Fuente: Arzobispado de Lima
El otro día una amiga me preguntó qué hacía
cuando me costaba concentrarme. Sin pensarlo mucho dije que orar. Algo
intrigada, ella me pidió que le explicase a qué me refería, porque no es
creyente (en todo caso, no de la misma manera en que yo lo soy). Le conté
entonces que, antes de hacer algo que sé que me tomará esfuerzo, hago una
pausa, cierro los ojos y repito un par de oraciones de San Ignacio de Loyola. No
lo hago pensando que por arte de magia lograré concentrarme. Más bien, empezar
alguna actividad retadora de esta manera es conectar lo que estoy haciendo con
mi proyecto de vida y los principios que lo orientan. Es reconocer que lo
que hago día a día tiene un sentido que va más allá de ser una rutina o algo
que me representa un beneficio concreto: en mi caso, intentar vivir al estilo
de Jesús, encarnando sus enseñanzas y comunicando la esperanza que me contagia
el encuentro con su persona.
Probablemente, esto hubiera quedado en una
anécdota más si no hubiera tenido varias ocasiones en la semana para pensar
sobre el valor de las creencias en tiempos de crisis. La pandemia ha trastocado
los planes de todos y nos ha sumergido en una profunda incertidumbre acerca del
futuro. Hasta el momento, la ciencia ha proporcionado herramientas cruciales
para atender las consecuencias del COVID-19 y prevenir el contagio, pero hay
preguntas que no es capaz de responder plenamente. ¿Cómo vivir el duelo en
tiempos de distanciamiento social? ¿Cómo comprender tanto sufrimiento en
nuestro entorno? ¿Qué hacer ante la incertidumbre que nos agobia? Para este
tipo de interrogantes no bastan datos o teorías que nos explican el por qué de
las cosas. Estas son preguntas que más apuntan al para qué o al hacia dónde nos
movemos, es decir, cuestiones que nos desafían a darle sentido y orientación a
la existencia, lo cual es particularmente necesario cuando atravesamos por
situaciones adversas.
Por ello, estos días tantas personas encuentran
en su práctica religiosa una fuente de consuelo e inspiración para enfrentar la
pandemia. Encuentran en sus creencias una brújula para guiarse ante
circunstancias sin precedentes. Sin embargo, es imprescindible pensar este
aspecto de nuestras vidas, porque puede conducir a acciones irresponsables que nos
ponen a nosotros mismos y a los demás en riesgo. La fe no puede servir para
alimentar extremismos que nos deshumanizan. Debemos estar alertas a no reducir
nuestras creencias a una razón rígida que quiere clasificar y controlar todo,
ni menos a un emotivismo que se convierte en egoísmo que absolutiza nuestra
voluntad por encima de los otros y del mundo.
Una fe auténtica aporta un sentido que ordena y
orienta nuestros pensamientos, afectos, deseos y acciones hacia un fin que nos conduce
a convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. No solamente implica suscribir un
conjunto de dogmas, sino entrar en una experiencia que nos ayuda a “sentir y
gustar” de nuestras vivencias y encuentros, incluso aquello que resulta
incómodo o doloroso, a la luz de aquello que es lo fundamental. Cuando miramos
las cosas desde ese ángulo, somos capaces de romper con el egocentrismo, pues
descubrimos que el estar encerrados en nosotros mismos nos enferma. En el
fondo, la fe es un acto de liberación de la idea que somos superhéroes todopoderosos.
La vida va más allá de nuestra existencia limitada y finita, por lo que solo
nos sentimos plenos cuando reconocemos nuestra vulnerabilidad y nuestra necesidad
de relaciones significativas con la familia, los amigos, la comunidad y Dios.
Lo anterior es factible porque la fe nos
abre al Misterio, a la constatación de alguien o algo que trasciende nuestra humanidad,
y que, simultáneamente, nos infunde la confianza y la fuerza para encontrar
esperanza en medio de la crisis y seguir adelante. Y ese Misterio, si lo sabemos
acoger serena y sensatamente, nos confronta con una verdad universalmente
válida: somos seres humanos creados para transformar nuestro mundo en un lugar
donde reine el amor, la libertad, la justicia, la paz y la fraternidad para
todos sin exclusiones. Como tantos han repetido últimamente, solo nos
salvaremos de la pandemia si cooperamos juntos, no si luchamos divididos, y eso
exige saber renunciar un poco a nosotros mismos para abrirnos a la escucha y la
colaboración con los otros.
Es oportuno, por tanto, incorporar esta
dimensión en la búsqueda de soluciones ante el COVID-19. Esto implica un nivel
personal, donde cada individuo emplee su propio sistema de creencias para calmar
sus angustias, retomar el horizonte y tomar decisiones que le ayuden a navegar
en la tormenta que vivimos. Pero también abarca un nivel colectivo, donde
las comunidades de creyentes, tradicionalmente organizadas en iglesias o
religiones tradicionales, reconozcan en la pandemia un contexto en el que están
llamadas a dar testimonio de su fe en formas concretas de solidaridad, así como
ofreciendo la sabiduría de su tradición al servicio del esfuerzo de toda la
humanidad por encontrar esperanza en el drama actual.
Más aún, es necesario reconocer el valor
público de la fe y los sistemas de creencias, cuestionando ese viejo
prejuicio de que este aspecto está restringido al ámbito de la vida privada. Aquello
en que creemos configura nuestros pensamientos, sentimientos y acciones, todo
nuestro ser. Un creyente coherente no puede divorciar su fe entre lo privado y
lo público, pues su performance ético y social en ambos escenarios está fundamentado
en su horizonte de fe. Quizás este momento ayude a que las universidades, la
sociedad civil y el Estado revaloren esta dimensión de la condición humana,
incorporando las perspectivas de las comunidades de fe en el diálogo por una
sociedad mejor y brindándoles herramientas para una reflexión crítica que dé
mayor densidad y pertinencia a su acción en el mundo. Ese es el camino, a mi
parecer, para vacunarnos contra el fundamentalismo, el apego al poder y el afán
colonizador que no pocas veces han ensombrecido la historia de las religiones.
De manera particular, quienes somos cristianos,
hoy que celebramos Pentecostés, estamos llamados a afinar nuestros sentidos
para reconocer al Espíritu Santo actuando en nosotros y en nuestro mundo, aún a
pesar del mal imperante. Estemos abiertos al Misterio de Dios que hoy, a
través de su Espíritu, nos convoca a poner nuestras creencias y nuestra vida al
servicio de un mundo herido, imaginando formas creativas y concretas de dar
razón de nuestra esperanza.