Vamos más de dos meses en cuarentena en el Perú y la sensación de que la
epidemia está fuera de control permanece. El optimismo con el que iniciamos
este episodio inédito de nuestra historia va decayendo, dando paso a voces que dicen
que hemos fracaso y que el sacrificio no ha valido la pena. Aunque hay esfuerzos
notables para contener la pandemia, el ánimo de los peruanos está por los
suelos, aplastados por un encierro que parece interminable, agobiados por
tantas malas noticias y aterrados ante la partida de más de 3 mil compatriotas.
Sospecho que hemos llegado a ese punto en el que todos conocemos de alguien que
ha sido infectado de COVID-19 o que ha muerto en el tiempo de cuarentena. Por
todo el territorio nacional, las historias de sufrimiento se repiten, siendo
rápidamente olvidadas ante la vorágine de una crisis que no nos da respiro.
Y, como siempre, son los más pobres quienes padecen con más agonía las
restricciones de la cuarentena.
Más grave aún es que el sentimiento de unidad nacional ha sido
resquebrajado por quienes buscan aprovechar la crisis en favor de sus
intereses. Vemos al Congreso
tomar decisiones que, en vez de responder al bien común y al buen criterio,
parecen estar motivadas por el cálculo político, pensando en las futuras
elecciones. Por si esto no fuera poco, salen a la luz denuncias de corrupción de
quienes buscan sacar su tajada de los recursos públicos destinados a atender la
emergencia, entre otros desórdenes morales tan propios de la “criollada”
peruana que pone en riesgo la vida de las personas. Y, al estar en un tiempo de
incertidumbre, el miedo colectivo se convierte en caldo de cultivo para
discursos autoritarios y populismos irresponsables.
Sin duda, estamos ante tiempos tan duros que intentar decir una palabra
desde la fe cada vez es más difícil sin que suene a optimismo sin fondo. Lo he
experimentado en mi propia interioridad, sintiéndome seco espiritualmente
hablando, poco disponible para la oración y la reflexión. Como les pasó a
los discípulos de Emaús, la tentación de “tirar la toalla” es grande. Resulta
menos desgastante mirar a otro lado, pretender que nada pasa en nuestro
alrededor. No son pocos los que parecen creer que la indiferencia y el egoísmo,
y no la esperanza y la solidaridad, son el mejor camino para sobrevivir la
pandemia.
LIBERAR LOS “OJOS RETENIDOS”
Pero volver sobre el encuentro de los discípulos de Emaús y Jesús
Resucitado (Lucas 24, 13-35) nos da una perspectiva sobre cómo sanar nuestras
heridas y mirar más allá de la desolación imperante. Lucas dice que Jesús
se les apareció a estos dos hombres, pero ellos no le reconocieron porque
tenían los “ojos retenidos”. El haber
atestiguado la ejecución injusta de Jesús solo les permitía ver estos
acontecimientos desde la perspectiva de la tristeza, el fracaso y la
frustración. Y, en verdad, nadie los puede culpar por vivirlo de esa manera. Al
igual que nosotros, estaban viviendo un tiempo de duelo.
Felizmente, Jesús es un experto en sanar las heridas del espíritu. Al
toparse con ellos, inicia una conversación que les permite expresar lo que los
acongoja. Como buen conocedor de la naturaleza humana, Jesús sabe que el acto
de reconocer es el primer paso para todo proceso curativo. Aunque sea difícil,
hoy estamos llamados a lo mismo: buscar palabras para articular lo que nos
pasa, escuchando nuestra interioridad y la voz de quienes más sufren, así como
prestando atención a las causas invisibles de tanto dolor.
Sin embargo, ahí no queda el asunto. Jesús les ayuda a interpretar su
vivencia a la luz de los acontecimientos y de la Palabra de Dios. Si ellos
están tan abatidos y con los “ojos retenidos” en parte es porque sus
expectativas estaban mal centradas, olvidándose de lo que es realmente
fundamental. Esperaban que Jesús liberase a Israel de la dominación
extranjera e hiciera justicia para su pueblo, es decir, que sus problemas serían
resueltos por medio de un caudillo, que instauraría por la fuerza y con rapidez
una sociedad mejor. Jesús, a partir de las Escrituras, va alentándoles a mirar
más allá de estas “falsas promesas” que les impiden ver la verdadera “Buena
Noticia” de Dios y su acción en el mundo.
Como sociedad peruana estamos invitados a un ejercicio similar: ¿cuánta
confianza hemos puesto en espejismos que no garantizan que seamos una tierra
donde todos vivan con dignidad? En las últimas dos décadas, el crecimiento
económico y el índice de consumo se han disparado a cifras sorprendentes, ¿pero
acaso hicimos lo suficiente para fortalecer la institucionalidad democrática,
los servicios públicos, la calidad del empleo y la gestión sostenible de
nuestro territorio? La identidad nacional se ha sostenido en el orgullo por
nuestra gastronomía y en el anhelo por ir al Mundial, ¿pero acaso hemos
aprendido a reconocer la pluralidad cultural del país como una riqueza o
crecido en una hermandad que afirme la igualdad de todos y erradique toda forma
de discriminación? La saturación de los hospitales, los desplazamientos
involuntarios por todo el territorio nacional y la creciente hambruna en varios
hogares nos hacen reparar que hemos estado ciegos ante las profundas desigualdades
y heridas estructurales. Nuestra frustración es atribuible a que la pandemia
ha tumbado los espejismos en los que pusimos nuestra confianza, porque, aun sin
ser cosas en sí mismas malas, eran eslóganes vacíos que ocultaban las
necesidades reales del Perú.
“TRASPASAR” EL DUELO
Jesús tiene una lección adicional para los discípulos de Emaús. El
diagnóstico del problema aporta, pero no basta para salir de la desolación. La
sanación no es solamente racional, sino un proceso integral. Por ello, Jesús comunica
a los discípulos de Emaús no solamente una interpretación de su situación, sino
les transmite confianza y esperanza para que no se dejen derrotar. El texto no
relata con detalle este último aspecto, pero esto queda claro en el gesto de
los discípulos que le insisten en que se quede a cenar con ellos. Aún sin
reconocerlo cabalmente, le piden a Jesús que no los abandone, porque su
compañía ha hecho renacer la alegría en su corazón. Tal cambio no es producto
de un efecto mágico, sino consecuencia de una actitud nueva: saber renunciar a
las expectativas superfluas y recentrarse en lo que verdaderamente importa. El
encuentro con Jesús les ha recordado que es el amor de Dios y de quienes nos
rodean aquello que da sentido pleno a la vida y, adicionalmente, que no hay
verdadera felicidad si es que no nos hacemos responsables de la felicidad de
los demás.
Es hermoso que los ojos de los discípulos se abren cuando están
compartiendo la comida con Jesús, concretamente cuando bendijo el pan, lo
partió y se los ofreció para que se alimenten. No fue mientras interpretaban
la realidad y hablaban de las Escrituras, sino en el acto íntimo de comer
juntos, aquel ritual por excelencia que nos sirve para forjar relaciones de
amistad, solidaridad y fraternidad. Es allí donde terminaron de captar dónde se juega la
verdadera esperanza. Recién, en ese instante, fueron capaces de distinguir
que todo este tiempo se había tratado de Jesús, actuando una vez más en su vida
para renovar su confianza en que la vida sí tiene sentido a pesar de las
dificultades. Y lo hicieron, como dice el papa Francisco, no pasando por encima
del dolor, sino traspasándolo, “abriendo un camino en el abismo, transformando
el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios”.
En vez de andar anhelando un pollo a la brasa, un partido de fútbol o un
caudillo populista que arregle mágicamente los problemas, los peruanos estamos invitados
a revalorar el amor como esa fuerza que dinamiza nuestra vida y que se expresa
en tantos rostros de familiares, amigos e, incluso, de extraños. Pero hay que
estar alertas de no reducir el amor a pura autocomplacencia. El amor
verdadero, como el expresado por Jesús con los discípulos de Emaús, nos
desafía a escudriñar la realidad con mayor profundidad y a comprometernos en
hacer bien lo que está bajo la responsabilidad de cada uno en favor del bien común.
Ese fue el efecto que el encuentro con el Resucitado tiene en los discípulos de
Emaús. De inmediato regresaron a Jerusalén con los demás seguidores de Jesús.
Volvieron a donde las cosas permanecían inciertas y donde su vida corría
riesgos, porque lograron “traspasar” su duelo y convertirlo en esperanza. Se
hicieron portadores de una alegría que brota del experimentarse amado y llamado
a la misión de cuidar la vida de los demás.
En el fondo, la pandemia es una oportunidad para que los peruanos, así
como los discípulos de Emaús, dejemos de vernos como espectadores del presente
del país y pasemos a reconocernos como protagonistas de la historia de nuestro
pueblo. No hemos nacidos para salvar nuestro pellejo y asegurar solo nuestro
bienestar, sino para ser miembros de una comunidad que trabajando unida realice
la promesa evangélica: “he venido para que todos tengan vida y la tengan en
abundancia” (Juan 10:10). Y sí que hay mucho por sanar y reparar en nuestra
patria. Esta tarea será posible solo con el aporte de todos, y el despliegue de
un “amor cívico” y cierto nivel de desprendimiento que nos permita unirnos en
torno al bien común. Aprendamos del modo de proceder de Jesús, teniendo gestos
concretos de consolar a los afligidos, articular palabras de sentido, liberarnos
de los “ojos retenidos”, recentrarnos en lo fundamental, compartir el pan, reavivar la alegría que ayude a “traspasar el duelo” y
asumir con madurez nuestras responsabilidades. De esa manera, nos adherimos a
la misión sanadora a la que Dios nos convoca hoy.
Que hermosa reflexión, la voy a compartir. Dios nos ayude a ser como los discípulos de Emaus. Bendiciones.
ResponderEliminarGracias por su comentario. En efecto, Dios nos dé la gracia de mirar este tiempo de pandemia desde los ojos de los discípulos de Emaús.
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