“Si cada uno hiciera bien lo que le toca hacer,
tendríamos un mundo más justo y fraterno”. Aunque para muchos esa sea una frase
cliché, encuentro en ella una profunda sabiduría. A fines de noviembre, se la
volví a escuchar a un joven profesional del Cusco durante un encuentro virtual
de voluntariados universitarios. En ese momento, resonaba fuerte los ecos del
estallido social en el Perú y la esperanza en la “generación del Bicentenario”.
Sus palabras no eran vacías, sino estaban llenas de convicción y ejemplo. Nos
contó que era parte de un equipo de jóvenes que había creado una consultora. Su
granito de arena para construir un Perú mejor era realizar sus contratos con
eficiencia, compromiso y transparencia, y negándose a ceder ante los mecanismos
tan naturalizados de corrupción en el sector público.
Al escucharlo, me quedé pensando qué pasa que
se hace tan difícil poner en práctica ese mínimo indispensable de hacer bien lo
que le toca a cada uno. Aunque claramente hay varias formas de entrar a esa
pregunta, me animo a lanzar una idea para alentar una conversación al respecto.
Para mí, tiene que ver con que la cultura hoy nos orienta a ser estrellas,
que destaquen por encima de los demás y que acumulen poder, dinero, fama,
experiencias memorables y un largo etc. Si bien hay algo de legítimo en esta
aspiración a ser más, también se corre algunos riesgos cuando solo nos mueve el
deseo de ser visto. Las estrellas usan su luz interior para captar la atención
de los demás y ser alabados por todos. El mundo virtual es un buen ejemplo de
esta mentalidad. La meta es ser un influencer que acumula contactos, likes y comentarios.
¿Dónde está el peligro? En un mundo de
estrellas, se contagia la tendencia a colocarse en un pedestal por encima de
los otros y a creer que el prestigio personal obliga a los demás a girar a nuestro
alrededor. Nos concebimos como objetos de culto y, por tanto, todo se orienta a
alimentar nuestro ego. La consecuencia es el narcisismo, la incapacidad de
mirar más allá de uno mismo. Y en el reino del egocentrismo abunda la
indiferencia y el abuso. Es el triunfo de la lógica del sacar provecho del otro
para favorecer los propios intereses. Es una mentalidad que termina dejando
personas heridas por doquier, muchas veces paralizadas e indefensas, o resentidas
y buscando revancha.
El planteamiento de aquel joven cusqueño, más
bien, implica que nos concibamos como lámparas, que comparten su luz
para que otros puedan ver. Es vivir enraizado en la convicción que la misión -esa
razón por la cual estamos en el mundo y que orienta la vida personal- es estar
al servicio de los demás. No se trata de brillar para el goce individual, sino
de ser medio para el crecimiento de los demás. En pocas palabras, usar el
propio talento para que otros talentos brillen. En oposición al egocentrismo de
las estrellas, el ser lámpara es practicar la humildad que nos libera de las
ambiciones mundanas y la falsa seguridad que da acumular prestigio, poder o
tantas otras cosas. Es convencerse de que es mejor comprometerse fielmente en
lo poco y en lo cotidiano, en lo que uno tiene delante y que puede hacer bien.
Si aspiramos a marcar una diferencia en el
mundo, el camino no es buscar reflectores para que todos nos miren, escuchen o
toquen. Más bien, lo que nos conduce a ese horizonte es asumirnos como obreros
comprometidos con la labor cotidiana de cuidar a las personas que nos rodean y
asumir con seriedad y dedicación nuestras tareas como miembros de las
comunidades e instituciones a las que pertenecemos. El servicio nunca es
ideológico, como enseña el papa Francisco, porque se sirve a personas, no a
ideas o a nuestro propio ego. Vivir como lámparas nos abre a la “verdadera sabiduría”
que supera el narcisismo para abrirse al encuentro con la realidad, a sentarse
a escuchar al otro y acogerlo como nuestro hermano (1).
Qué duda cabe, necesitamos crecer en una
mentalidad donde seamos más lámparas que estrellas. Solo así el mundo podrá ser
lo que debe ser. En esta tarea, los cristianos tenemos una responsabilidad. Jesús
nos enseña que aquel que quiera llegar a ser grande no debe dominar ni oprimir,
sino ser servidor de todos (Mateo 20, 25-27). Al mirar la vida de Jesús descubrimos
que estas no fueron palabras vacías, sino que, como el joven cusqueño y tantos
otros héroes cotidianos, se la jugó en ser lámpara y no estrella. Aquel a quien
los cristianos confesamos como “el nombre que está sobre todo nombre”, lo es
porque “se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo y se hizo
semejante a los seres humanos” (Filipenses 2, 7.8). Que nuestra fe en Jesús, el
servidor de todos y todas, nos inspire a encarnar una espiritualidad de
lámparas en un mundo sombrío y cerrado, tan necesitado de luz y encuentros.
(1) Papa Francisco, carta encíclica Fratelli Tutti, n. 47-48.
Leerte ha sido un placer Juan Miguel. En estos días andaba un poco ansiosa porque ya acabé la carrera y la incertidumbre del mundo laboral genera tensión. Sin embargo, leerte me ha regresado a mi centro, aquel donde radica mi vocación y la ilusión por enseñar y aprender. Me quedo con la palabra "servicio" pero uno auténtico, dirigido al prójimo, como mencionaste: compartir mi talento para que otros talentos brillen. Servir de corazón ❤️, con entusiasmo y vocación. No por el dinero o el ego sino porque contribuyo con mi granito de arena a formar personitas más sensibles y más humanas, además de que me hace feliz. Necesitaba leer algo así como para recordar de que todo estará bien si respondemos al llamado del servicio. Un abrazo y muchas gracias ❤️✨.
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