sábado, 20 de marzo de 2021

LUIS BAMBARÉN GASTELUMENDI, S.J.

Fuente: Archivo de Servicios Educativos El Agustino


La partida del jesuita Luis Bambarén Gastelumendi enluta a la Iglesia peruana y latinoamericana. Bambarén era de los últimos obispos que quedaban vivos de esa primera generación que vivió el Concilio Vaticano II y Medellín. Su vida grafica la terca apuesta de muchos cristianos en Latinoamérica por edificar una Iglesia pobre y al lado de los pobres, coherente con el Evangelio de Jesucristo, recinto de justicia, paz y reconciliación, comprometida con la vida plena para nuestros pueblos.

Nacido en Yungay (Ancash) en 1928, Bambarén tempranamente se trasladó a Lima, donde realizó sus estudios escolares en el colegio de la Inmaculada. Allí conoció a la Compañía de Jesús, a la que ingresó un 20 de abril de 1944 para iniciar el noviciado. El resto de su formación la hizo entre España y el Perú, siendo ordenado sacerdote en 1958. Sus primeros encargos pastorales fueron como profesor del Colegio de la Inmaculada en Lima y, luego, en el Colegio San Ignacio de Piura.

Por los años 1960, entre los jesuitas ya florecía una consciencia social y Bambarén se formó en este ambiente. Por eso, tanto en la Inmaculada como en el San Ignacio -ambos colegios de élite-, promovió que los estudiantes tuvieran experiencias de cercanía con el mundo de los pobres. Además, en 1964, creó el Instituto de Mecánica Agrícola en Piura como un centro de educación técnica para hombres del campo.

En 1968, el cardenal Juan Landázuri lo convocó para que fuera su obispo auxiliar en una Lima que crecía rápidamente. En signo de su opción por los pobres, pidió ser ordenado obispo en la parroquia San Martín de Porres, ubicada en uno de los nuevos barrios populares de la capital. Este evento marcó su misión, pues estuvo encargado de coordinar el trabajo pastoral en las zonas periféricas de Lima, donde los pobres levantaban sus viviendas en medio del desierto o los cerros. Al recorrer este camino, sumó esfuerzos con sus hermanos obispos auxiliares Germán Schmitz M.S.C. y Augusto Beuzeville, así como numerosas congregaciones religiosas, movimientos laicales y comunidades cristianas de base.

Testimonio de Bambarén sobre la pastoral social en Lima Norte

Las precarias condiciones de vida y el origen informal de estos asentamientos hicieron que en la opinión pública limeña fueran llamados despectivamente “barriadas” o “invasiones”. A Bambarén le pareció que esta manera de hablar deshumanizaba a hombres y mujeres que con mucho esfuerzo sacaban adelante a sus familias y buscaban forjarse un futuro mejor. Por eso, popularizó hablar de estos espacios como “pueblos jóvenes”, resaltando que eran comunidades que estaban luchando por ser agentes de su destino y construir una nueva ciudad.

Pero su apoyo no se quedó en el plano retórico. Su contacto directo con los “pueblos jóvenes” lo convirtió en aliado de las organizaciones vecinales en sus luchas por una vivienda digna. Esto se hizo visible cuando en 1971 fue arrestado por orden del ministro del Interior, el general Guillermo Artola, por solidarizarse con un grupo que había ocupado terrenos en Pamplona Alta. El intento de la Policía por desalojarlos había dejado como saldo un muerto, y Bambarén se hizo presente y celebró una misa por el fallecido. El incidente derivó no solo en la rápida liberación de Bambarén, sino en la reubicación de estas familias en lo que hoy es Villa El Salvador, distrito reconocido por su fuerte organización vecinal y autogestión popular, en donde se forjó la lideresa María Elena Moyano. Por gestos como este fue bautizado como el “obispo de los pueblos jóvenes”.

Bambarén y la historia de Villa El Salvador

Otro de sus grandes aportes fue constituir la Comisión Episcopal de Acción Social (CEAS), apoyado inicialmente por Ricardo Antoncich S.J. y luego por Ernesto Alayza Mujica. Durante las décadas de 1970 y 1980, CEAS fue una plataforma desde donde la Iglesia católica se conectó con los movimientos sociales y colaboró en afirmar una cultura democrática y de defensa de los derechos fundamentales de los pobres. Sus equipos de profesionales laicos contribuyeron a articular el trabajo social de la Iglesia, fortalecer a diversas organizaciones sociales y generar reflexión teológica y ética sobre la realidad nacional. 

En 1978, fue transferido para dirigir la entonces Prelatura de Chimbote, que se convirtió en diócesis en 1983. Allí le tocó vivir los años de la violencia política y resistir la acción asesina de Sendero Luminoso del lado de jóvenes y asociaciones vecinales. Como en otras partes del Perú, las parroquias de la diócesis de Chimbote fueron espacios comunitarios que trabajaron para resguardar a la población, defender los derechos humanos y detener el avance de Sendero. Como consecuencia de esta apuesta diocesana fueron asesinados tres sacerdotes de la diócesis, los franciscanos polacos Miguel Tomaszek y Zbiniew Strzalkowski, y el diocesano italiano Sandro Dordi. Ellos son hoy beatos mártires reconocidos por la Iglesia universal.

Entre 1998 y 2002, fue presidente de la Conferencia Episcopal Peruana, teniendo un rol destacado en la caída del régimen fujimorista y la transición democrática. Tras la crisis política generada por el fraude electoral del año 2000, participó en la mesa de diálogo convocada por la OEA para intentar encontrar una salida democrática entre el gobierno de Alberto Fujimori y las fuerzas de oposición. Asimismo, fue observador en la Comisión de la Verdad y Reconciliación y participante en la firma del Acuerdo Nacional de 2002. Como obispo emérito, de vuelta en Lima, asumió la causa de preservar el Puericultorio Pérez Araníbar para los niños huérfanos. 

En esos procesos y en muchos otros conflictos sociales, puso al servicio del Perú sus habilidades para facilitar el diálogo y la concertación, como lo ha destacado Víctor Caballero en su nota de remembranza. No obstante, ese talante concertador no le impidió expresar sus posiciones firmes a favor de las causas justas, la defensa de los pobres, la Comisión de la Verdad o la teología de la liberación. Pero quizás su apuesta más terca fue ser un pastor cercano a su pueblo y comprometido con formar ciudadanos libres y servidores de la nación. Por donde fuera que pasó, es así como se le recuerda.

Demos gracias a Dios por tanto bien sembrado por el ministerio pastoral y el compromiso ciudadano de monseñor Bambarén. Pero, sobre todo, dejémonos inspirar por su testimonio profético. Su vida tiene mucho que enseñarnos a quienes hoy seguimos soñando con un Perú más justo y fraterno y una Iglesia empapada de Evangelio y solidaria con los últimos.

Para conocer a Mons. Bambarén, puede consultarse esta entrevista publicada por DESCO.

Bambarén sobre Teología de la liberación y el papa Francisco


martes, 9 de febrero de 2021

EL VUELO DE LA VACUNA

Captura de pantalla del Facebook de UNPRG Lovers

El Perú está siendo duramente golpeado por la segunda ola de la COVID-19. El último mes nos ha traído a la memoria los peores momentos del año 2020. Escenas de familias desesperadas buscando oxígeno o cama UCI, así como avisos de nuevos decesos cada día, vuelven a ser el pan de cada día. A esto se suman los temas irresueltos del estallido social de noviembre pasado y el panorama penumbroso de las elecciones del próximo abril. En el año del Bicentenario de nuestra Independencia, todo pareciera pintar mal.

Considerando ese escenario sombrío, no es de extrañar que la llegada del primer lote de vacunas al Perú ha sido una fiesta nacional. La cobertura de los medios de comunicación fue a todo dar. Pero quienes realmente se robaron las cámaras fueron los amigos de UNPRG Lovers, un grupo de chiclayanos a quienes se les ocurrió transmitir vía Facebook Live el vuelo de la vacuna hacia el Perú. Desde China hasta su desembarque en El Callao, cientos de miles de peruanos siguieron el acontecimiento acompañados de cumbia, nuestras canciones patrióticas y la chacota típica del humor nacional. Aunque algunos lo consideren una excentricidad, la verdad es que terminó alcanzando 913 mil reproducciones.

Muchos verán en esto una anécdota más del genio creativo peruano, capaz de reírse de las desgracias para encontrar motivos para seguir adelante. Honestamente, creo que hay algo más. Al conectarme, lo que mis ojos vieron fue un espacio de encuentro entre personas diversas, que no nos conocemos cara a cara, pero que compartimos un amor por el Perú y un deseo hondo de que las cosas se hagan bien para que el sufrimiento acabe. Allí se respiraba fraternidad y esperanza. Éramos testigos de una hermandad espontánea que celebraba que la muerte y el llanto no serán para siempre, y que la vida, al final, triunfará.

El espíritu reinante en ese espacio virtual me llenó de esperanza. Y no me refiero solo a las vidas que serán protegidas gracias a esas vacunas. En ese momento, sentí que los peruanos tenemos ganas de “querer ser pueblo”, como dice el papa Francisco; es decir, de entendernos como un nosotros que es más que una suma de individualidades (1). Un pueblo se construye a través de experiencias que hermanan, donde se forjan vínculos de amistad social, se descubren las cosas en común y se aprende a soñar juntos. Ser pueblo “es formar parte de una identidad común hecha de lazos sociales y culturales”, lo que constituye la base para pensar en un proyecto colectivo, que promueva la dignidad de todos y todas, y que se haga realidad gracias al compromiso colectivo (2). En la fiesta por la vacuna, reconocí un potencial para caminar hacia ese horizonte.

No quiero pecar de excesivo optimismo, pues admito que son muchas las limitaciones para constituirnos en pueblo. El Perú es de los países con más alto índice de desconfianza entre ciudadanos, donde la precariedad de la vida y la violación de derechos fundamentales se trata con normalidad, donde prima una cultura que privilegia la acción individual por encima de la colectiva, y donde la clase política decepciona cada día más. Basta ver las voces mezquinas de quienes se andan quejando que 300 mil vacunas no son suficientes para que la esperanza se desinfle un poco. Sin embargo, el domingo pasado sentí que no éramos causa perdida, tal y como los profetas de calamidades nos quieren vender siempre. Cuando nos lo proponemos, podemos aspirar a ser un Perú nuevo, regenerado desde el encuentro jovial y el trabajo duro de quienes formamos parte de esta nación.

Quizás mi esperanza no es tan infundada. “Poner el hombro” es uno de los lemas que han acompañado la algarabía por la llegada de la vacuna. Es un llamado a que cada uno asuma su responsabilidad en esta lucha que es de todos, y en la que solo nos salvaremos trabajando juntos. En el fondo, la pandemia es una oportunidad de aprendizaje. Ojalá sepamos mirar más lejos y hacer de esa alegría por las vacunas un motivo para hacernos más hermanos, soñar juntos el Perú que queremos y poner el hombro para hacerlo realidad.


(1) Papa Francisco, carta encíclica Fratelli Tutti, n. 77.
(2) Papa Francisco, carta encíclica Fratelli Tutti, n. 157-158

miércoles, 20 de enero de 2021

RECURSOS PARA CREYENTES EN BÚSQUEDA

Fuente: Freepik

Constantemente, me encuentro con personas que están en búsqueda de recursos para alimentar su vida de fe, pero tienen poco tiempo por la carga laboral (especialmente demandante en tiempos de pandemia) o les cuesta encontrarse en los formatos y lenguajes que tradicionalmente asociamos a la formación religiosa. Si eres uno de esos creyentes en búsqueda, pero ocupados o insatisfechos, comparto esta lista de sitios web que suelo recomendar cuando alguien me consulta. Todos estan planteados desde una perspectiva cristiana catolica, interesada en dialogar constructivamente con la diversidad religiosa y el mundo complejo en que vivimos. 

Ojala los encuentren utiles y, por favor, si tienen otros recursos que les parecen valioso compartir, sugieránmelos en la sección de comentarios. Abierto a sus contribuciones para enriquecer esta lista.

Para orar

Rezando voy es una aplicación de los jesuitas de España, que, a modo de podcast, propone secuencias diarias para orar por 10-15 minutos. Para ello, conecta alguna de las lecturas bíblicas de la liturgia del día con experiencias de la vida cotidiana. Es ideal para quienes encuentran dificil concentrarse, pues consta de grabaciones que presentan la Palabra de Dios acompañada por música y preguntas para reflexionar. El ideal es separar un espacio del día para orar con la propuesta de Rezando voy. Pero como esto no siempre se puede, lo bueno de este recurso es que pueden escucharlo en algún tiempo vacío (como en el transporte público o durante una caminata larga). Aunque no puedan dedicarse de lleno a la oracion, se quedarán con algo resonando en su corazon o alguna pregunta para seguir reflexionando en el dia.  

 

Espacio sagrado es un recurso administrado por los jesuitas de Irlanda bastante similar al anterior. Quizás la diferencia está en que la secuencia siempre está basada en el Evangelio del día y que sigue un formato más tradicional de navegación. Quizás es más útil para quienes se sienten mas cómodos leyendo, que escuchando un audio.

 

Ejercicios espirituales en la vida diaria es un sitio de los jesuitas de Chile, que es ideal para quienes estan buscando profundizar en su experiencia de oración o se sienten insatisfechos y necesitan hacer un alto para examinar el camino recorrido. En breve, ofrece la posibilidad de seguir de manera virtual la experiencia de los Ejercicios Espirituales, que es una pedagogia espiritual creada por san Ignacio de Loyola para ayudarnos a examinar nuestras experiencias a la luz del amor de Dios y orientarnos en la toma de decisiones que nos conduzcan hacia una vida cristiana más plena. 


Para integrar fe y vida

Pastoral SJ es otra propuesta fantástica de los jesuitas de España. Su propósito es dar una mirada a la realidad desde la fe y las inquietudes de la gente joven. Los materiales, en verdad, ayudan a mostrar que la fe cristiana, aun habiendo acumulado un par de milenios de antigüedad, tiene una actualidad impresionante. Para ello, usa un abánico amplio de recursos que van desde artículos breves, videos, música, recomendaciones de películas o pautas para oracion personal y comunitaria.


Si son más de seguir Youtubers, estos canales pueden resultarles interesantes. Ellos y ella intentan conectar las inquietudes de hoy con la sabiduria cristiana, y explícitamente generan un diálogo con quienes no creen al modo cristiano, pero tienen un corazón sediento de trascendencia. 


Jose Maria Rodriguez Olaizola es jesuita español y uno de los motores de PastoralSJ y RezandoVoy.


Smdani es el pseudónimo de Dani Pajuelo, sacerdote español marianista. Es reconocido por sus entrevistas a otros youtubers no cristianos, donde intenta tender puentes y mostrar que la inquietud espiritual está en todos.


Xiskya Valladares es religiosa nicaragüense de la congregacion Pureza de María, conocida en el mundo digital como la "monja tuitera".


Para educar a los niños en la fe

Varios amigos de mi generacion ya empezaron a tener descendencia, por lo que también me he encontrado con la pregunta sobre cómo introducir a los niños y las niñas en la experiencia de fe. Sin ser experto en la materia, encuentro estos dos recursos grandiosos para sembrar dos aspectos claves para todo itinerario cristiano: el contacto con la Palabra de Dios como fuente de sabiduría para la vida y la oración como espacio de encuentro con Dios.


Valivan es un programa donde un fraile franciscano y una comunidad de marionetas atraviesan situaciones de la vida cotidiana de los niños. El fraile Valivan utiliza las parábolas de Jesús para ayudar a las marionetas a responder a los retos que enfrentan. Las narraciones de las parábolas son hermosas e ideales para enganchar a los niños. 


Rezando voy tiene su sección Infantil para ayudar a los padres a enseñarles a los pequeños de la casa cómo orar. 


Ojalá estos materiales sean de utilidad. Y si están en búsqueda de recursos para cultivar otras dimensiones de la fe, por favor, no duden en comentar.



domingo, 10 de enero de 2021

LÁMPARAS Y NO ESTRELLAS

Fuente: Frame Pool

“Si cada uno hiciera bien lo que le toca hacer, tendríamos un mundo más justo y fraterno”. Aunque para muchos esa sea una frase cliché, encuentro en ella una profunda sabiduría. A fines de noviembre, se la volví a escuchar a un joven profesional del Cusco durante un encuentro virtual de voluntariados universitarios. En ese momento, resonaba fuerte los ecos del estallido social en el Perú y la esperanza en la “generación del Bicentenario”. Sus palabras no eran vacías, sino estaban llenas de convicción y ejemplo. Nos contó que era parte de un equipo de jóvenes que había creado una consultora. Su granito de arena para construir un Perú mejor era realizar sus contratos con eficiencia, compromiso y transparencia, y negándose a ceder ante los mecanismos tan naturalizados de corrupción en el sector público.

Al escucharlo, me quedé pensando qué pasa que se hace tan difícil poner en práctica ese mínimo indispensable de hacer bien lo que le toca a cada uno. Aunque claramente hay varias formas de entrar a esa pregunta, me animo a lanzar una idea para alentar una conversación al respecto. Para mí, tiene que ver con que la cultura hoy nos orienta a ser estrellas, que destaquen por encima de los demás y que acumulen poder, dinero, fama, experiencias memorables y un largo etc. Si bien hay algo de legítimo en esta aspiración a ser más, también se corre algunos riesgos cuando solo nos mueve el deseo de ser visto. Las estrellas usan su luz interior para captar la atención de los demás y ser alabados por todos. El mundo virtual es un buen ejemplo de esta mentalidad. La meta es ser un influencer que acumula contactos, likes y comentarios.

¿Dónde está el peligro? En un mundo de estrellas, se contagia la tendencia a colocarse en un pedestal por encima de los otros y a creer que el prestigio personal obliga a los demás a girar a nuestro alrededor. Nos concebimos como objetos de culto y, por tanto, todo se orienta a alimentar nuestro ego. La consecuencia es el narcisismo, la incapacidad de mirar más allá de uno mismo. Y en el reino del egocentrismo abunda la indiferencia y el abuso. Es el triunfo de la lógica del sacar provecho del otro para favorecer los propios intereses. Es una mentalidad que termina dejando personas heridas por doquier, muchas veces paralizadas e indefensas, o resentidas y buscando revancha.

El planteamiento de aquel joven cusqueño, más bien, implica que nos concibamos como lámparas, que comparten su luz para que otros puedan ver. Es vivir enraizado en la convicción que la misión -esa razón por la cual estamos en el mundo y que orienta la vida personal- es estar al servicio de los demás. No se trata de brillar para el goce individual, sino de ser medio para el crecimiento de los demás. En pocas palabras, usar el propio talento para que otros talentos brillen. En oposición al egocentrismo de las estrellas, el ser lámpara es practicar la humildad que nos libera de las ambiciones mundanas y la falsa seguridad que da acumular prestigio, poder o tantas otras cosas. Es convencerse de que es mejor comprometerse fielmente en lo poco y en lo cotidiano, en lo que uno tiene delante y que puede hacer bien.

Si aspiramos a marcar una diferencia en el mundo, el camino no es buscar reflectores para que todos nos miren, escuchen o toquen. Más bien, lo que nos conduce a ese horizonte es asumirnos como obreros comprometidos con la labor cotidiana de cuidar a las personas que nos rodean y asumir con seriedad y dedicación nuestras tareas como miembros de las comunidades e instituciones a las que pertenecemos. El servicio nunca es ideológico, como enseña el papa Francisco, porque se sirve a personas, no a ideas o a nuestro propio ego. Vivir como lámparas nos abre a la “verdadera sabiduría” que supera el narcisismo para abrirse al encuentro con la realidad, a sentarse a escuchar al otro y acogerlo como nuestro  hermano (1).

Qué duda cabe, necesitamos crecer en una mentalidad donde seamos más lámparas que estrellas. Solo así el mundo podrá ser lo que debe ser. En esta tarea, los cristianos tenemos una responsabilidad. Jesús nos enseña que aquel que quiera llegar a ser grande no debe dominar ni oprimir, sino ser servidor de todos (Mateo 20, 25-27). Al mirar la vida de Jesús descubrimos que estas no fueron palabras vacías, sino que, como el joven cusqueño y tantos otros héroes cotidianos, se la jugó en ser lámpara y no estrella. Aquel a quien los cristianos confesamos como “el nombre que está sobre todo nombre”, lo es porque “se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo y se hizo semejante a los seres humanos” (Filipenses 2, 7.8). Que nuestra fe en Jesús, el servidor de todos y todas, nos inspire a encarnar una espiritualidad de lámparas en un mundo sombrío y cerrado, tan necesitado de luz y encuentros.  

(1) Papa Francisco, carta encíclica Fratelli Tutti, n. 47-48.


jueves, 24 de diciembre de 2020

UN NIÑO NOS HA NACIDO

James B. Janknegt, Nativity, 1995.
Fuente: https://thejesusquestion.org/2011/12/25/nativity-paintings-from-around-the-world/

Esta Navidad se presenta sombría tras un año 2020 marcado por el duelo, el desgaste y la incertidumbre. La llegada de la vacuna contra la COVID-19 alguna esperanza transmite que eventualmente volveremos a la “normalidad”, aun cuando esa sensación esconda injusticia por dejar a las naciones pobres al final de la cola. Igual, en todas partes del mundo, se recomienda suspender el acostumbrado boato de las celebraciones de fin de año y optar por la sencillez. Muchos extrañarán las grandes mesas que congregan a toda la familia y no pocos se verán obligados a pasarla solos. La fiesta más esperada del año se verá ensombrecida por las ausencias de los caídos por el virus y otras pandemias sociales, y por la falta de trabajo, pan y paz en muchos hogares y pueblos. Quienes pretenden celebrar como si nada estuviese pasando, harían bien en recordar que muchos han sufrido y siguen sufriendo.

Dicho todo esto, ¿tendrá sentido celebrar la Navidad? A lo mejor, es justo en medio de circunstancias duras donde el nacimiento de Jesús adquiere más sentido que nunca. Hace poco, una colega escribió que recibir noticias del nacimiento de hijos de amigos o familiares había sido una fuente de esperanza para sobrellevar las cargas de la pandemia. Y estoy totalmente de acuerdo con ella. El traer al mundo a un niño o una niña en medio de tantas sombras es un acto de radical esperanza y de amor incondicional. Y nos recuerda que nadie ha comprado su propia vida. Esta se nos ha dado gratis, porque alguien tuvo el deseo, y no pocas veces también la valentía, de traernos al mundo. El nacimiento de un bebé es la afirmación más contundente que, pese a todas las sombras desatadas por la pandemia, la vida tiene sentido y vale la pena luchar por promoverla.

Cada niño o niña que viene al mundo es un regalo para su familia, su pueblo y la humanidad entera, especialmente en tiempos de crisis. El rostro de un recién nacido despierta una ternura que toca hasta el corazón más duro. Pero también es un llamado al compromiso con la vida de ese otro tan pequeño y frágil. A los bebés hay que cuidarlos, tarea que no siempre es fácil y placentera. Sin embargo, hay algo en el vínculo que se teje con los niños y las niñas que nos moviliza intensamente, que nos dispone a querer ofrecer la vida por esos seres que, aunque a veces fastidiosos, se vuelven un motivo de constante alegría y esperanza. Al acercarnos a ellos y ellas, descubrimos que el amor es el motor de la vida y de la historia humana, aquella fuerza que nos inspira a transformar la realidad para que sea un lugar mejor para las nuevas generaciones. Y a desvelarse por cuidar de los pequeños miembros de nuestras familias, para que crezcan haciéndose hombres y mujeres de bien.

Esto no es algo que hemos aprendido con la pandemia actual. Lo sabemos bastante quienes nacimos o crecimos durante los años 1980, cuando el Perú colapsaba por la violencia, la pobreza, el hambre. Cuantas familias peruanas encontraron en sus pequeños el motivo para seguir luchando en medio de tantas adversidades. Esta historia se repite ayer y hoy en tantos otros contextos del planeta. Incluso, es parte de la revelación bíblica. Varios hombres y mujeres llamados por Dios nacieron en circunstancias adversas y, gracias al cuidado de sus madres/padres y la gracia de Dios, se convirtieron en signo de esperanza para el pueblo de Israel. Fue la historia del mismo Jesús, nacido en un establo por falta de recursos y hospitalidad, en medio de la dominación de un Imperio que oprimía a su pueblo. Gracias al amor y ejemplo de María y José, aquel nacido en un pesebre se hizo profeta grande en obras y palabras, modelo de perfecta humanidad, rostro vivo de Dios para todas las generaciones.

El profeta Isaías entendió el poder de este símbolo, cuando le anunciaba a su pueblo que “caminaba en tinieblas” que “un niño nos ha nacido” trayendo una luz de esperanza. Con su venida renacería la alegría y se reestablecería la paz y la justicia, sentenciando que estos frutos eran acción del amor ardiente de Dios (Isaías 9, 1-6). La tradición cristiana ha leído en este oráculo de Isaías la encarnación de Jesús, el Hijo del Dios-amor, quien vino y sigue viniendo a nosotros para contagiarnos de esperanza y testimoniar la fuerza transformadora del amor, sobre todo en los tiempos más oscuros.  

La alegría y la esperanza que trae la Navidad no está en la mesa llena o la acumulación de regalos. Está en el celebrar a un Dios que ha querido hacerse concretamente parte de la vida de la humanidad, compartir nuestros gozos y tristezas, consolarnos en el dolor, avivar nuestra búsqueda de felicidad, inspirarnos a estar al servicio de los demás. Es hermoso que el signo por el que quiso hacer esto fue “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lucas 2, 12). Dios quiso nacer como cualquiera de nosotros, mostrándose como un bebé que nos recuerda lo fundamental de la condición humana y aquello a lo que estamos llamados. Que descubramos al Mesías y la alegría de la Navidad en tantos niños y niñas que nos han nacido durante la pandemia. Que en ellos y ellas encontremos la esperanza para regenerar al mundo y hacer de este una casa donde todos se sientan bienvenidos.


martes, 27 de octubre de 2020

EL SEÑOR DE LOS MILAGROS EN EL CORAZÓN DEL PUEBLO PERUANO

 


Las procesiones del Señor de los Milagros a lo largo de octubre son símbolo de la cultura viva de Lima. Es, sin duda, una de las devociones más arraigadas en el corazón del pueblo peruano, al punto que compatriotas migrantes la han llevado más allá de las fronteras nacionales. Por ello, es triste que la pandemia nos impida ser testigos un año más de ese mar humano peregrinando por las calles de la ciudad detrás del Cristo moreno. Pero estoy seguro de que el amor de los fieles va encontrando nuevas maneras de comunicarse en medio de los tiempos desafiantes que vivimos. En el espíritu de hacer memoria agradecida, comparto tres ideas que vienen a mi corazón al pensar en el Señor de los Milagros, devoción tan querida por el pueblo de Lima y del Perú.

Devoción cristocéntrica en el corazón de los pobres

Desde sus orígenes, el culto al Señor de los Milagros ha sido una manifestación de la fe de los pobres. Según el historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte, este surgió con la formación espontánea de una cofradía de esclavos negros del barrio de Pachacamilla, ubicado en las afueras de Lima. En el mundo colonial, estas agrupaciones religiosas eran espacios donde sus integrantes compartían las vivencias y se protegían mutuamente de las desavenencias del trabajo. La cofradía adquiría una identidad a partir de la adopción de un santo patrono. En este caso, los negros de Pachacamilla se congregaban en torno a la imagen de Cristo crucificado, reconociendo que Él los llevaba en su corazón y los amaba. Era el símbolo de la fraternidad y la solidaridad vivida en la cofradía. Los últimos de la sociedad colonial, como tantos pobres e insignificantes de nuestro tiempo, descubrían en el rostro de Jesús que no estaban solos ni olvidados. El sentirse amados por Dios y por los hermanos era una razón para caminar con esperanza y en solidaridad con los otros, y aspirar a una vida con dignidad.

La fiesta y la religiosidad popular

En su catequesis del 12 de agosto de 2015, Francisco recordaba que la fiesta es una “invención de Dios” y dimensión central de la fe cristiana. Pero esta “no es la pereza de estar en el sofá o la emoción de una tonta evasión”, sino en su sentido más hondo “una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho”, un tiempo de contemplación y gozo porque se camina acompañado. En mis recuerdos, el mes morado tiene mucho de esto. Mi abuelo, fiel devoto del Señor de los Milagros, cada año congregaba a toda la familia para asistir a la misa y procesión del día 18. Era un momento para dar gracias por tanto bien recibido, pero además para gozar de la familia reunida. El ritual siempre conducía a un desayuno festivo en la calle Capón. La experiencia religiosa era parte de la alegría de vivir.

Camino para una cultura del encuentro

Para las comunidades de peruanos migrantes, el Cristo de Pachacamilla se ha convertido en un elemento de identidad que los mantiene unidos a su cultura originaria y los acompaña en las experiencias, muchas veces duras, de adaptarse a un nuevo contexto. Pero, adicionalmente, es una posibilidad para construir caminos de integración. Como anotan Claudia Rosas y Milton Godoy (1), la presencia del culto al Señor de los Milagros en Santiago de Chile, institucionalizada desde 1992, se ha convertido en un espacio de cercanía entre peruanos y chilenos, hijos de dos pueblos hermanados por la fe cristiana. La misma iglesia local reconoció y apoyó esta iniciativa, siendo un gesto de esta actitud la donación de la imagen por parte del cardenal Errázuriz en 1993. Al decir de Francisco, esta devoción se convierte en una oportunidad para cultivar una “cultura del encuentro”, aquella que aspira a que todos y todas nos reconozcamos como hijos del Dios de Jesús y aprendamos a colaborar juntos por una sociedad donde nadie se sienta excluido.

Que el Cristo moreno siga inspirándonos a hacer grande al Perú. Que cada uno de sus devotos se sienta animado a convertirse en un milagro para los demás.

Notas

(1) Milton Godoy Orellana y Claudia Rosas Lauro (2014). "Devociones compartidas: el culto a Santa Rosa y al Señor de los Milagros en Lima y Santiago de Chile, siglos XIX y XX". En Sergio González Miranda y Daniel Parodi, Las historias que nos unen. Episodios positivos de las relaciones peruano-chilenas, 1820-2010 (pp. 107-131). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. 

martes, 6 de octubre de 2020

ERRADICAR EL HOSTIGAMIENTO SEXUAL EN LA PUCP: UNA RESPONSABILIDAD COLECTIVA

Protesta contra el hostigamiento sexual en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile

Con mucha vergüenza y dolor, durante los últimos meses, he seguido la aparición de denuncias de hostigamiento sexual y abuso de poder contra docentes de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Como egresado y profesor en dicha casa de estudios, me interpela hondamente reconocer que en nuestras aulas se producen situaciones que ponen en riesgo específicamente la integridad de nuestras estudiantes. El fin de nuestra institución es brindar condiciones para el crecimiento académico, ciudadano y humano de quienes apuestan por nuestro proyecto educativo. Es una perversión de la misión de cualquier universidad que algunos usen sistemáticamente el poder asociado al rol docente como un instrumento para involucrar a estudiantes en relaciones tóxicas y abusivas, dañándoles en su desempeño universitario, su proyecto personal y su dignidad en formas que son irreparables. Pero es aún más inadmisible en la PUCP, donde nos enorgullecemos de brindar una educación humanista inspirada en los valores cristianos.

El sentir general es que estas denuncias deben canalizarse por los vehículos institucionales, investigarse a profundidad, aplicarse sanciones a los perpetradores y reparaciones integrales a las víctimas. Estoy de acuerdo que eso es fundamental. Sin embargo, me parece que este tema requiere una respuesta que trasciende los procedimientos legales y disciplinares. La respuesta debe articularse desde una perspectiva integral y participativa, no solo centrada en lo punitivo, aun cuando esta sea una variable ineludible. Y es que las sanciones, aunque legítimas y necesarias, no bastan para resolver el problema. Estos abusos no conciernen solamente a unos pocos. Al contrario, involucran a toda la comunidad universitaria, empezando por quienes ejercemos el rol docente. El daño a un miembro de nuestra comunidad es algo que afecta al conjunto y debe despertar nuestra solidaridad. Si aspiramos erradicar prácticas de hostigamiento sexual y abuso de poder de nuestras aulas, necesitamos que todos quienes convivimos en la PUCP nos asumamos como parte de la solución.

En mi opinión, que la universidad cuente con una Comisión de Intervención contra el Hostigamiento Sexual es valioso, aun a pesar de las limitaciones que pueda tener, porque ha permitido recoger denuncias y generar protocolos de atención de estos casos. Por su parte, las denuncias en redes sociales, aunque sea materia de controversia si es el mecanismo más adecuado, han contribuido a generar conciencia sobre la gravedad del problema. No obstante, pienso que toca dar un paso adicional: interrogarnos sobre qué pasa en la PUCP que no hemos logrado practicar una cultura del cuidado integral de nuestras y nuestros estudiantes.

Toca empezar por escuchar a las víctimas y dejar que su experiencia nos revele cuan serio es el mal que enfrentamos. El reconocimiento es el primer paso que debe animarnos a comprender la complejidad de las dinámicas de abuso y las condiciones que lo permiten, apreciando que se da en distintos niveles. El hostigamiento y el abuso sexual es la manifestación más perversa, pero hay otras formas más sutiles y cotidianas en que las mujeres de la PUCP ven su dignidad dañada. El problema es complejo y multidimensional, por lo que el entendimiento de qué pasa, en qué espacios y escalas, y por qué pasa es fundamental. Escuchar a las afectadas y examinarnos críticamente como comunidad nos permitirá romper prejuicios implícitos que solo profundizan las heridas de las víctimas al estigmatizarlas como si fuesen responsables de lo sufrido y, más grave aún, que avalan que estas situaciones continúen. Reconocimiento, empatía y entendimiento son las bases para avanzar hacia compromisos concretos y eficaces dirigidos a construir relaciones, mentalidades y estructuras que garanticen un campus libre de violencia.

En la lucha contra el hostigamiento sexual y otras formas de violencia contra las mujeres, todos tenemos algo que aportar. Es crucial que asumamos esa porción de responsabilidad que nos toca. La solución empieza por cada uno y cada una de quienes integramos la comunidad universitaria. De lo contrario, nuestro silencio o indiferencia se vuelve complicidad con estas prácticas. Más aún, avanzar en este propósito implica que estudiantes, docentes, administrativos y autoridades nos examinemos como sujetos que cargamos prejuicios y costumbres que avalan el abuso en las aulas y aseguran su impunidad. No es un secreto que, ante la aparición de las denuncias, muchos hemos agachado la cabeza y admitido que sabíamos que esto pasaba, pero no hicimos nada. Para dar un giro que marque una diferencia, necesitamos una conversación que involucre a toda la comunidad universitaria, la cual sea facilitada por los especialistas y que coloque el cuidado y reparación de las víctimas en el centro. Necesitamos asumir nuestra responsabilidad colectiva ante la denigración de la dignidad de nuestras estudiantes y la distorsión de la misión de la PUCP.

Quiero reiterar que sin la participación de la comunidad universitaria la batalla no será ganada plenamente. Los modelos más efectivos de prevención de hostigamiento y abuso sexual se basan en que los miembros de la institución desarrollen habilidades para reconocer y alertar sobre comportamientos potencialmente riesgosos. Todos tenemos una responsabilidad moral en el cuidado de nuestras estudiantes y para ejercerla necesitamos educarnos. Ese es el horizonte hacia donde debemos apuntar en la PUCP: una formación que nos capacite para no quedarnos callados ante un comentario sexista, ser reflexivos sobre cómo arrastramos prejuicios implícitos de género en nuestra convivencia cotidiana, o saber cómo proceder ante un comportamiento inapropiado.

Todas y todos somos PUCP. Algunas de esa colectividad han sido dañadas en su integridad. Nuestro espíritu de comunidad nos exige que ese dolor lo hagamos nuestro. No podemos ser indiferentes. Es un asunto de coherencia y solidaridad. El rectorado ha expresado su compromiso en luchar contra este cáncer del hostigamiento sexual. Pero para el éxito de esta campaña se necesita de la colaboración de cada uno de quienes hacemos de la PUCP una institución viva al servicio de nuestros estudiantes. Y, por tanto, cada quien debe preguntarse qué le toca hacer, qué necesita aprender, qué necesita cambiar para sumar en esta meta colectiva.

Por mi parte, me he trazado el compromiso de hacer seguimiento a los casos e informarme sobre cómo otras universidades enfrentan este problema. Hoy que ando estudiando por Boston College, he descubierto que tienen un programa muy efectivo de prevención de violencia sexual basado en el empoderamiento de los estudiantes para identificar y alertar conductas de riesgo. Pero quizás lo más desafiante es que he estado reflexionando mucho en las maneras cómo siendo docente hombre gozo de privilegios y reproduzco discursos sexistas. Tener conversaciones con mis colegas mujeres me va ayudando a descubrir cómo aquella fuerza invisible del patriarcado es una realidad que condiciona mis maneras de pensar e interactuar. Así, creciendo en consciencia y empatía, espero encontrar estrategias para liberarme de estas taras y ser un agente de cambio para construir una PUCP sin ninguna forma de violencia contra las mujeres. Quizás más adelante me animo a compartir ese examen de conciencia, pero por el momento uso este espacio para invitarnos a caminar en esta senda y plantearnos la pregunta: ¿Cuál es mi responsabilidad ante estos casos y qué puedo hacer para aportar a la solución?