Fuente: Steel Brooks/Anadolu Agency via Getty Images
Además del COVID-19, actualmente, los Estados Unidos enfrentan otra
epidemia: El COVID-1619. Esa
frase se popularizó en las manifestaciones en Minneapolis, tras el asesinato del
afroamericano George Floyd. Refería al año 1619 en que los primeros esclavos
africanos desembarcaron en la colonia de Virginia. Y es que, por más guerra de independencia
en 1776, la guerra civil (1861-65), la lucha por los derechos civiles en la
década de 1960 o el triunfo de Obama en 2008, el racismo sigue estando
enraizado en la política y la sociedad norteamericana. Hoy por hoy, los
afroamericanos y los hispanos son las principales víctimas del COVID-19, pero
también de las profundas desigualdades que fracturan a la nación que se
autoconcibe como la “tierra de los libres”.
El caso de George Floyd
-es decir, afroamericanos muertos como consecuencia de abuso policial- no es
una excepción, sino un fenómeno recurrente. La semana pasada estuve en una
oración pública donde se mencionaron al menos 100 nombres de hombres y mujeres
que murieron en circunstancias similares a las de Floyd. De hecho, el lema de
las protestas #BlackLivesMatter es, en realidad, el nombre de una asociación de
ciudadanos que, desde 2013, promueve acciones públicas de visibilización de los
crímenes contra afroamericanos que, casi siempre, quedan impunes.
Estos eventos me han llevado a hacer muchas preguntas para conocer mejor
la sociedad norteamericana. Entre las cosas más impactantes, me topé con un
video que simula la cotidiana experiencia de padres afroamericanos instruyendo
a sus hijos cómo deben actuar si son detenidos por la policía en la calle. Me
quedé atónito: lidiar con el asedio policial es parte de la socialización de
los niños y adolescentes afroamericanos. En pocas palabras, la comunidad
negra crece con el temor de que su vida está en riesgo constante y tan solo por
la arbitraria razón de su color de piel.
Más allá del asunto del abuso policial, la naturalidad con que el
racismo fluye en las relaciones sociales es realmente alarmante. Bryan Massingale, sacerdote afroamericano y profesor de Fordham University, utilizó
un incidente en el Central Park de Nueva York -ocurrido el mismo día de la
muerte de Floyd- para explicar esta perversa dinámica. Amy Cooper, una mujer
blanca, fue confrontada por Christian Cooper, un hombre negro, por incumplir
las normas del parque. La reacción de Amy fue llamar a la policía denunciando
que estaba siendo hostigada por Christian. No importaba que era ella quien
estaba trasgrediendo la ley, asumía que le darían la razón por el hecho de ser blanca.
A esto es a lo que se denomina “supremacía blanca” (white supremacy),
una ideología que opera de manera “natural” y que, en la práctica, se traduce
en privilegiar a los blancos a costa del agobio de las personas de color.
La lucha contra el racismo no es una cuestión de izquierdas contra derechas, de republicanos
contra demócratas. Es un life issue, como se dice en inglés, un
asunto que concierne a la defensa de la dignidad de toda persona y de todas las
personas. Y por serlo es más que un asunto político, ideológico o cultural: es
un desafío espiritual, que nos confronta con qué significa ser
auténticamente humano y qué tipo de convivencia aspiramos construir entre los
que integramos la familia humana. El racismo es una barrera que impide que
todos podamos ser plenamente libres, ser tratados con respeto, ser reconocidos
como personas valiosas sin importar nuestro color de piel o nuestras raíces
étnico-culturales. Mirar este problema como un asunto espiritual es ubicarlo por
encima de banderas ideológicas o intereses políticos para afirmar que es algo
que nos involucra a todos sin distinciones.
La pregunta sobre cómo erradicar este mal social es algo que nos atañe a
los cristianos. Es, sin duda, parte de la proclamación del Evangelio de Jesús, cuyo
horizonte es sembrar vida plena, amor, libertad, justicia, paz en todos los rincones
del mundo. Digámoslo con contundencia: El racismo es incompatible con la
experiencia cristiana. Es un pecado, como recientemente ha recordado el
papa Francisco. Los cristianos creemos que Dios nos hizo a su imagen y
semejanza, dotando a cada vida humana de un valor sagrado e inquebrantable. Por
ello, como han afirmado los obispos de los Estados Unidos: “no podemos hacernos
de la vista gorda ante estas atrocidades y aún así pretender que respetamos
toda vida humana”.
En la muerte de George Floyd y la de tantos otros afroamericanos, descubrimos
un grito de inmenso dolor y desesperación de tantos hermanos y hermanas que
viven en el miedo, porque su color de piel los hace víctimas de violencia y
marginación. No podemos ser indiferentes. Los videos que retratan estos
atropellos son un llamado a prestar atención, escuchar, involucrarnos. En el
lenguaje cristiano, hablamos de “conversión” como ese proceso permanente en que
buscamos transformar nuestras vidas según el fin por el que hemos sido creados,
que, para los cristianos, es seguir la voluntad de Dios. A eso estamos llamados
todos ante el racismo: a la conversión espiritual. Eso pasa por
examinarnos personal y colectivamente, así como nuestros sistemas y
estructuras. Pidamos la gracia de reconocer cómo el racismo lastima y
produce injusticia (a los otros y a nosotros mismos), y cómo nuestras acciones
perpetúan la discriminación. Dicha reflexión no puede quedar en palabras,
sino debe traducirse en compromisos y acciones concretas, cada uno según
el lugar donde está y desde lo que le toca hacer.
En este escenario, la conversión empieza por escuchar las voces de
quienes reclaman indignados por la muerte de George Floyd y tantos otros que
sufren por la violencia racial. Muchos han criticado los desmanes y el
radicalismo de ciertas manifestaciones, perdiendo de vista, no solo que la
mayoría han sido movilizaciones pacíficas, sino que la indignación y la rabia
ante la injusticia son respuestas comprensibles y legítimas. “Las protestas
son el lenguaje de los que no son escuchados”, dijo el arzobispo José Gómez, presidente de los obispos norteamericanos, citando a Martin Luther King.
Como enseña la doctrina social de la Iglesia, es una hipocresía clamar por paz
social si es que simultáneamente no se está comprometido con la concreción de
la justicia. El padre Massingale, citando a Tomás de Aquino, afirma que el
pecado de ira puede ser por exceso, porque se desborda y produce destrucción de
la vida. Pero también por deficiencia, es decir, porque no nos enojamos ante
una situación de injusticia que debería enojarnos. El mismo Jesús, ante la
corrupción del Templo de Jerusalén, sintió una indignación que expresó en un
acto de protesta.
Sin embargo, la ira per se no nos conduce a la solución integral
del problema. Es un motor que nos pone en movimiento, pero necesitamos ver con
mayor amplitud. Más aún, por más legítima que sea, la expresión de la
indignación requiere límites éticos. Concretamente, marcar distancia ante el
desborde de violencia. Defender que esta es la única manera de visibilizar la
protesta es un discurso ambiguo que se presta a legitimar abusos. Ha sido muy
doloroso contemplar cómo ciertos actos de vandalismo en el marco de las
protestas antirracistas terminaron dañando a pequeños comerciantes, varios de
ellos afroamericanos o personas favorables a la causa. La espiral de la
violencia solo engendra más violencia, que usualmente termina volviéndose
contra los inocentes y los vulnerables como “efectos inevitables”. Avalar la
violencia como medio necesario es traicionar los ideales de defender que todas
las vidas importan.
Más bien, la indignación bien dirigida conduce a la creatividad y la
valentía. Por lo que he apreciado, las protestas recientes han servido como
medio de sensibilización ciudadana y la mayoría de los norteamericanos las respaldan.
El desafío actual es cómo se aterriza en propuestas para la “conversión” de
todos, particularmente de quienes se sienten ajenos a esta lucha. ¿Qué está
detrás de quienes ejercen la violencia racial? ¿Cómo un oficial de la policía
fue capaz de aplastar su rodilla contra el cuello de George Floyd por 8 minutos
y 46 segundos sin sentir ningún remordimiento? Son preguntas que necesitan
plantearse para reconocer las raíces de la violencia racial y encontrar rutas
para transformarla. A la larga, la meta no puede ser solo castigar a los
perpetradores de delitos, sino educar una nueva humanidad. Eso será lo que
garantice un cambio duradero. En breve, para desmantelar el racismo como
estructura de injusticia, es fundamental formar personas justas y sensibles que
encarnen la convicción que todas las vidas importan (particularmente las afroamericanas)
y sean las constructoras de nuevas estructuras coherentes con tal principio.
Si bien todos estamos llamados a esta “conversión”, este llamado es
doblemente necesario entre quienes detentan posiciones de poder y gozan de los
privilegios de la “supremacía blanca”. Por ello, desconcierta ver autoridades,
comenzando por el presidente, alimentando la polarización y amenazando con
reprimir el movimiento popular, en vez de comprender en la magnitud de estos
hechos una oportunidad histórica para sanar la herencia de la esclavitud. Felizmente,
esta no es la actitud de todos. En un acto ejemplar, policías de Miami se
arrodillaron ante la muchedumbre que protestaba frente a una comisaría. Era una
manera de admitir culpa y pedir perdón, que contribuyó a reconciliar a dos
bandos que no son enemigos, sino miembros de un mismo pueblo.
En ese signo, reconocemos la enseñanza de Jesús de “ofrecer la otra
mejilla” no como un acto de pasividad o sometimiento, sino como una
forma de romper la dinámica de la confrontación y abrir la posibilidad de sanar
las heridas que nos impiden vernos como hermanos. Estas son expresiones de
la conversión creativa que necesitamos. Dígase de paso estas actitudes necesitan
venir principalmente de quienes son blancos y gozan de los beneficios de tal
condición. Son ellos los que necesitan poner la “otra mejilla” ante la rabia de
los afroamericanos, aceptando “incomodarse” y renunciar a privilegios. Como
enseña Jesús, “a quien se le dio mucho, se le exigirá mucho” (Lucas 12:48).
Las víctimas, como en tantas otras historias de violencia sistemática,
nos marcan la dirección por dónde ir. Las declaraciones del hermano de George Floyd se centraron no en el resentimiento,
sino en el pedido de acciones para que esto no se repita más. Según él, esa era
la mejor manera de honrar la memoria de su hermano. Teniendo todas las razones
para optar por el odio y la venganza, ha preferido dar testimonio de la
conversión necesaria para sanar las heridas del racismo. Me hace recordar a
Jesús, desde la cruz, ofreciendo perdón a sus asesinos como signo de renuncia al
círculo del ojo por ojo para posibilitar una humanidad nueva. Como Jesús, el
hermano de George Floyd ha sido capaz de traspasar su dolor y transformarlo en
una voz que afirma que todas las vidas importan sin distinción de color de
piel. Unidos a él, descubrámonos llamados a entrar en el camino de convertirnos
en hombres y mujeres conscientes del poder perverso del racismo, y forjadores
de caminos valientes y creativos que destierren este mal de la faz de la tierra.
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