Despedir a alguien antes de tiempo es una de
las experiencias más dolorosas que los seres humanos enfrentamos. Cuando fallece
alguien con años acumulados, hay cierta aceptación de que ya era su hora. La tristeza,
aunque real, se hace más llevadera. No es el caso cuando la muerte nos arrebata
a alguien que estaba a mitad del camino de la vida.
Así me sentí hace un año al enterrarme de la
partida de Eduardo Barriga, querido amigo historiador, a quien conocí en los pasillos
de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la PUCP. La noticia aún me
estremece, al punto que recién soy capaz de balbucear palabras recordando a Eduardo.
Ganas no faltaban, pero pensar en el suceso me duele hondamente.
Eduardo era un orgulloso hijo del valle del Mantaro,
criado en Huancayo. Fue educado en esa ciudad por los salesianos, de quienes
guardaba un recuerdo opaco, bastante crítico, pero también agradecido. Estudió
Historia en la PUCP, siendo de la promoción inmediatamente anterior a la mía,
lo que nos hizo coincidir en el tiempo. Él estaba de salida cuando yo estaba
empezando la carrera. No llevamos clases juntos, pero ambos trabajamos en el voluntariado
Historia para maestros, creando materiales de enseñanza en equipo con docentes
de escuelas públicas. Recuerdo especialmente nuestras incursiones al colegio José
Santos Chocano de Pueblo Libre en 2010, cuando se nos ocurrió hacer un concurso
de historia local con estudiantes de cuarto de secundaria. Tremenda hazaña sortear
a ese grupo de adolescentes, que Eduardo asumió de muy buena gana, incluso
aceptando ir al salón más "inquieto". Su deseo de servir y la paciencia
que tenía con los escolares era realmente encomiable.
Es justo reconocer su producción académica que,
aunque limitada por los muchos trabajos que asumía y luego por el
debilitamiento de su salud, fue fecunda. Su tesis de licenciatura exploró la existencia
de un tráfico de esclavos negros en el valle de Jauja en el siglo XVII, haciendo
un aporte a lo poco que sabemos sobre la presencia afrodescendiente en la sierra
peruana. Por otra parte, su tesis de maestría estudió el rol de los militares
en la colonización del valle de Chanchamayo a mediados del siglo XIX.
De ahí trabajó codo a codo con Jorge Lossio en
proyectos de historia de la salud. Ambos reconstruyeron la exitosa campaña de erradicación
de la polio en el Perú implementada por la Organización Panamericana de la Salud
y el Rotary International entre 1985 y 1991. Su análisis comprendió las estrategias
que permitieron el éxito de la empresa a pesar de las limitaciones presentadas
por un contexto de violencia política, crisis económica y debilidad del Estado peruano.
Además, editaron el libro Salud pública en el Perú del siglo XX: paradigmas,discursos y políticas (Instituto Riva Agüero, 2017) para socializar
investigaciones de esta rama de la investigación histórica que ha adquirido
mayor relevancia con la pandemia de la COVID-19.
Un episodio que vale ser recordado tuvo lugar cuando
Eduardo trabajaba como asistente de investigación recopilando información para el
libro de Lossio sobre las respuestas del Estado y la prensa ante la influenza
H1N1, en pleno apogeo de la epidemia. Todo un ejercicio de historia inmediata. En
medio de la realización de entrevistas a médicos y operadores de la salud terminó
contagiándose de la enfermedad, convirtiéndose sin buscarlo de investigador en
actor histórico de esa crisis.
En un plano más personal, nadie podrá negar que
Eduardo era un hombre excéntrico. Era de aquellos que no ponían mucho empeño en
su apariencia. Le encantaba venir a la universidad vistiendo polos de sus grupos
favoritos de heavy metal. Siendo de carácter tímido, se demoraba en ganar
confianza y entablar amistad. Pero cuando lo hacía era un libro abierto que no
dudaba en transparentar sus opiniones políticas, religiosas e intelectuales. Podía
ser muy agudo y temerario en sus comentarios, encantándole la sátira inteligente
y el quebrar los estándares de lo políticamente correcto. A veces rayaba en la
exageración y el absurdo, que despertaban risas, complicidad y discusiones sin
rumbo.
Eduardo era muchas cosas, sin duda. Pero lo que
siempre recordaré es su corazón noble y leal. Debajo de esa armazón reservada y
desordenada habitaba un espíritu generoso, siempre abierto a escucharte durante
una caminata por el campus, atento a felicitarte cuando se enteraba de un logro
tuyo o expresarte solidaridad cuando llegaban malas noticias.
A Eduardo le tocó encarar el sufrimiento a lo largo
de su vida. Además de la enfermedad que se lo llevó, perdió a su padre en un accidente
de tránsito. Pienso que esas experiencias lo hicieron una personalidad compleja,
en apariencia duro y seco, pero también empático y cercano, a veces hasta tierno,
ante la fragilidad del otro. Quiero recordarlo como era… un sujeto contradictorio
y lleno de contrastes, debilidades y grandezas, como todos, y por esa razón un
ser humano completo. Eduardo era renegón y jocoso, tímido y parlanchín, serio y
juguetón, sarcástico y tierno, pacífico y rebelde, entre muchas otras cosas más.
Así era y así aprendimos a quererlo.
A quienes lo conocimos, conservemos la memoria de
este amigo fiel. Descansa en paz, querido Eduardo.
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