Voces desesperadas claman por ayuda en todas partes del
Perú. La imagen de una mujer persiguiendo la comitiva presidencial en Arequipa para
pedir ayuda por su esposo enfermo, la de un periodista en Amazonas describiendo
en lágrimas la situación de los hospitales en esa región, y la lista continúa. A
pesar de los discursos oficiales de que caminamos hacia una “nueva normalidad”,
la realidad es que el COVID-19 nos está golpeando sin piedad.
Quiero pensar que la mayoría se deja conmover por esta
tragedia; más aún, porque cada vez son más los afectados por sus estragos. En esas
cosas increíbles de la naturaleza humana, cuando uno palpa el dolor está más
abierto a empatizar con el de los demás. Eso quizás explique porque, simultáneamente
al avance de la pandemia, se ve la respuesta solidaria de tantos que quieren
sumar un grano de arena para paliar sus efectos.
Qué duda cabe, estamos en un tiempo que nos desafía a
vacunarnos contra la indiferencia y el egoísmo. Pero esta sensibilidad en expansión
no puede quedarse en acciones personales, por más buenas, justas y necesarias
que estas sean. Hay algo más en juego y es preguntarnos por qué un país que se
creía económicamente exitoso está hoy en el ranking mundial del COVID-19. Claramente,
nuestras prioridades han estado mal centradas y necesitamos cambiar.
Habiendo mucho por decir al respecto, me parece
urgente una cosa: toca aprender a mirar el Perú desde el “reverso de la
historia”. El teólogo Gustavo Gutiérrez acuñó esa expresión para recalcar que
la justicia y la paz solo podrán ser reales si escuchamos la voz de quienes
sufren la pobreza. El drama de ser pobre en países como el nuestro es que,
además de carecer de lo mínimo para subsistir, son tratados como no-humanos. El
papa Francisco habla de la “cultura del descarte”, que desecha a los pobres por
considerarlos insignificantes, gente que no tiene nada que aportar a un mundo
regido por la eficiencia y la hiper-productividad.
El
signo más claro de la primacía de la “cultura del descarte” en el Perú son las
respuestas a la emergencia sanitaria. Hemos visto cómo se dan medidas que,
aunque bienintencionadas y lógicas, desconocen la realidad del mundo de los
pobres y lo profundo de las desigualdades en países como el nuestro. No se
consideró que un porcentaje alto de hogares peruanos no tiene un trabajo formal,
un salario digno, un fondo de pensiones o una refrigeradora que le permita
sostener una cuarentena estricta y larga. En la distribución de subsidios monetarios
o alimenticios, no se consideró que muchas personas en situación de pobreza
extrema no aparecen en las bases de datos de los programas sociales del Estado.
Quizás el drama más duro lo viven los pueblos indígenas de la Amazonía que, a
pesar de todas las advertencias hechas, no recibieron la prioridad que les
correspondía por su alta vulnerabilidad.
Entrar
en el mundo de los pobres implica escuchar sus historias de sufrimiento y colaborar
en que sean escuchadas. No son cifras, son personas las afectadas. Hay que
reconocer que los pobres tienen un rostro y algo que aportar. Ese es el primer
paso hacia su dignificación. Pero también hacia una proyección realista de las
metas del país. Mirar a los pobres es el mejor antídoto contra los espejismos
del éxito fácil, que nos ha hecho creer que todo avanzaba bien. Sus vidas truncadas
por la pandemia del COVID-19 y tantos otros males son un recordatorio
permanente de que el Perú es no solo un proyecto inacabado, sino un cuerpo enfermo.
Sin
embargo, si miramos la realidad desde los pobres no solamente encontramos
sufrimientos, sino motivos de esperanza. Como en otras épocas de crisis, las
organizaciones populares han respondido ante la necesidad con solidaridad,
creatividad y entrega. Por todas partes, los comedores populares y las ollas
comunes se expanden. Y en el campo, las rondas campesinas reaparecen para
ayudar a prevenir el contagio del virus. Los que menos tienen son los que más
saben compartir. Si así respondiesen los que más tienen, quizás la situación
del Perú ante el COVID-19 sería otra. El papa Francisco dice que los movimientos
populares son “poetas sociales” que desde las periferias del mundo nos
testimonian que un estilo de vivir más humano es posible.
Estando cerca del 28 de julio, no hay mucho que celebrar. Pero sí mucho que reflexionar para sanar la sociedad enferma en la que vivimos. Eso implica colocar a los pobres como centro de la agenda pública. Y eso solo será factible si hacemos el esfuerzo de mirar los estragos de la pandemia desde los ojos de los pobres. Interpelados por sus experiencias de dolor, descubriremos las verdaderas urgencias de este tiempo.
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