Esta Navidad se presenta sombría tras un año
2020 marcado por el duelo, el desgaste y la incertidumbre. La llegada de la
vacuna contra la COVID-19 alguna esperanza transmite que eventualmente
volveremos a la “normalidad”, aun cuando esa sensación esconda injusticia por
dejar a las naciones pobres al final de la cola. Igual, en todas partes del
mundo, se recomienda suspender el acostumbrado boato de las celebraciones de
fin de año y optar por la sencillez. Muchos extrañarán las grandes mesas que
congregan a toda la familia y no pocos se verán obligados a pasarla solos. La
fiesta más esperada del año se verá ensombrecida por las ausencias de los
caídos por el virus y otras pandemias sociales, y por la falta de trabajo, pan y
paz en muchos hogares y pueblos. Quienes pretenden celebrar como si nada
estuviese pasando, harían bien en recordar que muchos han sufrido y siguen
sufriendo.
Dicho todo esto, ¿tendrá sentido celebrar la Navidad? A lo mejor, es justo en medio de circunstancias duras donde el nacimiento de Jesús adquiere más sentido que nunca. Hace poco, una colega escribió que recibir noticias del nacimiento de hijos de amigos o familiares había sido una fuente de esperanza para sobrellevar las cargas de la pandemia. Y estoy totalmente de acuerdo con ella. El traer al mundo a un niño o una niña en medio de tantas sombras es un acto de radical esperanza y de amor incondicional. Y nos recuerda que nadie ha comprado su propia vida. Esta se nos ha dado gratis, porque alguien tuvo el deseo, y no pocas veces también la valentía, de traernos al mundo. El nacimiento de un bebé es la afirmación más contundente que, pese a todas las sombras desatadas por la pandemia, la vida tiene sentido y vale la pena luchar por promoverla.
Cada niño o niña que viene al mundo es un
regalo para su familia, su pueblo y la humanidad entera, especialmente en
tiempos de crisis. El rostro de un recién nacido despierta una ternura que toca
hasta el corazón más duro. Pero también es un llamado al compromiso con la vida
de ese otro tan pequeño y frágil. A los bebés hay que cuidarlos, tarea que no
siempre es fácil y placentera. Sin embargo, hay algo en el vínculo que se teje
con los niños y las niñas que nos moviliza intensamente, que nos dispone a
querer ofrecer la vida por esos seres que, aunque a veces fastidiosos, se
vuelven un motivo de constante alegría y esperanza. Al acercarnos a ellos y
ellas, descubrimos que el amor es el motor de la vida y de la historia humana,
aquella fuerza que nos inspira a transformar la realidad para que sea un lugar
mejor para las nuevas generaciones. Y a desvelarse por cuidar de los pequeños
miembros de nuestras familias, para que crezcan haciéndose hombres y mujeres de
bien.
Esto no es algo que hemos aprendido con la
pandemia actual. Lo sabemos bastante quienes nacimos o crecimos durante los
años 1980, cuando el Perú colapsaba por la violencia, la pobreza, el hambre.
Cuantas familias peruanas encontraron en sus pequeños el motivo para seguir
luchando en medio de tantas adversidades. Esta historia se repite ayer y hoy en
tantos otros contextos del planeta. Incluso, es parte de la revelación bíblica.
Varios hombres y mujeres llamados por Dios nacieron en circunstancias adversas
y, gracias al cuidado de sus madres/padres y la gracia de Dios, se convirtieron
en signo de esperanza para el pueblo de Israel. Fue la historia del mismo
Jesús, nacido en un establo por falta de recursos y hospitalidad, en medio de
la dominación de un Imperio que oprimía a su pueblo. Gracias al amor y ejemplo de
María y José, aquel nacido en un pesebre se hizo profeta grande en obras y
palabras, modelo de perfecta humanidad, rostro vivo de Dios para todas las generaciones.
El profeta Isaías entendió el poder de este
símbolo, cuando le anunciaba a su pueblo que “caminaba en tinieblas” que “un
niño nos ha nacido” trayendo una luz de esperanza. Con su venida renacería la
alegría y se reestablecería la paz y la justicia, sentenciando que estos frutos
eran acción del amor ardiente de Dios (Isaías 9, 1-6). La tradición cristiana
ha leído en este oráculo de Isaías la encarnación de Jesús, el Hijo del Dios-amor,
quien vino y sigue viniendo a nosotros para contagiarnos de esperanza y
testimoniar la fuerza transformadora del amor, sobre todo en los tiempos más
oscuros.
La alegría y la esperanza que trae la Navidad
no está en la mesa llena o la acumulación de regalos. Está en el celebrar a un
Dios que ha querido hacerse concretamente parte de la vida de la humanidad,
compartir nuestros gozos y tristezas, consolarnos en el dolor, avivar nuestra
búsqueda de felicidad, inspirarnos a estar al servicio de los demás. Es hermoso
que el signo por el que quiso hacer esto fue “un niño envuelto en pañales y
acostado en un pesebre” (Lucas 2, 12). Dios quiso nacer como cualquiera de
nosotros, mostrándose como un bebé que nos recuerda lo fundamental de la
condición humana y aquello a lo que estamos llamados. Que descubramos al Mesías
y la alegría de la Navidad en tantos niños y niñas que nos han nacido durante
la pandemia. Que en ellos y ellas encontremos la esperanza para regenerar al
mundo y hacer de este una casa donde todos se sientan bienvenidos.