Descubrir la voluntad de Dios es parte de un proceso
de búsqueda permanente. El punto de partida es reconocer todo lo que uno
es, en sus luces y sombras, para presentárselo a Dios preguntándole cómo
puedo transformar eso que soy en un testimonio de su amor infinito por la
humanidad y la creación. Para ello, es vital crecer en el encuentro con
Jesús, cuya auténtica humanidad nos revela el camino para vivir conforme al fin
por el que Dios nos ha creado. La oración personal y comunitaria, la meditación
de los Evangelios y del conjunto de la Biblia, la práctica de los sacramentos
(especialmente la Eucaristía) son medios para construir una vida centrada en el
misterio de Jesús. Pero todo esto no puede quedarse solo en un saber teórico o
en realizar rituales. Para ser realmente cristiana, nuestra experiencia
espiritual debe reflejarse en nuestras acciones y, más aún, debe convertirse en
una “brújula” que orienta nuestra toma de decisiones.
Un criterio fundamental es reconocer que el
llamado de Dios se expresa en las circunstancias históricas de cada comunidad y
persona. Nuestro Dios no está al margen de la realidad que vivimos, sino que
está íntimamente comprometido con ella. Comparte nuestras alegrías y tristezas,
nuestras esperanzas y sufrimientos. En Jesús, se hizo uno de nosotros para
convocarnos a su misión: transformar nuestro mundo herido y dividido en un
lugar donde reine su amor y, por extensión, donde todas las personas puedan
vivir en fraternidad, libertad, justicia y paz. Por ello, reconocer la
voluntad de Dios implica aprender a escuchar al mundo. Es en las situaciones
concretas de nuestro entorno donde Dios nos llama a servirle de manera concreta
y específica. Especialmente, nos pide mirar allí donde nadie quiere ver. Donde
abunda la violencia, la desesperanza y el sufrimiento, está Dios clamando
porque nos hagamos presentes para sanar lo que está herido, integrar a quienes
están excluidos y reconciliar a quienes están enfrentados.
De tal manera, la voluntad de Dios no es algo
que descubrimos una vez para siempre. Pensar de esa manera nos lleva a
convertir la fe en una “rutina” o, peor aún, en una actitud pasiva de sentarnos
“cruzados de brazos”. El seguimiento de Jesús implica un proceso dinámico y
una búsqueda que dura toda la vida. Pasa con la voluntad de Dios lo mismo
que le pasa a toda persona que avanza en edad. No vemos las cosas de la misma
manera cuando tenemos 18 años que cuando superamos los 50 o vamos llegando al
final de nuestra existencia. Si no nos renovamos, corremos el riesgo de
estancarnos y perdernos en el sinsentido. De esa misma manera, si no
revisamos nuestra experiencia con Jesús y la manera cómo le servimos corremos
el riesgo de que nuestra fe caiga en la aridez y en la ineficacia. Si no
sabemos siempre estar en actitud de volver a Jesús y estar abiertos a la
realidad que nos rodea, creeremos estar siguiendo la voluntad de Dios, cuando
en realidad solo estaremos realizando nuestros propios deseos y muy
posiblemente siendo sordos al llamado de Dios.
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