El
corazón se me estremece constantemente durante estos días. Cada vez se hace más
cotidiano enterarme del contagio, el deceso o la necesidad de personas por
COVID-19. Y como creyente en un Dios que ama la vida no puedo dejar de
preguntarme dónde está Él en medio de esta tragedia. El Salmo 70 resume la
súplica de quienes hoy buscamos sentido en la fe cristiana: “¡Dios mío, ven a
liberarme! Señor, ¡ven pronto a socorrerme!”.
Asumo que
muchos compartirán mi impotencia. Es verdad que somos testigos de un despliegue
de compasión y solidaridad que nos transmite esperanza. Como decía el arzobispo
Castillo, en su homilía por 28 de julio, “en tan pocos meses, nunca tuvimos
tantos mártires de la Patria, en quienes se unió la iniciativa individual y el
sentido de bien común”. Sin embargo, las cifras de contagio y muerte no bajan,
y los gritos desesperados de familias pasando necesidad recorren nuestras calles y llegan
al cielo. En palabras del poeta César Vallejo -evocadas por Castillo- “¡tanto
amor y no poder nada contra la muerte!”.
¿Qué hacer
ante esta impotencia? Un camino legítimo es insistir en el servicio concreto,
creativo y humanizador. Pero siento que hay algo más que Dios nos quiere
comunicar y que involucra un trabajo desde nuestra interioridad. Según el
jesuita Benjamín González Buelta, “la contemplación de lo real es el camino para
reencontrarnos con la profundidad, con lo que se mueve más allá de las
superficies brillantes o trágicas”. Como cristianos, nos toca orar personal o
comunitariamente compartiendo con Dios nuestra frustración, angustia y
tristeza. Volcar ante Dios esos sentimientos que acongojan nuestros corazones
es el primer paso para intentar encontrar sentido.
Que esta
oración sea contemplativa, no solo de palabras, sino imaginando que somos parte
de las situaciones que nos duelen (en algunos casos esto no supondrá mayor
esfuerzo porque somos nosotros los afectados directamente). Detengámonos a
mirar los rostros de quienes sufren, escuchemos sus voces, conversemos con
ellos, compartamos nuestros propios dolores. Estemos atentos a lo que estos
encuentros suscitan en nuestros corazones y mentes. Y, antes de terminar estos
momentos de oración, imaginémonos frente a Jesús. Como un amigo que habla con otro
amigo, es decir con mucha libertad, digámosle qué nos deja este tiempo de
contemplación.
Alguno podría
pensar que contemplar el dolor es un ejercicio catártico, masoquista o insano.
Sí, esto es una advertencia válida. Hay que cuidarse de que este modo de orar
no profundice nuestra desesperación y la convierta en odio, egoísmo,
indiferencia. Si prestamos atención al dolor ajeno o propio es para transformarlo
en una oportunidad de sanación integral y conversión. Para González Buelta, “la
contemplación nos lleva a la implicación”. Orar así nos concederá la gracia de
sentirnos afectados por la tragedia y, por tanto, llamados a practicar la
solidaridad, la fraternidad, la justicia como actos de resistencia ante la
pandemia y sus males. No hay posibilidad de implicarse en la realidad si no hay
empatía que nos conecte con quienes sufren.
Pero hay algo
más. “La implicación, en muchas situaciones, nos conduce a la complicación”,
dice González Buelta. Contemplar el dolor nos transforma en personas más
sensibles, compasivas y encarnadas en la realidad. Palpar nuestra
vulnerabilidad y la de los demás es descubrir el llamado a la conversión más
urgente que nuestro mundo necesita: renunciar al egocentrismo para abrirnos a
una comprensión relacional y comunitaria de la vida. El yo no tiene sentido sin
el nosotros. El bienestar solo es pleno si es compartido. Y caminar hacia
ello en un mundo tan autorreferencial como en el que vivimos es complicarse la
vida, jugársela por un cambio de mentalidad que, aunque difícil, es necesario.
Contemplar los
dolores causados por la pandemia nos conducirá a “implicarnos” en la realidad
para “complicarnos” y hacer que esta sea más humana. Y lo hará porque desvelará
los espejismos en los que hemos confiado ciegamente, “pensando en mantenernos
siempre sanos en un mundo enfermo”, como dijo el papa Francisco. Confrontados
con la verdad, necesitaremos recentrar nuestras prioridades como personas y comunidades,
Estado, Iglesia y sociedad. El arzobispo Castillo hizo una buena síntesis de aquellos
retos colectivos que el drama de la pandemia nos plantea: “superar la estrechez
con la anchura, el monopolio con la sana competencia, la mezquindad y la
corrupción con la ganancia adecuada y justa, el dominio de la naturaleza con su
cuidado, la salud como negocio con la salud como servicio, la herencia de
costumbres coloniales colonizadoras con el trato respetuoso y dignificador”.
Empecé preguntándome, ¿dónde está Dios en todo esto? Pues, como en todo tiempo y especialmente en medio de la crisis, lo podemos encontrar hablando desde nuestro interior y llamándonos a la conversión. Al igual que al profeta Ezequiel, nos renueva hoy su promesa de restaurar nuestra dignidad herida y renovar nuestra esperanza: "Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne" (36:26). Sin embargo, esa promesa no puede realizarse si no estamos abiertos a escucharlo. Para ello, una mirada contemplativa a los acontecimiento de la pandemia es un medio que nos dispondrá a la escucha, nos iluminará en medio de las sombras y nos comprometerá con la conversión a la que nos convoca Dios.
No podrá haber una "nueva normalidad" sino se estremecen nuestras entrañas por medio de la compasión que nos conecta con el dolor de quienes sufren. Acojamos el don que Dios quiere darnos hoy: un corazón de carne, sensible ante la tragedia que vivimos, y un espíritu renovado para sanar el mundo enfermo que habitamos y ser constructores de una nueva humanidad.
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