Ante la presión para
reabrir las iglesias y permitir aglomeraciones, corresponde una respuesta
pastoral que combine caridad y firmeza. Ante todo, ser contundentes en refutar
las voces irresponsables que buscan invalidar las restricciones dadas para
resguardar el bien común bajo la falacia de que atentan contra la libertad
religiosa. Sus argumentos no solamente carecen de sensatez, sino que lo más
grave es que distorsionan la imagen del Dios cristiano que ha venido a que
tengamos vida en abundancia (Juan 10:10) y que, por tanto, no quiere más contagios
y muertes por COVID-19. El cuidado de la vida humana, incluso por encima del
culto religioso, es un tema central en la revelación bíblica: “Misericordia
quiero, no sacrificios (Oseas 6:6). Al final, el verdadero culto es ofrecer la
vida por los hermanos: Amar a Dios es amar al prójimo como a uno mismo (Mateo
22:37-40). Contribuir a evitar los riesgos de contagio es un acto de amor a los
hermanos y, a la vez, un acto de culto al Dios que ama incondicionalmente a la
humanidad.
Pero simultáneamente se requiere empatía con el gran número de creyentes que extraña asistir al culto comunitario, y en el caso de los católicos, celebrar la Eucaristía y recibir los sacramentos. En la Iglesia católica, nuestra experiencia religiosa está estrechamente conectada con la dimensión sacramental de la fe. Cada domingo somos invitados a congregarnos en torno al altar y la Palabra de Dios para celebrar la Eucaristía que es “fuente y culmen de toda vida cristiana” (LG 11). Es decir, todo lo experimentado en la semana lo compartimos con el Señor y la comunidad, y en ese encuentro aumentamos nuestro deseo de cultivar una vida de fe, esperanza y caridad. Es retador pedirles a los fieles ayunar del pan eucarístico y del encuentro con los hermanos.
Sin embargo, las circunstancias nos obligan a ayunar de la Eucaristía. ¿Qué hacer ante esto? Pues ni caer en los discursos irresponsables que juzgan estas restricciones injustas, pero tampoco descalificar la legítima ansia de los fieles por participar de la misa dominical. Lo que corresponde es reeducarnos para ampliar nuestra imaginación teológica, de tal manera que, mientras aguardamos el retorno del culto, estemos abiertos a crecer en la fe en estos tiempos extraordinarios. Eso implica estar abiertos a reconocer la presencia de Dios en nuevas formas que, si bien no reemplazarán la Eucaristía y los otros seis sacramentos instituidos por Cristo, nos ayudarán a que esta adquiera un sentido más profundo y conectado con la vida.
En otras palabras, la actual crisis sanitaria y social está planteando el reto de re-descubrir la sacramentalidad de la Iglesia desde ojos renovados. Ante la suspensión de la administración presencial de los sacramentos, la comunidad cristiana está llamada a profundizar sobre esta enseñanza del Concilio Vaticano II: “la Liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia, pues para que los hombres puedan llegar a la Liturgia es necesario que antes sean llamados a la fe y a la conversión” (SC 9).
Si afirmamos que la naturaleza y misión de la Iglesia es ser “sacramento de la unión íntima con Dios y de la unión de todo el género humano” (LG 1), la pandemia es una oportunidad para reavivar la convicción de que somos una comunidad visible de cristianos que, a través de su testimonio, portamos, manifestamos y comunicamos la gracia salvífica de Cristo. La sacramentalidad de la Iglesia, por tanto, refiere a cómo la Iglesia es puente entre lo humano y lo divino en una manera en que ambas dimensiones son indisociables. Es irresponsable decir que hay que priorizar la salud espiritual a la salud corporal, porque, ambas son interdependientes y complementarias.
En otras palabras, por medio de su relación con Cristo, la Iglesia da un significado tangible a la gracia redentora de Dios y la encarna en los pueblos y culturas de la tierra. Más aún, si la Iglesia y los sacramentos no están enganchados con la vida de quienes participan de ellos, no pueden ser vehículos eficaces de la gracia de Dios. Y lo sería menos si pretendiese continuar con las misas presenciales sin considerar que son focos de contagio. Actuar de esta manera es un acto de egoísmo e indiferencia ante una sociedad herida por la pandemia y, sin duda, un acto contrario a cómo Dios quiere que vivamos.
No sé trata de inventar nuevos sacramentos, sino de re-descubrir el valor de ellos en nuestra vida como cristianos. Un buen ejemplo lo estamos viendo cada domingo en las misas transmitidas desde la Catedral de Lima. El arzobispo Castillo nos propone palabras o signos que capturan las tristezas y las alegrías, los gozos y las esperanzas de nuestra nación. Nos ayuda a mirar las experiencias retadoras y desgastantes de la pandemia desde los ojos de la fe, aviva nuestra esperanza y nos exhorta a practicar la caridad en medio de tanto sufrimiento. De tal manera, la Eucaristía se convierte en un medio eficaz para transmitir la gracia y orientarnos cómo vivir la crisis en una perspectiva cristiana.
Por lo dicho, la práctica sacramental no se reduce a un rito que repetimos. Es un espacio y tiempo de encuentro con Dios y los hermanos, examen del camino recorrido y discernimiento de la voluntad de Dios para nuestras vidas. Es una oportunidad para renovar nuestra vocación personal y comunitaria de ser “sacramento de salvación”. Qué duda cabe, estamos ante un momento donde ese testimonio es más necesario que nunca. A la larga, las iglesias no han cerrado, ya que estas son constituidas por las comunidades que, a pesar de la distancia social, siguen actuando en el mundo.
Hoy hay tantos cristianos (y no cristianos) que están actualizando el sacrificio martirial de Jesús, haciéndose pan partido para los hambrientos, consuelo para los que están de duelo, esperanza para los angustiados, oxígeno para los infectados. Ver esa entrega por amor gratuito es una invitación para asumir nuestro compromiso cristiano con mayor coherencia y decisión. Y será aquello que presentaremos como dones cuando podamos volver a celebrar la Eucaristía cara a cara. Porque hemos visto y oído que aquello que creemos y celebramos no son conceptos vacíos, sino palabra hecha vida por hombres y mujeres de carne y hueso.
Mientras llega ese día del retorno a la Eucaristía presencial, nos toca profundizar la fe a través de las misas virtuales, la escucha de la Palabra de Dios u otras formas de oración. Pero, especialmente, nos toca acrecentarla desde el encuentro con el mundo que nos rodea, dejándonos afectar por lo que sucede. “Nada de lo que es humano es ajeno al corazón de los discípulos de Cristo" (GS 1).
A ejemplo de San Ignacio de Loyola, hemos de buscar a Dios en todas las cosas que van ocurriendo, las personas que nos vamos encontrando, en las luces y las sombras de este tiempo insólito. Este "peregrino loco por Jesucristo" nos enseña que la fe no consiste en certezas absolutas que nos sirven como "seguro de vida" y nos estancan en lo que siempre se ha hecho. Al contrario, es apertura a los cambios, en lo bueno y lo malo que traen, y el aprender a discernirlos desde la convicción firme que la vida adquiere sentido si la empleamos para "en todo amar y servir". En entrar en ese dinamismo, reconozcamos la gracia de Dios haciéndonos testigos de la vida y el bien en medio de la muerte y el mal traído por la pandemia.