miércoles, 2 de octubre de 2024

FELIPE MAC GREGOR S.J. (1914-2004)

Fuente: PuntoEdu - PUCP

Este 2 de octubre se conmemoran 20 años de la pascua del padre Felipe Mac Gregor, intelectual jesuita peruano y rector emérito de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Su huella en la historia de la PUCP, de la Iglesia católica y de la Compañía de Jesús en el Perú es significativa y sus ideas sobre la universidad, los derechos humanos y la cultura de paz trascendieron nuestras fronteras. 

En homenaje a este memorable personaje, comparto una breve biografía, concentrándome en sus aportes a la PUCP. Y ojalá esta efemérides anime a que investigadores de diversos campos se animen a explorar más la fascinante figura del padre Mac Gregor. 

Infancia y juventud. Felipe Mac Gregor nació en el Callao un 14 de setiembre de 1914. Sus padres fueron Andrea Rolino y Carlos Mac Gregor. Por la temprana muerte de sus padres, sus primeros años fueron algo movidos pasando por distintos lugares. Estudió hasta 2º de primaria en el colegio San José de los Hermanos Maristas en El Callao, interrumpiéndolos por la muerte de su madre y su traslado a Huacho a la casa de su abuela. Regresó a Lima para iniciar la secundaria en el San Vicente de Paul, terminando en el colegio jesuita san José de Arequipa. Tras la muerte de su padre en setiembre de 1926, quedó al cuidado de su tía Lastenia. De primera intención, Mac Gregor quiso ser marinero, por influencia de su papá que era empleado de la Compañía Nacional de Vapores, pero, a los 16 años, fue rechazado en el examen de admisión por problemas físicos. Preocupados por verlo devastado, su tía Lastenia le presentó al padre jesuita Francisco Javier Lecocq, con quien tejió un vínculo que lo llevó a decidir entrar a la Compañía de Jesús.

Formación en la Compañía de Jesús.  Ingresó a la Compañía de Jesús el 26 de marzo de 1931, realizando las dos primeras etapas de su formación religiosa, el noviciado y el juniorado, en Córdoba (Argentina). Luego, pasó a Buenos Aires, para estudiar Filosofía y Teología en el Colegio Máximo de San Miguel con un paréntesis de enseñanza escolar en los colegios jesuitas de San Calixto de La Paz (Bolivia) y la Inmaculada de Lima. Al culminar su formación fue ordenado sacerdote en Buenos Aires el 23 de diciembre de 1944. Posteriormente, realizó una maestría y un doctorado en Filosofía en la Universidad de Fordham (Nueva York), experiencia que marcaría mucho su visión de la educación y sus responsabilidades futuras.

Inicios de su carrera como educador. De regreso al Perú en 1948, sus superiores lo asignaron como profesor en el Colegio de la Inmaculada (llegando a ser su rector entre 1951 y 1954) y se incorporó a la Universidad Católica como profesor de Lógica y Ética. De esta manera, se inició su larga trayectoria en la educación, su principal campo de acción.

Desde muy joven, el padre Mac Gregor fue reconocido por sus talentos como buen organizador y promotor de la educación. En 1953, se convirtió en el primer presidente del Consorcio de colegios privados de la Iglesia y, en 1954, los obispos peruanos los nombraron como el primer director de la Oficina Nacional de Educación Católica. Fundó y asesoró la Unión Nacional de Empleadores Católicos (UNDEC) en 1956, con la cual formaron la Universidad del Pacífico en 1962 para la formación ética y especializada de profesionales en Economía y Administración. 

En 1958, el superior general de los jesuitas, el padre Juan Bautista Janssens, lo designó como superior de la viceprovincia del Perú, siendo el primer peruano en asumir este encargo desde su retorno en 1871, luego de su expulsión de 1767.

Felipe Mac Gregor en la inauguración de la Facultad de Ciencias Sociales (1966)

Rector de la PUCP. Toda esta larga experiencia de gestión, se volcó a favor de la PUCP cuando, en 1963, fue nombrado rector. El rectorado del padre Mac Gregor, que duró hasta 1977, significó una “refundación” de la Universidad, que consolidó su calidad académica, su prestigio institucional y su espíritu de servicio a la sociedad peruana. Con el apoyo de la Fundación Ford, se diseñó un plan de reforma integral de la Universidad en el plano académico, administrativo y financiero. Se realizó una revisión de los currículos de las especialidades existentes como Derecho, se creó la Facultad de Ciencias Sociales, y se expandieron los programas de Ciencias e Ingenierías. Asimismo, se crearon los Estudios Generales, tanto de Letras como de Ciencias. Se alentó la enseñanza de Teología como fuente de inspiración para el quehacer académico y profesional, incorporando a teólogos que destacarían en la vida de la Universidad y de la Iglesia peruana como los padres Gustavo Gutiérrez, Luis Fernando Crespo y Felipe Zegarra.

En ese periodo, se realizó el traslado de las facultades de los locales del centro de Lima al campus universitario del Fundo Pando, terrenos donados por José de la Riva Agüero y Osma. Asimismo, empezaron a contratarse profesores a tiempo completo, y a promover el intercambio internacional de docentes y la repatriación de profesionales para el perfeccionamiento de las nuevas especialidades. 

Le tocó aplicar la reforma universitaria de 1969, y defendió el cambio en el sistema de gobierno de la PUCP, que pasó de ser gobernaba por un Consejo de Gobierno presidido por el arzobispo de Lima a un régimen democrático regido por una Asamblea Universitaria con los representantes elegidos de los miembros de la comunidad universitaria.

Visión de la universidad católica. Su visión de la Universidad estuvo marcada por el Concilio Vaticano II y su llamado a que la Iglesia católica entrara en un diálogo con los valores de la modernidad para así responder mejor a los profundos cambios sociales de la década de 1960. En su condición de rector de la PUCP, en 1967, participó de la elaboración del documento de Buga, que fue una lectura crítica sobre el rol de las universidades católicas en la construcción de sociedades justas y solidarias en una América Latina marcada por la desigualdad y la pobreza. Una de sus conclusiones afirmaba que estas instituciones debían ser “conciencia viva de la comunidad humana a la cual pertenecen”. 

Asimismo, en 1968, dio el discurso central en el VIII Congreso Mundial de Universidades Católicas en Kinshasa (Congo) organizado por la Federación Internacional de Universidades Católicas (FIUC) de la cual llegó a ser vicepresidente. Estas palabras de su discurso resumen bien su visión de las universidades católicas: “Autónoma, enraizada en la sociedad a la que sirve, cultivando las Ciencias o las Letras, la Universidad debe ser capaz de encontrar las soluciones a los problemas planteados por el cambio social y la permanente y casi vertiginosa transformación de la sociedad”.


Felipe Mac Gregor concelebrando la Eucaristía con los profesores sacerdotes Gustavo Gutiérrez, O.P., y Manuel Marzal, S.J.

Fuente: Archivo PUCP

Promotor de los estudios sobre cultura de paz y derechos humanos. Al culminar su rectorado, Mac Gregor se reincorporó a la vida académica y se concentró en promover los estudios sobre cultura de paz y Derechos Humanos. En plena emergencia del conflicto armado interno en el Perú, en 1983, fundó la Asociación Peruana de Estudios e Investigación para la Paz, donde dirigió a un equipo multidisciplinario para explicar las raíces y las dimensiones de la violencia en nuestro país, así como elaboraron materiales educativos para la promoción de una cultura de paz. Durante los años ochenta y noventa, por su autoridad académica y solvencia moral, apareció en diversos medios de comunicación como una voz autorizada para reflexionar sobre las causas de la crisis nacional y firme en la denuncia de las violaciones de los Derechos Humanos por los grupos subversivos o las Fuerzas Armadas, así como del autoritarismo del gobierno de Alberto Fujimori.

Reconocimiento público nacional e internacional. El padre Mac Gregor fue una figura nacional e internacionalmente reconocida por sus aportes a la educación y la promoción de la paz como condición para el desarrollo social. Integró el Consejo de la Universidad de las Naciones Unidas en los periodos 1977-1983 y 1989-1995. En 1985, recibió las Palmas Magisteriales en el grado de Amauta, así como la Orden del Sol del Perú en el grado de Gran Cruz en 1999. La UNESCO le otorgó la Medalla Gandhi en 2000 por sus aportes a la definición del concepto de cultura de paz.

Falleció un 2 de octubre de 2004 a los 90 años de edad.

El padre Mac Gregor en la inauguración del Coliseo Polideportivo (2004)

Para conocer más sobre el padre Mac Gregor




viernes, 16 de febrero de 2024

FELIPE ZEGARRA Y LA PASTORAL UNIVERSITARIA


Fuente: Punto Edu

Querido Felipe, hoy se cumple un mes de tu partida y, aunque sabemos que estás en modo pascual, se te extraña muchísimo. Me he puesto a leer escritos tuyos como una manera de navegar por tu ausencia. En ese camino, recuperé un breve documento de 2018 o 2019, que presentaste en una reunión de los profesores de teología para, en tus palabras, “promover la reflexión sobre nuestro accionar en la relación con los estudiantes PUCP y otros…”.

Allí nos invitabas a “formar personas íntegras, capaces de un desarrollo humano cada vez más pleno, en los que los conocimientos científicos y humanistas tiendan al ‘saber vivir’, a una cultura sapiencial”. Para ello, proponías desarrollar progresivamente una pastoral universitaria con fundamentos teológicos, que aprenda a acompañar los procesos de maduración integral (afectiva, racional, relacional, psicológica, sexual, etc.) de los jóvenes, para ayudarlos a “dar razón de su esperanza” (1 Pe 3,15) y suscitar en ellas y ellos un compromiso con los otros y con la realidad del Perú. Tal opción exigía “salir a su encuentro, pasar el tiempo con ellos, escuchar, acompañar, interpelar, intercambiar, favoreciendo experiencias de Dios”.

Desde tu experiencia, alertabas de no optar por modelos y recetas simplonas, tomando distancia de la “pastoral del engreimiento” que evita la confrontación seria de los jóvenes con sus procesos de maduración y compromiso, así como de la “pastoral de manual, moralista y autorreferencial”, que se pierde en la lógica del mérito y del autoperfeccionamiento alienante, que huye del encuentro con el otro y el mundo.

Estas palabras eran de advertencia, pero también en ellas afloraba tu fe profunda y sencilla en el Evangelio de la gratuidad, donde la experiencia de descubrirse amado incondicionalmente moviliza a asumir la libertad personal y el autoconocimiento como proyecto de autorrealización en comunión con los otros y al servicio de la justicia, la fraternidad y el bienestar de todos. Querido Felipe, siempre viviste enraizado en lo fundamental del discipulado cristiano y es lo que te esforzaste por transmitir a tus colegas, a tus estudiantes, a tus amigos, a todo el que pasó por tu camino. Es, también, lo que quisiste subrayar como central para la pastoral universitaria y la labor docente.

Gracias, querido Felipe, “amigo de los caballos”, amigo de la PUCP, “amigo de medio mundo”, porque aún desde lejos, tu palabra y tu vida seguirá inspirándonos a quienes habitamos la universidad como hombres y mujeres de fe para responder a Aquel quien nos amó primero (1 Jn 4,19) en el servicio y el acompañamiento a los jóvenes universitarios.  

viernes, 7 de abril de 2023

LA PASIÓN DE CRISTO Y LOS CRUCIFICADOS DEL PERÚ ACTUAL

Fuente: Fernando Valencia Saire

Este Viernes Santo no puedo ver a Jesucristo crucificado y no recordar a tantos que sufren por las múltiples crisis que enfrenta el Perú. Están los miles de afectados por la emergencia climática en las regiones del norte. 67 personas han perdido la vida como consecuencia de la protesta social contra el gobierno de Dina Boluarte. Se trata de 49 civiles víctimas de la represión policial, 6 militares, 1 policía y 11 civiles por hechos relacionados a los bloqueos de carreteras. Y si sumamos las víctimas por accidentes de tránsito, crimen organizado, feminicidios y enfermedades tratables sumamos miles de vidas que se pierden.

Pareciera que en el Perú reina una cultura donde la vida de todos no tiene el mismo valor. Muchos mueren y no pasa nada. Muchos ven sus derechos fundamentales recortados y las autoridades no se sienten responsables de hacer algo para que las cosas sean diferentes. Tantas vidas inocentes perdidas deben dolernos a todos los peruanos y, sin embargo, lo que vemos es gente trabajando para enterrar estos casos en el morbo, la mentira, el olvido y la impunidad. Incluso, algunos culpan a las víctimas de su propia muerte en un acto de indolencia que es inhumano y anticristiano.

Este Viernes Santo es un momento para en nuestros corazones decirle basta a esta cultura de la muerte. La liturgia de este día ofrece dos signos que pueden sacarnos de la resignación y convencernos que podemos aspirar a un Perú distinto.

Primero, la lectura de la Pasión según el Evangelio de Juan expresa una historia que no es tan ajena a la nuestra. Si la escuchamos pensando en la crisis que enfrentamos, encontraremos varios paralelos que nos llaman a tomar postura por Jesús y las víctimas.

Están las autoridades judías que complotan contra Jesús y lo arrestan y enjuician sobre la base de calumnias. No les interesa que Jesús ha despertado la fe y la esperanza del pueblo, mucho menos la verdad y la justicia. Tan solo quieren silenciarlo porque ese Jesús es una amenaza a su poder. Está Pilato el gobernador romano, quien sabiendo que Jesús es inocente prefiere ceder al juego de poder por conveniencia y autoprotección. Están los soldados romanos que sacan provecho mezquino de la desgracia ajena, sorteándose entre ellos la ropa del condenado a muerte. ¿Acaso no somos testigos en el Perú de estos vicios que denuncia la Pasión según Juan? La política irresponsable, movida por intereses sectarios y el deseo de destruir al adversario, el desconocimiento de los derechos fundamentales, el desprecio a la verdad, la indiferencia frente a la injusticia y el dolor de las víctimas, o la corrupción generalizada que saca provecho incluso de las tragedias, son manifestaciones de esta cultura de la muerte que quiere imponerse en el Perú. Proclamar la Pasión de Cristo hoy es una oportunidad para afirmar que no queremos estos vicios en nuestra sociedad.

A la vez, el texto de la Pasión nos ofrece modelos de que se puede resistir caer en la resignación o la complicidad ante una situación corrompida. María, madre de Jesús, y otras mujeres discípulas acompañan a su maestro, no le dejan solo en este momento tan horrendo. Se responsabilizan del dolor ajeno y, al menos con su presencia, quieren ofrecerle consuelo. José de Arimatea se asegura que el cadáver de Jesús no termine en una fosa común, olvidado para siempre. Gestiona ante el gobernador el permiso para reclamar los restos de Jesús y darle una sepultura digna. Y el mismo Jesús no se amilana ante sus jueces. Sabiéndose inocente, defiende su dignidad y la autenticidad de su misión y muestra que ni la crueldad de sus verdugos es capaz de quitarle su humanidad. En medio de la más honda oscuridad, siempre tenemos la opción de actuar según la voluntad de Dios, que es hacer el bien y enfrentar el mal. Estos gestos, en apariencia ínfimos, brotan de la fe cristiana de que el mal, el odio y la muerte jamás tendrán la última palabra. Siempre podemos rebelarnos contra la mentalidad que normaliza la cultura de la muerte, porque sabemos que el misterio de Dios está de nuestro lado, actuando para que, al final, triunfe el bien, la vida y la justicia. El Crucificado será resucitado por Dios y quienes hoy son víctimas, por su propia lucha y la solidaridad de gente como María, las mujeres, José de Arimatea y del Dios revelado en Jesús, recibirán justicia. 

Segundo, está la veneración de Cristo crucificado, que no es una glorificación del sufrimiento en sí mismo. En la cruz, los cristianos reconocemos el amor tan grande que movió a Jesús para anunciar el reinado de Dios en medio nuestro, para hacer el bien y liberar a los oprimidos por el mal, hasta las últimas consecuencias, hasta poner su vida en riesgo.

En este día santo es costumbre acercarse y besar a la imagen del Crucificado, como gesto de que le acompañamos, de que no le dejamos solo, de que no nos olvidamos de que lo dio todo por el proyecto de Dios y por nuestra salvación. Muchos ven a Jesús en la cruz y se identifican con él, sea porque su rostro sufriente nos despierta compasión o porque ven en la cruz sus propios sufrimientos. Hoy, cuando hagamos eso, tengamos en nuestro corazón a quienes han muerto durante la protesta social, a quienes sufren por la emergencia climática y tantos otros males sociales. Cuando besemos la cruz, sintamos que estamos abrazando a las familias que han perdido seres queridos o cuyas vidas están amenazadas. Reconozcamos en Cristo crucificado a los crucificados de estos días y hagamos la promesa de no olvidarlos. Puede ayudar a nuestra imaginación la imagen difundida por el artista Fernando Valencia Saire, donde la representación del Crucificado se entrecruza con la placa de Rosalino Flores, joven cusqueño muerto por el impacto de 36 perdigones en su cuerpo.

“Sus heridas nos han curado” proclama el cántico del siervo sufriente del profeta Isaías (52,13-53,12) que es parte de la liturgia del Viernes Santo. Los cristianos reconocemos que Jesús es aquel siervo que entrega su vida para curar nuestras heridas y redimir el pecado de la humanidad. Es paradójico que las heridas de alguien sean el medio de curación para otros. Hay mucho para decir y aclarar sobre esta idea del sufrimiento redentor, pero baste decir que este mensaje tiene mucha actualidad para pensar la precariedad política, institucional y moral de la sociedad peruana. Al meditar la pasión y muerte de Jesús constatamos que la muerte de inocentes y el abuso del poder son constantes en la historia humana, pero que siempre hay posibilidad de resistir desde el amor a la vida, el encuentro solidario con las víctimas y la esperanza de que hemos sido creados para gozar de vida en abundancia. Que contemplar las heridas del Crucificado sea ocasión para sentir los sufrimientos de tantos compatriotas. Y esa actitud nos mueva a prolongar el ministerio de Jesús, quien vino a curar nuestras heridas, y hoy nos llama a curar las heridas de tantos crucificados en el Perú de hoy.

martes, 19 de julio de 2022

EDUARDO BARRIGA ALTAMIRANO: IN MEMORIAM

Créditos de la foto: Tito Livio Agüero


Despedir a alguien antes de tiempo es una de las experiencias más dolorosas que los seres humanos enfrentamos. Cuando fallece alguien con años acumulados, hay cierta aceptación de que ya era su hora. La tristeza, aunque real, se hace más llevadera. No es el caso cuando la muerte nos arrebata a alguien que estaba a mitad del camino de la vida.

Así me sentí hace un año al enterrarme de la partida de Eduardo Barriga, querido amigo historiador, a quien conocí en los pasillos de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la PUCP. La noticia aún me estremece, al punto que recién soy capaz de balbucear palabras recordando a Eduardo. Ganas no faltaban, pero pensar en el suceso me duele hondamente.

Eduardo era un orgulloso hijo del valle del Mantaro, criado en Huancayo. Fue educado en esa ciudad por los salesianos, de quienes guardaba un recuerdo opaco, bastante crítico, pero también agradecido. Estudió Historia en la PUCP, siendo de la promoción inmediatamente anterior a la mía, lo que nos hizo coincidir en el tiempo. Él estaba de salida cuando yo estaba empezando la carrera. No llevamos clases juntos, pero ambos trabajamos en el voluntariado Historia para maestros, creando materiales de enseñanza en equipo con docentes de escuelas públicas. Recuerdo especialmente nuestras incursiones al colegio José Santos Chocano de Pueblo Libre en 2010, cuando se nos ocurrió hacer un concurso de historia local con estudiantes de cuarto de secundaria. Tremenda hazaña sortear a ese grupo de adolescentes, que Eduardo asumió de muy buena gana, incluso aceptando ir al salón más "inquieto". Su deseo de servir y la paciencia que tenía con los escolares era realmente encomiable.

Es justo reconocer su producción académica que, aunque limitada por los muchos trabajos que asumía y luego por el debilitamiento de su salud, fue fecunda. Su tesis de licenciatura exploró la existencia de un tráfico de esclavos negros en el valle de Jauja en el siglo XVII, haciendo un aporte a lo poco que sabemos sobre la presencia afrodescendiente en la sierra peruana. Por otra parte, su tesis de maestría estudió el rol de los militares en la colonización del valle de Chanchamayo a mediados del siglo XIX.

De ahí trabajó codo a codo con Jorge Lossio en proyectos de historia de la salud. Ambos reconstruyeron la exitosa campaña de erradicación de la polio en el Perú implementada por la Organización Panamericana de la Salud y el Rotary International entre 1985 y 1991. Su análisis comprendió las estrategias que permitieron el éxito de la empresa a pesar de las limitaciones presentadas por un contexto de violencia política, crisis económica y debilidad del Estado peruano. Además, editaron el libro Salud pública en el Perú del siglo XX: paradigmas,discursos y políticas (Instituto Riva Agüero, 2017) para socializar investigaciones de esta rama de la investigación histórica que ha adquirido mayor relevancia con la pandemia de la COVID-19.  

Un episodio que vale ser recordado tuvo lugar cuando Eduardo trabajaba como asistente de investigación recopilando información para el libro de Lossio sobre las respuestas del Estado y la prensa ante la influenza H1N1, en pleno apogeo de la epidemia. Todo un ejercicio de historia inmediata. En medio de la realización de entrevistas a médicos y operadores de la salud terminó contagiándose de la enfermedad, convirtiéndose sin buscarlo de investigador en actor histórico de esa crisis.

En un plano más personal, nadie podrá negar que Eduardo era un hombre excéntrico. Era de aquellos que no ponían mucho empeño en su apariencia. Le encantaba venir a la universidad vistiendo polos de sus grupos favoritos de heavy metal. Siendo de carácter tímido, se demoraba en ganar confianza y entablar amistad. Pero cuando lo hacía era un libro abierto que no dudaba en transparentar sus opiniones políticas, religiosas e intelectuales. Podía ser muy agudo y temerario en sus comentarios, encantándole la sátira inteligente y el quebrar los estándares de lo políticamente correcto. A veces rayaba en la exageración y el absurdo, que despertaban risas, complicidad y discusiones sin rumbo.

Eduardo era muchas cosas, sin duda. Pero lo que siempre recordaré es su corazón noble y leal. Debajo de esa armazón reservada y desordenada habitaba un espíritu generoso, siempre abierto a escucharte durante una caminata por el campus, atento a felicitarte cuando se enteraba de un logro tuyo o expresarte solidaridad cuando llegaban malas noticias.

A Eduardo le tocó encarar el sufrimiento a lo largo de su vida. Además de la enfermedad que se lo llevó, perdió a su padre en un accidente de tránsito. Pienso que esas experiencias lo hicieron una personalidad compleja, en apariencia duro y seco, pero también empático y cercano, a veces hasta tierno, ante la fragilidad del otro. Quiero recordarlo como era… un sujeto contradictorio y lleno de contrastes, debilidades y grandezas, como todos, y por esa razón un ser humano completo. Eduardo era renegón y jocoso, tímido y parlanchín, serio y juguetón, sarcástico y tierno, pacífico y rebelde, entre muchas otras cosas más. Así era y así aprendimos a quererlo.

A quienes lo conocimos, conservemos la memoria de este amigo fiel. Descansa en paz, querido Eduardo.

domingo, 17 de abril de 2022

TODO ESTÁ CUMPLIDO (JUAN 19,30)


Les comparto mi reflexión en el servicio de las 7 últimas palabras de Jesús en la parroquia San Ignacio de Loyola de Boston

¡Un gran abrazo de Pascua de Resurrección!

Pensemos en las veces en que tenemos la oportunidad de decir “todo está cumplido” o expresiones similares como “lo logré” o “ya está hecho”. Seguramente nos vienen a la mente experiencias positivas, que nos llenan de satisfacción o serenidad. Tras mucho trabajo o estudio, o tras haber atravesado alguna dificultad, cuando la meta está lograda o el problema resuelto, es motivo de celebración. Sin embargo, Jesús dice “todo está cumplido” en una situación muy distinta. Desde la cruz, sufriendo una muerte cruel e injusta, habiendo sido abandonado por la mayoría de sus seguidores. Sus poderosos adversarios han conspirado para matarlo, incluso consiguiendo que uno de sus discípulos lo traicione. Si miramos la escena fríamente, aparentemente, la misión de Jesús ha fracasado. ¿Por qué, entonces, Jesús habla de misión cumplida?

Si sabemos mirar con los anteojos de la fe, Jesús no ha sido derrotado y tiene razones para decir “todo está cumplido”. En medio de su agonía, le queda la consolación -en su sentido ignaciano- de mirar el camino recorrido y afirmar que la misión que le encargó Dios Padre ha sido realizada con pasión y fidelidad. Jesús ha contagiado la alegría por la venida del Reino de Dios, transformando la vida de muchísimos al ofrecerles, en nombre de Dios, perdón, sanación, liberación, dignidad, amistad genuina. Jesús ha amado hasta el extremo, llevando el mensaje de Dios hasta las últimas consecuencias, poniendo su propia vida en riesgo. Su estilo de vivir muestra que el amor es capaz de vencer el miedo, el odio, la mentira, el abandono. La muerte de Jesús solo adquiere sentido al mirar su vida entregada por el proyecto de Dios, enseñándonos que, unidos a Dios y a nuestros hermanos y hermanas, es posible desafiar la muerte y el mal para transformarlos en bien. El testimonio de Jesús nos restaura para vivir como seres humanos auténticos, creados para ser imagen y semejanza de Dios. ¿Acaso todo esto no es motivo suficiente para decir “todo está cumplido"?

Al mirar la cruz, no contemplamos una derrota, sino la victoria del Dios revelado en Jesús. En estos días santos del Triduo Pascual, recordemos que la vida, muerte y resurrección de Jesús el Cristo ha cambiado para siempre la historia humana, confirmando la primacía del amor sobre el pecado en el mundo. La salvación de Dios y su promesa de vida en abundancia ha llegado para quedarse y darnos esperanza ante tantas malas noticias. En ese espíritu, hagamos nuestras las palabras de Jesús: “todo está cumplido”. Acojamos esta buena noticia y renovemos nuestro compromiso de ser sacramento, signo vivo, de aquello que Jesús ha hecho por nosotros. 

martes, 27 de julio de 2021

LA PROMESA REPUBLICANA Y LAS VIDAS QUE AÚN NO VALEN

"200 años" por Andrés Edery para El Comercio

Llegamos al Bicentenario de la Independencia del Perú con una sensación agridulce entre orgullo, espíritu celebratorio, incertidumbre política, profunda división y duelo por tantas vidas perdidas durante la pandemia. Si miramos más allá del presente, descubriremos que no es una experiencia tan distinta a la que tenían nuestros compatriotas en 1821, como han argumentado los historiadores JorgeLossio o Carmen Mc Evoy. Éramos y seguimos siendo un país complejo, lleno de contradicciones, pero también de infinitas posibilidades. Por ello, recordar y reflexionar este camino de 200 años de República, incluso en medio de una de las peores crisis de nuestra historia, tiene un sentido de urgencia y, sobre todo, de esperanza. 

Dos siglos no pasan en vano. Es imposible negar que el Perú de 1821 no es el que tenemos hoy. Varias cosas buenas hemos construido y es importante reconocerlas ahora que nos asfixia el yugo de la COVID-19 y las cadenas de la desigualdad, la corrupción, la polarización y la mediocridad de los liderazgos políticos. Entre los muchos motivos de celebración, hay uno que a mi entender es central: la persistencia de lo que Jorge Basadre denominó la promesa de la vida peruana. Con esta idea el historiador afirmaba que quienes se aventuraron a la “osada aventura” de la emancipación del dominio colonial lo hicieron “no solo en nombre de reivindicaciones humanas menudas”, sino inspirados por “algo así como una angustia metafísica que se resolvió en la esperanza de que viviendo libres cumplirían un destino colectivo”(1). A lo largo de nuestra historia, muchos se movilizaron y se movilizan hoy inspirados por el sueño de que es posible desarrollar al máximo las posibilidades de nuestro territorio y dar una vida lo mejor posible a cada integrante del pueblo del Perú.

Con todo, las ganas de celebrar no han de hacernos olvidar que la promesa de la vida peruana aún no ha sido encarnada cabalmente. Y esto tiene muchas causas relativas a responsabilidades personales, factores estructurales, procesos históricos y dinámicas sociales. Sin desconocer la complejidad de la cuestión, creo que se puede afirmar que la raíz está en que, contrariamente a sus ideales, la República peruana, en tanto estructura política y formación social, nació sobre y se alimentó de la creencia que no todas las vidas tenían el mismo valor. Ese es nuestro pecado original contra el que tantas peruanas y peruanos se han rebelado, ya que, por su pensamiento político, sexo, identidad étnico-cultural, lengua, color de piel o condición socioeconómica, se les ha negado la posibilidad de ser libres y florecer. A pesar de esas luchas, 200 años después, la promesa de la vida peruana sigue siendo una palabra vacía para numerosos compatriotas. Hay muchísimo escrito sobre lo perverso de esta mentalidad y, sin embargo, seguimos atados al pecado de que hay vidas más importantes que otras.

Las elecciones de la segunda vuelta han revelado estas tensiones, como numerosos intelectuales han explicado. Sabemos que lo visto antes y después del 6 de junio no es una novedad, tan solo manifestación del pecado original peruano, que, desde siempre, ha obstaculizado el cumplimiento de la promesa republicana. Sin embargo, el momento del Bicentenario exige de nosotros mucho más que sentarnos a constatar lo ya sabido. Al contrario, resuena a lo largo y ancho del Perú un grito urgente para imaginar las cosas de otra manera más justa. Es cierto que escuchamos a los voceros políticos clamar a la unidad y la reconciliación, pero, como el analista político Juan de la Puente sostiene, “no es posible despolarizar el país luego de las elecciones si no avanzamos desde el reconocimiento de la polarización al reconocimiento de los abismos”. Y hay que decirlo con contundencia: somos un país de contrastes escandalosos, donde muchos apenas sobreviven, donde muchos llevan vidas inhumanas.

Responder ante esta cruda realidad es el gran desafío del Bicentenario. Hay que escapar a las recetas fáciles de responsabilizar al Estado o de culpabilizar a los pobres por su falta de iniciativa. Esos “argumentos” se repiten una y otra vez, porque nos ahorran tener que pensar las causas más profundas de por qué el Perú es un país tan desigual. También, es un mecanismo fácil para no reconocer que, como ciudadanos, todos tenemos una responsabilidad, la cual es mayor si pertenecemos a sectores privilegiados. La idea de que el Perú es una República significa que somos una comunidad política, formada por hombres y mujeres, quienes tenemos derechos y deberes, los cuales usamos para desarrollar nuestra dignidad personal y contribuir al bien común. El ser ciudadano implica beneficios, pero también responsabilidades. En esto segundo, nos toca admitir que, como sociedad, tenemos muchos pasivos.

El Bicentenario, por tanto, es oportunidad para que la promesa republicana renazca en cada uno de quienes somos parte del Perú. Toca celebrar que el anhelo de libertad, fraternidad y bien común han estado vivos a lo largo de nuestra historia y siguen inspirándonos a hacer grande nuestra patria y a forjar nuestra felicidad y la de nuestros seres queridos. También, toca pedir perdón porque esta promesa aún no ha alcanzado a todos. Y en esto algo de responsabilidad tenemos todos y cada uno. No pocas veces pecamos creyendo que nuestras vidas importan más que las de otros, priorizamos injustamente nuestros intereses sobre el de los demás, rechazamos a los diferentes, abusamos del poder que tenemos o nos olvidamos de los pobres. Que esta mezcla entre orgullo y culpa nos muevan a la acción y al compromiso para que las cosas sean como deben ser, para que la promesa republicana sea para todos.

En tal sentido, se viene diciendo que el escenario post-pandemia tiene que ser un proceso de reconstrucción nacional. Estoy de acuerdo con esto si aclaramos que tal objetivo implica mirar más allá de la reactivación económica y la vacunación. Reconstruirnos pasa, también, por sanar las múltiples heridas que la crisis ha desencadenado y encarnar la promesa republicana de que todos somos iguales y merecemos las mismas oportunidades. En el fondo, esta cruzada cívica es una conversión, que implica cambiar maneras de entendernos y relacionarnos entre peruanos, que se basan en el desprecio de quien no es, piensa o vive como nosotros. Aprender a mirarnos a la cara sin etiquetarnos o despreciarnos, trascendiendo las diferencias para reconocernos y abrazarnos como compatriotas, es, en última instancia, la reconstrucción integral que necesitamos. El corazón de tal conversión pasa por confesar que todas las vidas sin excepción valen por igual, además, dándole el lugar preferencial que se les ha negado a los más explotados, olvidados y ninguneados. Si avanzasemos en esa línea, en un país tan fragmentado como el Perú, realmente ya estaríamos generando una revolución. Sin lugar a duda, lo que digo tiene muchas capas e implicancias para no quedarse en buenas intenciones o corromperse, pero indica un horizonte en el cual todos podríamos coincidir.

En breve, el reto del Bicentenario para cada ciudadano del Perú es proclamar el valor sagrado de todas las vidas sin exclusión y buscar formas concretas de vivirlo en nuestro entorno. Al sumarnos a esta misión, estamos honrando la promesa republicana y mostrando que, sin importar el paso del tiempo, su mensaje sigue siendo motivo de esperanza de generación en generación.


(1)    Jorge Basadre, La promesa de la vida peruana. Lima: Instituto Constructor, 2005, p. 5.

miércoles, 23 de junio de 2021

CONSUELO DE PRADO

Fuente: Instituto Bartolomé de las Casas


Hay personas cuyas vidas son presencia silenciosa y cotidiana de la alegría del Evangelio, buena noticia para otros. Consuelo de Prado es, sin lugar a duda, una de ellas. Su profundo amor por el Dios de Jesús y los pobres la llevó a dejar su tierra y echar raíces en el Perú. Aquí se sumó a esa generación que asumió con radicalidad el llamado de Vaticano II y Medellín a encarnar una evangelización liberadora de toda forma de esclavitud, opresión y violencia. Hace algunos años, tuve la gracia de registrar algunos de sus recuerdos como misionera en el sur andino, asesora de UNEC y teóloga del Instituto Bartolomé de las Casas, el Bartolo. Ahora que nos ha dejado para el encuentro definitivo con el Dios de la vida, comparto algunas piezas de esa conversación para que la sigamos sintiendo presente y animando nuestro camino en estos tiempos tan desafiantes.

Consuelo ingresó a las Misioneras Dominicas del Rosario en España, en años donde su congregación buscaba renovarse según el espíritu del Vaticano II. Tras unos primeros años enseñando en un colegio secundario en España, fue enviada al Perú en 1975. Su primer destino fue la Prelatura de Sicuani en Cusco, a la que llegó en plena reforma agraria. Las primeras tareas que recibió fue estudiar quechua y empaparse de la ley de reforma agraria. Algo confundida por estas indicaciones y sintiéndose que “no hacía nada” fue a hablar con el “obispo”, el carmelita canadiense Albano Quinn. En esa conversación, Consuelo le dijo que ella era profesora y quería ponerse a trabajar cuanto antes. La respuesta de Albano la interpeló profundamente: “A mí me da mucho temor las hermanas que llegan de Canadá, Norteamérica o Europa, y que a la semana de haber llegado ya están trabajando en algo. Eso quiere decir que no se han tomado el tiempo necesario para darse cuenta de que están en otra realidad”. Ese fue un primer paso para comprender que ser misionera en los Andes requería una conversión personal y pastoral, una disposición espiritual a sumergirse en este nuevo contexto.

De ahí el encuentro con las comunidades andinas y la reflexión teológico-pastoral sobre estas experiencias la condujo a encontrar su lugar en ese nuevo mundo. En alguna oportunidad, le preguntó al presbítero Víctor Ramos por qué tenía que estudiar la ley de Reforma Agraria, porque esto le parecía algo propio de economistas o agricultores. La respuesta fue esclarecedora: “para trabajar con los campesinos hay que saber en qué están”.

Entre sus primeros encargos, estuvo colaborar con Víctor Ramos en talleres de concientización para campesinos. En una de esas oportunidades, estaban en un curso de historia rural andina, en que se dijo que, durante la colonia, los españoles se habían apoderado de las tierras buenas de los terrenos llanos, echando a los campesinos para la puna. A Consuelo, esas palabras la hirieron, llevándola a cuestionar el sentido de su presencia en el Perú. Se dijo a sí misma: “qué necesidad tengo yo de estar ahí aguantando que me digan todo lo que hicieron mal mis compatriotas de cinco siglos atrás, que no tienen nada que ver conmigo. Yo aquí aguantando el dolor de cabeza por soroche y sin poder hacer nada”. A la hora del receso, un catequista se le acercó y le preguntó de dónde venía. Consuelo, algo atormentada por lo antes ocurrido, contestó: “vengo del país de dónde empezó la explotación”. El hombre la miró compasivamente y le dijo: “No me importa de dónde vienes, sino dónde está tu corazón”. Esas palabras no solamente disiparon las mociones espirituales negativas, sino que la acompañaron por el resto de su vida. Ese breve diálogo fue como una epifanía, que siempre le recordaba lo fundamental de su vocación misionera.

Tras un tiempo en Sicuani, la congregación decidió trasladarla a una localidad entre la prelatura de Ayaviri y la diócesis de Puno. Allí las Dominicas del Rosario se hicieron cargo de una parroquia sin sacerdote, algo no poco común en el Perú rural. Como “párrocas” se dedicaron a acompañar a las comunidades campesinas con mucha entrega y en vínculo estrecho con el resto de la Iglesia del sur andino. El obispo de Puno Jesús Calderón las visitaba esporádicamente para celebrar la Eucaristía con ellas y estar al tanto de su labor pastoral.

También coordinaban con el prelado de Ayaviri Luis Dalle SS.CC. Consuelo me confesó que le costaban sus actitudes machistas, aunque se las perdonaba porque era entregadísimo a los campesinos. En sus palabras, “nos valoraba a las mujeres, pero para cuestiones más de mujeres”, así que, en reuniones de pastoral, “teníamos que estar calladitas, escuchando para aprender bien y ya después podríamos hablar”. Ahí se ven las raíces de otra preocupación de Consuelo, que las mujeres sean reconocidas por los dones que brindan a la Iglesia y la sociedad, para lo cual es imprescindible apostar por su formación humana, intelectual y espiritual.

En 1982, Consuelo tuvo que salir del sur andino porque la altura complicaba su salud. Sin embargo, los aprendizajes de esos años la acompañaron para siempre. En los Andes, descubrió el valor de la comunidad y la importancia que cada persona fuese apreciado como miembro de dicha comunidad. Allí aprendió que un “buenos días con todos” no bastaba, sino había que saludar uno por uno para demostrar el interés por todos y cada uno.

El traslado de Puno a Lima fue difícil. Era triste dejar atrás un apostolado tan fecundo porque la salud ya no permitía seguir en la zona. Durante esta transición, a Consuelo le persiguieron pensamientos de que estaba renunciando a la opción por los pobres, que para ella había cobrado sentido al estar con los indígenas de Cusco y Puno. Poco a poco, fue soltando esas ideas de su cabeza, gracias al acompañamiento de los padres Gustavo Gutiérrez y Luis Fernando Crespo, quienes le ayudaron a ver que había distintas maneras de comprometerse en una perspectiva solidaria con los pobres.

Los años siguientes fue asesora de la UNEC, donde mostró un don para caminar con los jóvenes universitarios, orientando y animando sus búsquedas existenciales. Asimismo, se incorporó al equipo teológico del Instituto Bartolomé de las Casas, siendo una colaboradora crucial en la organización de las “Jornadas de Reflexión Teológica” o “cursos de verano”. En esos espacios formativos, fue pionera de una reflexión teológica feminista en el Perú, dando charlas para leer la Biblia desde los anteojos femeninos. Su artículo “Yo siento a Dios de otro modo” (*) hacía eco de la sugerente frase de Matilde, uno de los protagonistas de la novela Todas las Sangres de José María Arguedas, para pensar el aporte de las mujeres latinoamericanas a la espiritualidad cristiana. En sus palabras, “esta frase reivindica el derecho de la mujer a sentir de distinta forma, y consiguientemente a expresar también de otra manera nuestra particular experiencia de Dios. Se trata de una manera ‘relacional’ de conocer que desborda la frialdad conceptual y va implicando todas las dimensiones de la vida en esta relación”.

En tanto su apostolado giró hacia la reflexión teológica, decidió darse un tiempo para estudiar Teología. Si bien había recibido cursos como parte de su formación religiosa, sentía que, para aportar más, necesitaba una armazón que solo estudios sistemáticos le podían dar. Para ello, se fue a la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid), donde estuvo preparándose entre 1995 y 2000.

A su regreso, volvió al Bartolo y a los cursos de teología para agentes pastorales. Allí la conocí yo, en el verano de 2015. Me impresionó su calidez humana, su genuino deseo de conocer a las personas, su facilidad para acoger lo compartido y tener la palabra o el gesto oportuno. Desde entonces, nos encontramos en varias oportunidades en espacios similares, aunque quizás no los suficientes. La noticia de su partida me dejo con el sinsabor de que Consuelo tenía mucho más por dar y yo tenía mucho más por aprender de ella.

Una preocupación de sus últimos años fue motivar a jóvenes a “tomar la posta” de la perspectiva de la teología de la liberación y la opción preferencial por los pobres. Consuelo era consciente que para que esta perspectiva teológica siga vigente y se encarne en una manera de vivir la fe era necesario incorporar los desafíos actuales. Lo que implica que los jóvenes enganchados con la corriente liberadora se preparasen teológicamente con seriedad y pensasen desde las preguntas de hoy. Como me dijo, “el aporte de los más jóvenes es importante planteando preguntas nuevas que exijan respuestas nuevas, que no son solo aplicar la nueva tecnología para hacerlo más atrayente o dinámico, sino también una mirada crítica de la realidad”. Yo fui uno de aquellos que Consuelo animaba para estudiar teología. Parte de los motivos por los cuales compartió conmigo su historia fue la de motivarme a “tomar la posta”.

Mi última comunicación con ella fue en diciembre de 2020. Nos encontramos en un grupo de lectura de Fratelli Tutti, organizado por el Bartolo. La última sesión me tocó facilitar la discusión. No solamente fue la primera en reaccionar a mi presentación, sino luego me envió un correo felicitándome y diciendo que le daba mucha alegría ver cuánto había crecido aquel “muchachito” que conoció años atrás. Cerraba su mensaje recordándome que hay “una gran tarea para aportar a la construcción de una humanidad hermanada”. Que duda cabe, la vida de Consuelo fue testimonio de que ese sueño del papa Francisco es una hermosa posibilidad si nos compramos el pleito y nos dejamos moldear por el amor que hace nuevas todas las cosas.

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(*) Consuelo de Prado, “Yo siento a Dios de otro modo (en el umbral de la espiritualidad)”, en Convocados por el Evangelio: 25 años de reflexión teológica (1971-1995). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú y Centro de Estudios y Publicaciones, 1995, pp. 71-89. Originalmente aparecido en la revista Páginas, número 75 de 1986.