La imposibilidad de acompañar a nuestros seres
queridos en su lecho de muerte debe ser una de las experiencias más dolorosas
que ha traído la pandemia. No hay palabras suficientes para consolar a quienes ven
partir a familiares y amigos (muchas veces de manera prematura). Y, por lo
mismo, es admirable ser testigo de cómo las personas van creando sus maneras
para expresar su inmenso amor en estas circunstancias. Hoy muchas historias nos
invitan a redescubrir que un duelo vivido con esperanza nos sostiene en medio
de la tragedia de perder a alguien en tiempos de distanciamiento social. Comparto
algunas reflexiones que brotan de escuchar el testimonio valiente de quienes les
ha tocado vivir esta penosa experiencia.
El duelo es amigo de la gratitud. Si la muerte
de alguien nos afecta, es porque esa persona significa algo en nuestra vida. Despedir
a un ser querido es oportunidad para hacer memoria de eso y traer al corazón
aquellas experiencias que nos unen a quien ha partido. Es ponerse un tanto
nostálgico, pero como camino para expresar nuestra gratitud por cuanto amor y
bien hemos recibido de quien nos ha dejado. Pero para que sea un ejercicio
sanador hay que encontrar formas personales de expresarlo. Escribir una carta,
preparar una oración comunitaria o una reunión familiar virtual, escuchar o
bailar música que nos evoca a esa persona, mirar fotografías, organizar sus
pertenencias, etc. Aquellas alternativas (y muchas otras que broten en el
corazón de los deudos) pueden ayudar a despedirse simbólicamente y expresar
aquello que no se pudo decir en el momento oportuno. Sin duda, será doloroso,
pero nos ayudará expresar esos sentimientos contenidos en el corazón.
Está bien sentirse triste. Hemos perdido a
alguien que amamos. Que no nos afectase sería lo preocupante. Pero no tenemos
que vivir esto solos. Al contrario, hemos de tener cuidado de no encerrarnos en
nuestro dolor. Y es más fácil no caer en ello si recordamos que el duelo nos
une a otros, quienes también extrañarán la presencia física del ser querido.
Busquemos a familiares y amigos para compartir la tristeza y consolarnos. Dolor
que es compartido es más llevadero. Sin duda, será motivo para fortalecer
nuestros vínculos con quienes siguen caminando entre nosotros y reconocer que
hay motivos para seguir adelante a pesar de la pérdida. En caso sintamos que la
situación nos desborda podemos recurrir a acompañamiento profesional, sea
psicológico o espiritual (o ambos). Hay instituciones que vienen brindando el servicio
de escucha de manera gratuita. Lo importante es saber que no tenemos que pasar
por esto solos.
Tener paciencia con uno mismo y con los demás.
Hay días donde todo se revuelve y hay otros donde es posible cierta serenidad. Que
nuestras emociones fluctúen de manera radical es parte del camino del duelo. Pero
también hay que recordar que no todos vivimos la pérdida de la misma manera. Podemos
caer en la tentación de querer que todos hagan luto según nuestro modo. Y así
terminamos arrojando juicios contra quienes pensamos no les importa. Pero, en
el fondo, sí les afecta, y al igual que nosotros les cuesta enfrentar la
situación. Toca ser respetuoso y paciente del proceso de los demás, de la misma
manera como deseamos que los demás sean respetuosos con nuestro proceso.
Aprender que, ante un duelo, en vez de juicios y reclamos, lo único que
funciona realmente es la compasión y la disposición de estar allí para el otro
y de la manera en que ese otro quiera que estemos. Y, eso sí, no solamente
ofrecer acompañamiento, sino dejarse acompañar, porque uno mismo también lo
necesita.
El reto más grande es vivir el duelo con esperanza.
Siempre me conmueve las palabras que las personas formulan para consolarse y
confiar que el ser amado no se ha ido para siempre. En la cultura cristiana, la
fe en la resurrección alimenta una mirada a la muerte sin desesperación. Usualmente
decimos: “Ya descansa en paz”. Esa expresión es mucho más que resignación. Es
signo de que la vida de nuestro ser querido no ha concluido con la muerte. Vive
para siempre en la presencia de Dios y la muerte ya no tiene poder alguno sobre
él o ella (Rom. 6:9). Allí donde ha ido ya no habrá sufrimiento ni dolor (Ap.
21:4). Cuando he perdido familiares o mentores, me da mucho consuelo imaginarme
a esa persona encontrándose con Dios y dándose un abrazo larguísimo. Y repetirme
y compartir con otros mi fe en que quien se ha ido ahora vive gozando
eternamente del abrazo eterno de aquel Dios que es amor infinito e
incondicional.
“Sigue viviendo en nuestros corazones” es otra
frase que mucha gente dice para consolarse. Pienso que, desde una perspectiva
cristiana, contiene mucha sabiduría. Nos confirma en que la muerte física no es
el final del camino, pues creemos en la resurrección de los muertos y en la
vida eterna. Pero además nos transmite la serenidad que esa persona sigue acompañándonos
de alguna manera misteriosa. No como un fantasma que se asoma de vez en cuando,
que termina siendo una ilusión. Más bien, habita en nuestro corazón, aquel
órgano de nuestro cuerpo que en el pensamiento bíblico alberga la integralidad
del ser humano. Quien nos deja nos ha marcado de maneras que son inolvidables y,
por eso, sigue estando en nosotros a través de nuestros pensamientos, memoria,
sentimientos, voluntad, acciones. Nuestra manera de hablar o de hacer, nuestros
gustos o intereses, nuestros valores y sueños, entre tantas otras dimensiones
de nuestra identidad nos conectan con el ser amado
“La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, sino se transforma”, reza el prefacio de la misa de difuntos. Es una buena manera de sintetizar la fe en que el duelo puede abrirnos a la esperanza. Es la confianza en que la muerte nunca tiene la última palabra. Que aquellos quienes la muerte física nos arrebata parten a un lugar donde gozarán de una vida plena. Y, lo más importante, que el amor no termina con la muerte física; al contrario, permanece nutriendo un vínculo que nunca se irá por completo. Por eso, quienes nos dejan físicamente siguen caminando con nosotros dentro del corazón, pero como una nueva presencia. La memoria agradecida del amor que nos dieron -signo real del amor de Dios en nuestra vida- es aliento para testimoniar que siempre es el amor el que vence a la muerte. Honremos la memoria de nuestros difuntos amando tal y como hemos sido amados. Eso es vivir el duelo con esperanza.
Muchas gracias Juan Miguel por esta reflexión tan sentida. Me la has compartido en el momento perfecto. Cinco días antes de que tu publicaras esto, se conmemoraban ocho años del sensible fallecimiento de Christians Edward Vilchez Rios. Me has dado un rayo de luz más en este día. Un gran abrazo y beso, Novak
ResponderEliminarMe alegro que la reflexión haya sido significativa para ti, querida Novak. Perdona que recién te contesto. No había visto tu comentario. Te deseo un feliz y esperanzador año nuevo
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