Fuente: Arzobispado de Lima
La imagen de la Catedral de Lima repleta de fotografías de peruanos fallecidos por los estragos del COVID-19 dio la vuelta mundo. Más de 5 mil familias acogieron la iniciativa del arzobispado de homenajear a los caídos por la pandemia en la misa del Corpus Christi. Tal cifra muestra la gravedad de la crisis, por lo que lo ocurrido no es una anécdota. Es un desafío que nos confronta con la urgencia de unirnos para reflexionar sobre el presente y el futuro de este Perú herido.
El volumen de fotografías expresa el “sabor amargo” que viven miles de familias,
que no han podido ofrecer un entierro digno a sus parientes por las
restricciones del confinamiento. El arzobispado de Lima ha acogido esta
necesidad espiritual, pero dándole un sentido aún más hondo. No se trató de una
suma de duelos privados, sino un acto público de duelo nacional. Desde sus
hogares, todo el país pudo unirse a quienes han perdido a alguien y solidarizarse,
porque todos formamos una sola comunidad, un solo cuerpo.
El arzobispo Castillo destacó el sentido cristiano de orar por los
difuntos en el Corpus Christi: “Unir esas muertes con el Cuerpo de Cristo que
significa solidaridad, cariño por la gente, esperanza”. De manera especial, agradeció
a los héroes que murieron dando la vida combatiendo la pandemia, cuyo
testimonio actualiza la entrega generosa del cuerpo de Cristo para salvar la
vida del mundo.
Esas palabras son un recordatorio a los católicos del significado de la
comunión eucarística. Cada vez que comulgamos confirmamos nuestro deseo de ser
uno con Cristo, alimentarnos de su estilo de vivir humanizador y compartir su
misión de reconciliación. Simultáneamente, como enseña san Pablo, reconocemos
nuestra interdependencia con los otros miembros de la Iglesia, porque “aun
siendo muchos, un solo cuerpo somos” (1 Cor. 10:17). Somos una comunidad unida
en Cristo y alimentada por su Cuerpo, lo que nos transforma en “pan partido” y
ofrecido para alimentar a los demás. Como dice el apóstol, “y el pan que
partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Cor. 10:16).
Pero este mensaje tiene un valor universal, aplicable a toda la
ciudadanía. En simple, el Perú no podrá enfrentar la pandemia y sus
consecuencias si no se une como una comunidad de hermanos llamados a salir de
sí mismos para ofrecer sus cuerpos al servicio de todos. En las últimas dos
décadas hemos vivido en un espejismo, creyendo que somos un “milagro
económico”, invisibilizando nuestras profundas desigualdades y descartando a
muchos en el camino. Hemos sido infectados del “virus del egoísmo”, cultivando
un individualismo que lleva a prescindir de los demás y defender privilegios a
costa del sufrimiento de muchos.
En la misa, el arzobispo Castillo denunció cómo esta mentalidad está
metida en estructuras y organizaciones, poniendo el caso del sistema de salud,
donde las clínicas privadas, las empresas de seguros y los proveedores de
oxígeno han pecado de indiferencia ante el colapso de los hospitales estales.
Castillo dijo que la salud en el Perú parece organizada para ser “un sistema de
enfermedad, porque está basado en el egoísmo y el negocio, y no en la
misericordia, la solidaridad y la dignidad de la gente”. Para descubrir la
verdad de estas palabras basta entrar a las redes sociales para recoger los
testimonios de pacientes, como el de la historiadora Gabriela Adrianzén, que
sienten que el sistema funciona en contra suyo.
La pandemia es una desgracia, que podemos convertir en oportunidad para regenerar
el país desde una visión que pone a las personas en el centro. Para el
arzobispo Castillo, esto implica desterrar el egoísmo tan enraizado en
prácticas cotidianas y estructuras sociales. Para ello, la tarea es educarnos
en una conciencia de interdependencia, fraternidad y solidaridad que nos
permita reconocernos como una comunidad de ciudadanos iguales, libres y
hermanados. Sus palabras sintetizan dónde está la clave para refundar el
Perú: “Nos debemos los unos a los otros, todo lo que tenemos es prestado y
debemos compartirlo”.
Este Corpus Christi “distinto” nos alerta del riesgo que la tormenta
pase sin que hayamos aprendido lo que hicimos mal y articulado una visión de futuro
que realmente incluya a todos los peruanos. Si lo logramos hacer, ese será el mejor homenaje a los compatriotas
caídos por el COVID-19. De lo contrario, como advirtió el arzobispo Castillo,
lo que vendrá es una catedral llena de rostros de muertos por hambre y
abandono. Evitar esto es responsabilidad de todos los que integramos el Perú,
pero sobremanera de los poderosos que están llamados a “abrir sus corazones” y “el
puño” para compartir lo que tienen. Ojalá estemos a la altura de este reto
histórico y todos (especialmente los que más tienen) nos hagamos “pan partido y
compartido” para calmar el sufrimiento reinante.
El hambre y tantas necesidades en el país son un “problema
espiritual”, dijo Castillo, porque nos involucran a todos los miembros de
la comunidad para encontrar salidas al drama que viven los más indefensos. Por
tanto, no basta solo desarrollar respuestas técnicas a los problemas. Menos aún
-como viene pasando- reducir el debate público a la reapertura de la economía,
por más importante que esta sea. Necesitamos una visión de país que nos
inspire y hermane, que sea empática y solidaria con los más vulnerables, que
nos haga autocríticos y propositivos de cambios por la igualdad de
oportunidades y la justicia. Esa es la respuesta pendiente ante la pandemia,
en la que ya hay instituciones -como la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y
el Instituto de Estudios Peruanos- ofreciendo insumos.
Gracias, arzobispo Castillo, por recordarnos lo esencial: de la pandemia
debe emerger un nuevo Perú donde realmente seamos hermanos los unos de los
otros.