1995). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú y Centro de Estudios y Publicaciones, 1995, pp. 71-89. Originalmente aparecido en la revista Páginas, número 75 de 1986.


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