sábado, 20 de junio de 2020

UN CORPUS CHRISTI DISTINTO, UN LLAMADO A REFUNDAR EL PERÚ

Fuente: Arzobispado de Lima

La imagen de la Catedral de Lima repleta de fotografías de peruanos fallecidos por los estragos del COVID-19 dio la vuelta mundo. Más de 5 mil familias acogieron la iniciativa del arzobispado de homenajear a los caídos por la pandemia en la misa del Corpus Christi. Tal cifra muestra la gravedad de la crisis, por lo que lo ocurrido no es una anécdota. Es un desafío que nos confronta con la urgencia de unirnos para reflexionar sobre el presente y el futuro de este Perú herido.

El volumen de fotografías expresa el “sabor amargo” que viven miles de familias, que no han podido ofrecer un entierro digno a sus parientes por las restricciones del confinamiento. El arzobispado de Lima ha acogido esta necesidad espiritual, pero dándole un sentido aún más hondo. No se trató de una suma de duelos privados, sino un acto público de duelo nacional. Desde sus hogares, todo el país pudo unirse a quienes han perdido a alguien y solidarizarse, porque todos formamos una sola comunidad, un solo cuerpo.

El arzobispo Castillo destacó el sentido cristiano de orar por los difuntos en el Corpus Christi: “Unir esas muertes con el Cuerpo de Cristo que significa solidaridad, cariño por la gente, esperanza”. De manera especial, agradeció a los héroes que murieron dando la vida combatiendo la pandemia, cuyo testimonio actualiza la entrega generosa del cuerpo de Cristo para salvar la vida del mundo.

Esas palabras son un recordatorio a los católicos del significado de la comunión eucarística. Cada vez que comulgamos confirmamos nuestro deseo de ser uno con Cristo, alimentarnos de su estilo de vivir humanizador y compartir su misión de reconciliación. Simultáneamente, como enseña san Pablo, reconocemos nuestra interdependencia con los otros miembros de la Iglesia, porque “aun siendo muchos, un solo cuerpo somos” (1 Cor. 10:17). Somos una comunidad unida en Cristo y alimentada por su Cuerpo, lo que nos transforma en “pan partido” y ofrecido para alimentar a los demás. Como dice el apóstol, “y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Cor. 10:16).

Pero este mensaje tiene un valor universal, aplicable a toda la ciudadanía. En simple, el Perú no podrá enfrentar la pandemia y sus consecuencias si no se une como una comunidad de hermanos llamados a salir de sí mismos para ofrecer sus cuerpos al servicio de todos. En las últimas dos décadas hemos vivido en un espejismo, creyendo que somos un “milagro económico”, invisibilizando nuestras profundas desigualdades y descartando a muchos en el camino. Hemos sido infectados del “virus del egoísmo”, cultivando un individualismo que lleva a prescindir de los demás y defender privilegios a costa del sufrimiento de muchos.


En la misa, el arzobispo Castillo denunció cómo esta mentalidad está metida en estructuras y organizaciones, poniendo el caso del sistema de salud, donde las clínicas privadas, las empresas de seguros y los proveedores de oxígeno han pecado de indiferencia ante el colapso de los hospitales estales. Castillo dijo que la salud en el Perú parece organizada para ser “un sistema de enfermedad, porque está basado en el egoísmo y el negocio, y no en la misericordia, la solidaridad y la dignidad de la gente”. Para descubrir la verdad de estas palabras basta entrar a las redes sociales para recoger los testimonios de pacientes, como el de la historiadora Gabriela Adrianzén, que sienten que el sistema funciona en contra suyo.

La pandemia es una desgracia, que podemos convertir en oportunidad para regenerar el país desde una visión que pone a las personas en el centro. Para el arzobispo Castillo, esto implica desterrar el egoísmo tan enraizado en prácticas cotidianas y estructuras sociales. Para ello, la tarea es educarnos en una conciencia de interdependencia, fraternidad y solidaridad que nos permita reconocernos como una comunidad de ciudadanos iguales, libres y hermanados. Sus palabras sintetizan dónde está la clave para refundar el Perú: “Nos debemos los unos a los otros, todo lo que tenemos es prestado y debemos compartirlo”.

Este Corpus Christi “distinto” nos alerta del riesgo que la tormenta pase sin que hayamos aprendido lo que hicimos mal y articulado una visión de futuro que realmente incluya a todos los peruanos. Si lo logramos hacer, ese será el mejor homenaje a los compatriotas caídos por el COVID-19. De lo contrario, como advirtió el arzobispo Castillo, lo que vendrá es una catedral llena de rostros de muertos por hambre y abandono. Evitar esto es responsabilidad de todos los que integramos el Perú, pero sobremanera de los poderosos que están llamados a “abrir sus corazones” y “el puño” para compartir lo que tienen. Ojalá estemos a la altura de este reto histórico y todos (especialmente los que más tienen) nos hagamos “pan partido y compartido” para calmar el sufrimiento reinante.

El hambre y tantas necesidades en el país son un “problema espiritual”, dijo Castillo, porque nos involucran a todos los miembros de la comunidad para encontrar salidas al drama que viven los más indefensos. Por tanto, no basta solo desarrollar respuestas técnicas a los problemas. Menos aún -como viene pasando- reducir el debate público a la reapertura de la economía, por más importante que esta sea. Necesitamos una visión de país que nos inspire y hermane, que sea empática y solidaria con los más vulnerables, que nos haga autocríticos y propositivos de cambios por la igualdad de oportunidades y la justicia. Esa es la respuesta pendiente ante la pandemia, en la que ya hay instituciones -como la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y el Instituto de Estudios Peruanos- ofreciendo insumos.

Gracias, arzobispo Castillo, por recordarnos lo esencial: de la pandemia debe emerger un nuevo Perú donde realmente seamos hermanos los unos de los otros.

domingo, 14 de junio de 2020

EL RACISMO: UN DESAFÍO ESPIRITUAL

Fuente: Steel Brooks/Anadolu Agency via Getty Images

Además del COVID-19, actualmente, los Estados Unidos enfrentan otra epidemia: El COVID-1619.  Esa frase se popularizó en las manifestaciones en Minneapolis, tras el asesinato del afroamericano George Floyd. Refería al año 1619 en que los primeros esclavos africanos desembarcaron en la colonia de Virginia. Y es que, por más guerra de independencia en 1776, la guerra civil (1861-65), la lucha por los derechos civiles en la década de 1960 o el triunfo de Obama en 2008, el racismo sigue estando enraizado en la política y la sociedad norteamericana. Hoy por hoy, los afroamericanos y los hispanos son las principales víctimas del COVID-19, pero también de las profundas desigualdades que fracturan a la nación que se autoconcibe como la “tierra de los libres”.

El caso de George Floyd -es decir, afroamericanos muertos como consecuencia de abuso policial- no es una excepción, sino un fenómeno recurrente. La semana pasada estuve en una oración pública donde se mencionaron al menos 100 nombres de hombres y mujeres que murieron en circunstancias similares a las de Floyd. De hecho, el lema de las protestas #BlackLivesMatter es, en realidad, el nombre de una asociación de ciudadanos que, desde 2013, promueve acciones públicas de visibilización de los crímenes contra afroamericanos que, casi siempre, quedan impunes.

Estos eventos me han llevado a hacer muchas preguntas para conocer mejor la sociedad norteamericana. Entre las cosas más impactantes, me topé con un video que simula la cotidiana experiencia de padres afroamericanos instruyendo a sus hijos cómo deben actuar si son detenidos por la policía en la calle. Me quedé atónito: lidiar con el asedio policial es parte de la socialización de los niños y adolescentes afroamericanos. En pocas palabras, la comunidad negra crece con el temor de que su vida está en riesgo constante y tan solo por la arbitraria razón de su color de piel.

Más allá del asunto del abuso policial, la naturalidad con que el racismo fluye en las relaciones sociales es realmente alarmante. Bryan Massingale, sacerdote afroamericano y profesor de Fordham University, utilizó un incidente en el Central Park de Nueva York -ocurrido el mismo día de la muerte de Floyd- para explicar esta perversa dinámica. Amy Cooper, una mujer blanca, fue confrontada por Christian Cooper, un hombre negro, por incumplir las normas del parque. La reacción de Amy fue llamar a la policía denunciando que estaba siendo hostigada por Christian. No importaba que era ella quien estaba trasgrediendo la ley, asumía que le darían la razón por el hecho de ser blanca. A esto es a lo que se denomina “supremacía blanca” (white supremacy), una ideología que opera de manera “natural” y que, en la práctica, se traduce en privilegiar a los blancos a costa del agobio de las personas de color.

La lucha contra el racismo no es una cuestión de izquierdas contra derechas, de republicanos contra demócratas. Es un life issue, como se dice en inglés, un asunto que concierne a la defensa de la dignidad de toda persona y de todas las personas. Y por serlo es más que un asunto político, ideológico o cultural: es un desafío espiritual, que nos confronta con qué significa ser auténticamente humano y qué tipo de convivencia aspiramos construir entre los que integramos la familia humana. El racismo es una barrera que impide que todos podamos ser plenamente libres, ser tratados con respeto, ser reconocidos como personas valiosas sin importar nuestro color de piel o nuestras raíces étnico-culturales. Mirar este problema como un asunto espiritual es ubicarlo por encima de banderas ideológicas o intereses políticos para afirmar que es algo que nos involucra a todos sin distinciones.

La pregunta sobre cómo erradicar este mal social es algo que nos atañe a los cristianos. Es, sin duda, parte de la proclamación del Evangelio de Jesús, cuyo horizonte es sembrar vida plena, amor, libertad, justicia, paz en todos los rincones del mundo. Digámoslo con contundencia: El racismo es incompatible con la experiencia cristiana. Es un pecado, como recientemente ha recordado el papa Francisco. Los cristianos creemos que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, dotando a cada vida humana de un valor sagrado e inquebrantable. Por ello, como han afirmado los obispos de los Estados Unidos: “no podemos hacernos de la vista gorda ante estas atrocidades y aún así pretender que respetamos toda vida humana”.

En la muerte de George Floyd y la de tantos otros afroamericanos, descubrimos un grito de inmenso dolor y desesperación de tantos hermanos y hermanas que viven en el miedo, porque su color de piel los hace víctimas de violencia y marginación. No podemos ser indiferentes. Los videos que retratan estos atropellos son un llamado a prestar atención, escuchar, involucrarnos. En el lenguaje cristiano, hablamos de “conversión” como ese proceso permanente en que buscamos transformar nuestras vidas según el fin por el que hemos sido creados, que, para los cristianos, es seguir la voluntad de Dios. A eso estamos llamados todos ante el racismo: a la conversión espiritual. Eso pasa por examinarnos personal y colectivamente, así como nuestros sistemas y estructuras. Pidamos la gracia de reconocer cómo el racismo lastima y produce injusticia (a los otros y a nosotros mismos), y cómo nuestras acciones perpetúan la discriminación. Dicha reflexión no puede quedar en palabras, sino debe traducirse en compromisos y acciones concretas, cada uno según el lugar donde está y desde lo que le toca hacer.


En este escenario, la conversión empieza por escuchar las voces de quienes reclaman indignados por la muerte de George Floyd y tantos otros que sufren por la violencia racial. Muchos han criticado los desmanes y el radicalismo de ciertas manifestaciones, perdiendo de vista, no solo que la mayoría han sido movilizaciones pacíficas, sino que la indignación y la rabia ante la injusticia son respuestas comprensibles y legítimas. “Las protestas son el lenguaje de los que no son escuchados”, dijo el arzobispo José Gómez, presidente de los obispos norteamericanos, citando a Martin Luther King. Como enseña la doctrina social de la Iglesia, es una hipocresía clamar por paz social si es que simultáneamente no se está comprometido con la concreción de la justicia. El padre Massingale, citando a Tomás de Aquino, afirma que el pecado de ira puede ser por exceso, porque se desborda y produce destrucción de la vida. Pero también por deficiencia, es decir, porque no nos enojamos ante una situación de injusticia que debería enojarnos. El mismo Jesús, ante la corrupción del Templo de Jerusalén, sintió una indignación que expresó en un acto de protesta.

Sin embargo, la ira per se no nos conduce a la solución integral del problema. Es un motor que nos pone en movimiento, pero necesitamos ver con mayor amplitud. Más aún, por más legítima que sea, la expresión de la indignación requiere límites éticos. Concretamente, marcar distancia ante el desborde de violencia. Defender que esta es la única manera de visibilizar la protesta es un discurso ambiguo que se presta a legitimar abusos. Ha sido muy doloroso contemplar cómo ciertos actos de vandalismo en el marco de las protestas antirracistas terminaron dañando a pequeños comerciantes, varios de ellos afroamericanos o personas favorables a la causa. La espiral de la violencia solo engendra más violencia, que usualmente termina volviéndose contra los inocentes y los vulnerables como “efectos inevitables”. Avalar la violencia como medio necesario es traicionar los ideales de defender que todas las vidas importan.

Más bien, la indignación bien dirigida conduce a la creatividad y la valentía. Por lo que he apreciado, las protestas recientes han servido como medio de sensibilización ciudadana y la mayoría de los norteamericanos las respaldan. El desafío actual es cómo se aterriza en propuestas para la “conversión” de todos, particularmente de quienes se sienten ajenos a esta lucha. ¿Qué está detrás de quienes ejercen la violencia racial? ¿Cómo un oficial de la policía fue capaz de aplastar su rodilla contra el cuello de George Floyd por 8 minutos y 46 segundos sin sentir ningún remordimiento? Son preguntas que necesitan plantearse para reconocer las raíces de la violencia racial y encontrar rutas para transformarla. A la larga, la meta no puede ser solo castigar a los perpetradores de delitos, sino educar una nueva humanidad. Eso será lo que garantice un cambio duradero. En breve, para desmantelar el racismo como estructura de injusticia, es fundamental formar personas justas y sensibles que encarnen la convicción que todas las vidas importan (particularmente las afroamericanas) y sean las constructoras de nuevas estructuras coherentes con tal principio.

Si bien todos estamos llamados a esta “conversión”, este llamado es doblemente necesario entre quienes detentan posiciones de poder y gozan de los privilegios de la “supremacía blanca”. Por ello, desconcierta ver autoridades, comenzando por el presidente, alimentando la polarización y amenazando con reprimir el movimiento popular, en vez de comprender en la magnitud de estos hechos una oportunidad histórica para sanar la herencia de la esclavitud. Felizmente, esta no es la actitud de todos. En un acto ejemplar, policías de Miami se arrodillaron ante la muchedumbre que protestaba frente a una comisaría. Era una manera de admitir culpa y pedir perdón, que contribuyó a reconciliar a dos bandos que no son enemigos, sino miembros de un mismo pueblo.

En ese signo, reconocemos la enseñanza de Jesús de “ofrecer la otra mejilla” no como un acto de pasividad o sometimiento, sino como una forma de romper la dinámica de la confrontación y abrir la posibilidad de sanar las heridas que nos impiden vernos como hermanos. Estas son expresiones de la conversión creativa que necesitamos. Dígase de paso estas actitudes necesitan venir principalmente de quienes son blancos y gozan de los beneficios de tal condición. Son ellos los que necesitan poner la “otra mejilla” ante la rabia de los afroamericanos, aceptando “incomodarse” y renunciar a privilegios. Como enseña Jesús, “a quien se le dio mucho, se le exigirá mucho” (Lucas 12:48).

Las víctimas, como en tantas otras historias de violencia sistemática, nos marcan la dirección por dónde ir. Las declaraciones del hermano de George Floyd se centraron no en el resentimiento, sino en el pedido de acciones para que esto no se repita más. Según él, esa era la mejor manera de honrar la memoria de su hermano. Teniendo todas las razones para optar por el odio y la venganza, ha preferido dar testimonio de la conversión necesaria para sanar las heridas del racismo. Me hace recordar a Jesús, desde la cruz, ofreciendo perdón a sus asesinos como signo de renuncia al círculo del ojo por ojo para posibilitar una humanidad nueva. Como Jesús, el hermano de George Floyd ha sido capaz de traspasar su dolor y transformarlo en una voz que afirma que todas las vidas importan sin distinción de color de piel. Unidos a él, descubrámonos llamados a entrar en el camino de convertirnos en hombres y mujeres conscientes del poder perverso del racismo, y forjadores de caminos valientes y creativos que destierren este mal de la faz de la tierra.

domingo, 31 de mayo de 2020

EL VALOR DE LA FE EN ÉPOCA DE CRISIS

Fuente: Arzobispado de Lima

El otro día una amiga me preguntó qué hacía cuando me costaba concentrarme. Sin pensarlo mucho dije que orar. Algo intrigada, ella me pidió que le explicase a qué me refería, porque no es creyente (en todo caso, no de la misma manera en que yo lo soy). Le conté entonces que, antes de hacer algo que sé que me tomará esfuerzo, hago una pausa, cierro los ojos y repito un par de oraciones de San Ignacio de Loyola. No lo hago pensando que por arte de magia lograré concentrarme. Más bien, empezar alguna actividad retadora de esta manera es conectar lo que estoy haciendo con mi proyecto de vida y los principios que lo orientan. Es reconocer que lo que hago día a día tiene un sentido que va más allá de ser una rutina o algo que me representa un beneficio concreto: en mi caso, intentar vivir al estilo de Jesús, encarnando sus enseñanzas y comunicando la esperanza que me contagia el encuentro con su persona.

Probablemente, esto hubiera quedado en una anécdota más si no hubiera tenido varias ocasiones en la semana para pensar sobre el valor de las creencias en tiempos de crisis. La pandemia ha trastocado los planes de todos y nos ha sumergido en una profunda incertidumbre acerca del futuro. Hasta el momento, la ciencia ha proporcionado herramientas cruciales para atender las consecuencias del COVID-19 y prevenir el contagio, pero hay preguntas que no es capaz de responder plenamente. ¿Cómo vivir el duelo en tiempos de distanciamiento social? ¿Cómo comprender tanto sufrimiento en nuestro entorno? ¿Qué hacer ante la incertidumbre que nos agobia? Para este tipo de interrogantes no bastan datos o teorías que nos explican el por qué de las cosas. Estas son preguntas que más apuntan al para qué o al hacia dónde nos movemos, es decir, cuestiones que nos desafían a darle sentido y orientación a la existencia, lo cual es particularmente necesario cuando atravesamos por situaciones adversas.

Por ello, estos días tantas personas encuentran en su práctica religiosa una fuente de consuelo e inspiración para enfrentar la pandemia. Encuentran en sus creencias una brújula para guiarse ante circunstancias sin precedentes. Sin embargo, es imprescindible pensar este aspecto de nuestras vidas, porque puede conducir a acciones irresponsables que nos ponen a nosotros mismos y a los demás en riesgo. La fe no puede servir para alimentar extremismos que nos deshumanizan. Debemos estar alertas a no reducir nuestras creencias a una razón rígida que quiere clasificar y controlar todo, ni menos a un emotivismo que se convierte en egoísmo que absolutiza nuestra voluntad por encima de los otros y del mundo.

Una fe auténtica aporta un sentido que ordena y orienta nuestros pensamientos, afectos, deseos y acciones hacia un fin que nos conduce a convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. No solamente implica suscribir un conjunto de dogmas, sino entrar en una experiencia que nos ayuda a “sentir y gustar” de nuestras vivencias y encuentros, incluso aquello que resulta incómodo o doloroso, a la luz de aquello que es lo fundamental. Cuando miramos las cosas desde ese ángulo, somos capaces de romper con el egocentrismo, pues descubrimos que el estar encerrados en nosotros mismos nos enferma. En el fondo, la fe es un acto de liberación de la idea que somos superhéroes todopoderosos. La vida va más allá de nuestra existencia limitada y finita, por lo que solo nos sentimos plenos cuando reconocemos nuestra vulnerabilidad y nuestra necesidad de relaciones significativas con la familia, los amigos, la comunidad y Dios.

Lo anterior es factible porque la fe nos abre al Misterio, a la constatación de alguien o algo que trasciende nuestra humanidad, y que, simultáneamente, nos infunde la confianza y la fuerza para encontrar esperanza en medio de la crisis y seguir adelante. Y ese Misterio, si lo sabemos acoger serena y sensatamente, nos confronta con una verdad universalmente válida: somos seres humanos creados para transformar nuestro mundo en un lugar donde reine el amor, la libertad, la justicia, la paz y la fraternidad para todos sin exclusiones. Como tantos han repetido últimamente, solo nos salvaremos de la pandemia si cooperamos juntos, no si luchamos divididos, y eso exige saber renunciar un poco a nosotros mismos para abrirnos a la escucha y la colaboración con los otros.

Es oportuno, por tanto, incorporar esta dimensión en la búsqueda de soluciones ante el COVID-19. Esto implica un nivel personal, donde cada individuo emplee su propio sistema de creencias para calmar sus angustias, retomar el horizonte y tomar decisiones que le ayuden a navegar en la tormenta que vivimos. Pero también abarca un nivel colectivo, donde las comunidades de creyentes, tradicionalmente organizadas en iglesias o religiones tradicionales, reconozcan en la pandemia un contexto en el que están llamadas a dar testimonio de su fe en formas concretas de solidaridad, así como ofreciendo la sabiduría de su tradición al servicio del esfuerzo de toda la humanidad por encontrar esperanza en el drama actual.

Más aún, es necesario reconocer el valor público de la fe y los sistemas de creencias, cuestionando ese viejo prejuicio de que este aspecto está restringido al ámbito de la vida privada. Aquello en que creemos configura nuestros pensamientos, sentimientos y acciones, todo nuestro ser. Un creyente coherente no puede divorciar su fe entre lo privado y lo público, pues su performance ético y social en ambos escenarios está fundamentado en su horizonte de fe. Quizás este momento ayude a que las universidades, la sociedad civil y el Estado revaloren esta dimensión de la condición humana, incorporando las perspectivas de las comunidades de fe en el diálogo por una sociedad mejor y brindándoles herramientas para una reflexión crítica que dé mayor densidad y pertinencia a su acción en el mundo. Ese es el camino, a mi parecer, para vacunarnos contra el fundamentalismo, el apego al poder y el afán colonizador que no pocas veces han ensombrecido la historia de las religiones.


De manera particular, quienes somos cristianos, hoy que celebramos Pentecostés, estamos llamados a afinar nuestros sentidos para reconocer al Espíritu Santo actuando en nosotros y en nuestro mundo, aún a pesar del mal imperante. Estemos abiertos al Misterio de Dios que hoy, a través de su Espíritu, nos convoca a poner nuestras creencias y nuestra vida al servicio de un mundo herido, imaginando formas creativas y concretas de dar razón de nuestra esperanza.

domingo, 24 de mayo de 2020

LLAMADOS A SANAR LAS HERIDAS DE LA PANDEMIA


Vamos más de dos meses en cuarentena en el Perú y la sensación de que la epidemia está fuera de control permanece. El optimismo con el que iniciamos este episodio inédito de nuestra historia va decayendo, dando paso a voces que dicen que hemos fracaso y que el sacrificio no ha valido la pena. Aunque hay esfuerzos notables para contener la pandemia, el ánimo de los peruanos está por los suelos, aplastados por un encierro que parece interminable, agobiados por tantas malas noticias y aterrados ante la partida de más de 3 mil compatriotas. Sospecho que hemos llegado a ese punto en el que todos conocemos de alguien que ha sido infectado de COVID-19 o que ha muerto en el tiempo de cuarentena. Por todo el territorio nacional, las historias de sufrimiento se repiten, siendo rápidamente olvidadas ante la vorágine de una crisis que no nos da respiro. Y, como siempre, son los más pobres quienes padecen con más agonía las restricciones de la cuarentena.

Más grave aún es que el sentimiento de unidad nacional ha sido resquebrajado por quienes buscan aprovechar la crisis en favor de sus intereses. Vemos al Congreso tomar decisiones que, en vez de responder al bien común y al buen criterio, parecen estar motivadas por el cálculo político, pensando en las futuras elecciones. Por si esto no fuera poco, salen a la luz denuncias de corrupción de quienes buscan sacar su tajada de los recursos públicos destinados a atender la emergencia, entre otros desórdenes morales tan propios de la “criollada” peruana que pone en riesgo la vida de las personas. Y, al estar en un tiempo de incertidumbre, el miedo colectivo se convierte en caldo de cultivo para discursos autoritarios y populismos irresponsables.

Sin duda, estamos ante tiempos tan duros que intentar decir una palabra desde la fe cada vez es más difícil sin que suene a optimismo sin fondo. Lo he experimentado en mi propia interioridad, sintiéndome seco espiritualmente hablando, poco disponible para la oración y la reflexión. Como les pasó a los discípulos de Emaús, la tentación de “tirar la toalla” es grande. Resulta menos desgastante mirar a otro lado, pretender que nada pasa en nuestro alrededor. No son pocos los que parecen creer que la indiferencia y el egoísmo, y no la esperanza y la solidaridad, son el mejor camino para sobrevivir la pandemia.

LIBERAR LOS “OJOS RETENIDOS”

Pero volver sobre el encuentro de los discípulos de Emaús y Jesús Resucitado (Lucas 24, 13-35) nos da una perspectiva sobre cómo sanar nuestras heridas y mirar más allá de la desolación imperante. Lucas dice que Jesús se les apareció a estos dos hombres, pero ellos no le reconocieron porque tenían los “ojos retenidos”.  El haber atestiguado la ejecución injusta de Jesús solo les permitía ver estos acontecimientos desde la perspectiva de la tristeza, el fracaso y la frustración. Y, en verdad, nadie los puede culpar por vivirlo de esa manera. Al igual que nosotros, estaban viviendo un tiempo de duelo.

Felizmente, Jesús es un experto en sanar las heridas del espíritu. Al toparse con ellos, inicia una conversación que les permite expresar lo que los acongoja. Como buen conocedor de la naturaleza humana, Jesús sabe que el acto de reconocer es el primer paso para todo proceso curativo. Aunque sea difícil, hoy estamos llamados a lo mismo: buscar palabras para articular lo que nos pasa, escuchando nuestra interioridad y la voz de quienes más sufren, así como prestando atención a las causas invisibles de tanto dolor.

Sin embargo, ahí no queda el asunto. Jesús les ayuda a interpretar su vivencia a la luz de los acontecimientos y de la Palabra de Dios. Si ellos están tan abatidos y con los “ojos retenidos” en parte es porque sus expectativas estaban mal centradas, olvidándose de lo que es realmente fundamental. Esperaban que Jesús liberase a Israel de la dominación extranjera e hiciera justicia para su pueblo, es decir, que sus problemas serían resueltos por medio de un caudillo, que instauraría por la fuerza y con rapidez una sociedad mejor. Jesús, a partir de las Escrituras, va alentándoles a mirar más allá de estas “falsas promesas” que les impiden ver la verdadera “Buena Noticia” de Dios y su acción en el mundo.

Como sociedad peruana estamos invitados a un ejercicio similar: ¿cuánta confianza hemos puesto en espejismos que no garantizan que seamos una tierra donde todos vivan con dignidad? En las últimas dos décadas, el crecimiento económico y el índice de consumo se han disparado a cifras sorprendentes, ¿pero acaso hicimos lo suficiente para fortalecer la institucionalidad democrática, los servicios públicos, la calidad del empleo y la gestión sostenible de nuestro territorio? La identidad nacional se ha sostenido en el orgullo por nuestra gastronomía y en el anhelo por ir al Mundial, ¿pero acaso hemos aprendido a reconocer la pluralidad cultural del país como una riqueza o crecido en una hermandad que afirme la igualdad de todos y erradique toda forma de discriminación? La saturación de los hospitales, los desplazamientos involuntarios por todo el territorio nacional y la creciente hambruna en varios hogares nos hacen reparar que hemos estado ciegos ante las profundas desigualdades y heridas estructurales. Nuestra frustración es atribuible a que la pandemia ha tumbado los espejismos en los que pusimos nuestra confianza, porque, aun sin ser cosas en sí mismas malas, eran eslóganes vacíos que ocultaban las necesidades reales del Perú.

“TRASPASAR” EL DUELO

Jesús tiene una lección adicional para los discípulos de Emaús. El diagnóstico del problema aporta, pero no basta para salir de la desolación. La sanación no es solamente racional, sino un proceso integral. Por ello, Jesús comunica a los discípulos de Emaús no solamente una interpretación de su situación, sino les transmite confianza y esperanza para que no se dejen derrotar. El texto no relata con detalle este último aspecto, pero esto queda claro en el gesto de los discípulos que le insisten en que se quede a cenar con ellos. Aún sin reconocerlo cabalmente, le piden a Jesús que no los abandone, porque su compañía ha hecho renacer la alegría en su corazón. Tal cambio no es producto de un efecto mágico, sino consecuencia de una actitud nueva: saber renunciar a las expectativas superfluas y recentrarse en lo que verdaderamente importa. El encuentro con Jesús les ha recordado que es el amor de Dios y de quienes nos rodean aquello que da sentido pleno a la vida y, adicionalmente, que no hay verdadera felicidad si es que no nos hacemos responsables de la felicidad de los demás.

Es hermoso que los ojos de los discípulos se abren cuando están compartiendo la comida con Jesús, concretamente cuando bendijo el pan, lo partió y se los ofreció para que se alimenten. No fue mientras interpretaban la realidad y hablaban de las Escrituras, sino en el acto íntimo de comer juntos, aquel ritual por excelencia que nos sirve para forjar relaciones de amistad, solidaridad y fraternidad. Es allí donde terminaron de captar dónde se juega la verdadera esperanza. Recién, en ese instante, fueron capaces de distinguir que todo este tiempo se había tratado de Jesús, actuando una vez más en su vida para renovar su confianza en que la vida sí tiene sentido a pesar de las dificultades. Y lo hicieron, como dice el papa Francisco, no pasando por encima del dolor, sino traspasándolo, “abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios”.

En vez de andar anhelando un pollo a la brasa, un partido de fútbol o un caudillo populista que arregle mágicamente los problemas, los peruanos estamos invitados a revalorar el amor como esa fuerza que dinamiza nuestra vida y que se expresa en tantos rostros de familiares, amigos e, incluso, de extraños. Pero hay que estar alertas de no reducir el amor a pura autocomplacencia. El amor verdadero, como el expresado por Jesús con los discípulos de Emaús, nos desafía a escudriñar la realidad con mayor profundidad y a comprometernos en hacer bien lo que está bajo la responsabilidad de cada uno en favor del bien común. Ese fue el efecto que el encuentro con el Resucitado tiene en los discípulos de Emaús. De inmediato regresaron a Jerusalén con los demás seguidores de Jesús. Volvieron a donde las cosas permanecían inciertas y donde su vida corría riesgos, porque lograron “traspasar” su duelo y convertirlo en esperanza. Se hicieron portadores de una alegría que brota del experimentarse amado y llamado a la misión de cuidar la vida de los demás.

En el fondo, la pandemia es una oportunidad para que los peruanos, así como los discípulos de Emaús, dejemos de vernos como espectadores del presente del país y pasemos a reconocernos como protagonistas de la historia de nuestro pueblo. No hemos nacidos para salvar nuestro pellejo y asegurar solo nuestro bienestar, sino para ser miembros de una comunidad que trabajando unida realice la promesa evangélica: “he venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Y sí que hay mucho por sanar y reparar en nuestra patria. Esta tarea será posible solo con el aporte de todos, y el despliegue de un “amor cívico” y cierto nivel de desprendimiento que nos permita unirnos en torno al bien común. Aprendamos del modo de proceder de Jesús, teniendo gestos concretos de consolar a los afligidos, articular palabras de sentido, liberarnos de los “ojos retenidos”, recentrarnos en lo fundamental, compartir el pan, reavivar la alegría que ayude a “traspasar el duelo” y asumir con madurez nuestras responsabilidades. De esa manera, nos adherimos a la misión sanadora a la que Dios nos convoca hoy.

sábado, 25 de abril de 2020

SER CRISTIANO EN TIEMPOS DE PANDEMIA: QUÉ NOS ENSEÑA EL EXILIO JUDÍO EN BABILONIA




James Jacques Joseph Tissot, "The Flight of the Prisoners"

Como cristianos, hemos de reconocer en la pandemia un “signo de los tiempos” que nos desafía a recrear las formas en que vivimos nuestra fe. Esto se dice fácil, pero la verdad estamos ante una cuestión donde no existen recetas predeterminadas. Al estar ante circunstancias inéditas en nuestra historia, estamos exigidos de responder con fidelidad creativa y audacia pastoral. Sin embargo, debemos ser precavidos de no caer en la actitud de quienes creen estar “inventando la pólvora”. Nuestra tradición, como cuerpo vivo fundado en Cristo y enriquecido por las generaciones de cristianos que nos precedieron, cuenta con recursos para orientarnos en la difícil tarea de navegar por esta crisis, sin por ello ser ciegos a la radical novedad que emerge ante nuestros ojos.

En esta perspectiva, la tradición del Antiguo Testamento leída desde el momento presente puede darnos pistas sobre cómo ser cristiano en tiempos de pandemia. Para el pueblo de Israel, su experiencia “fundante” fue el exilio en Babilonia durante el siglo VI a.C. La ciudad santa de Jerusalén fue saqueada, el templo de YHWH destruido y las élites del reino de Judá deportadas a la capital del enemigo. Los nobles, los sacerdotes, los intelectuales y los artesanos de Jerusalén fueron despojados de sus posiciones de poder y forzados a reinsertarse en una sociedad extranjera como ciudadanos de segunda clase. Aquellos que eran gente importante en su nación, tuvieron que experimentar la humillación.

El tocar fondo hizo que los exiliados, provenientes de los círculos de poder, se dieran cuenta de que su confianza estaba puesta en “falsas seguridades”. Por décadas habían cerrado sus oídos a las denuncias de los profetas, que denunciaban una práctica religiosa llena de hipocresía y una vida institucional repleta de abusos de poder contra los insignificantes. Pensaron que eran omnipotentes y no tenían por qué dar cuenta de sus actos a nadie, ni siquiera a Dios mismo. Al tocarles estar en el lado de los oprimidos, recordaron su vulnerabilidad y su interdependencia de Dios y de los otros miembros del pueblo. Fue entonces que volvieron a lo esencial: recordaron que eran una nación elegida por YHWH para anunciar la salvación a todas las demás naciones. Dios los había liberado de la esclavitud en Egipto y se había comprometido a amarlos incondicionalmente en el marco de una relación inquebrantable.

Así como los judíos en el exilio, los cristianos en el siglo XXI estamos llamados a examinar nuestras propias “falsas seguridades” y comprometernos a sanar nuestra relación con Dios, los demás y la creacion. Por citar un ejemplo, la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia católica reveló que, para muchos, el resguardo de la institución estaba por encima de la vida de los creyentes, varios de ellos niños y niñas, adolescentes y personas vulnerables. Los expertos en el tema insisten que las estructuras organizativas y las relaciones de poder en la Iglesia, sostenidas sobre una sacralización del sacerdocio ministerial y una mentalidad clericalista, constituyen “caldo de cultivo” para más abusos. Hoy la imagen de sacerdotes celebrando la Eucaristía en templos vacíos es un símbolo potente que nos demanda repensar un modelo de Iglesia excesivamente centrado en el sacerdote. Más bien, hemos de revalorar la igualdad en dignidad de todos los bautizados y su participación plena en la misión profética de Jesucristo.

En esa perspectiva, ante la suspensión de las liturgias presenciales, el grueso del pueblo de Dios está obligado a ayunar del culto y la comunión eucarística. Retomando el símil con el exilio judío en Babilonia, esta comunidad también se vio impedida de dar culto a YHWH de la manera tradicional. El Templo de Jerusalén fue destruido y, por tanto, esa dimensión de la vida religiosa judía fue bloqueada. Sin embargo, ante la ausencia del culto, redescubrieron el mensaje revelado por Dios y la historia de su relación con Él. Más aún, decidieron ponerlo por escrito para que los ayudase a sanar sus heridas, reconciliarse con su pasado y convertir el desarraigo en esperanza. El corazón de la Biblia hebrea (el Antiguo Testamento) adquirió forma durante este tiempo de prueba. Ante la imposibilidad de ir al Templo, estos creyentes recentraron su experiencia de fe en torno a la Palabra de Dios.

En el fondo, el ayuno del culto es invitación para volver sobre la Palabra de Dios, pero no para solo conocerla intelectualmente. Recentrar la vida de fe en la Palabra es reconocer que nuestras experiencias también son lugar donde Dios se nos da a conocer y nos llama a colaborar en su misión. Pero hemos de estar atentos para abrazar su presencia salvífica en lugares inesperados. Le pasó al profeta Ezequiel, uno de los judíos cautivos en Babilonia. Acostumbrado a restringir la presencia divina al Templo de Jerusalén, la gloria de YHWH se le apareció en el país de Babilonia, concretamente en el barrio donde vivía con otros exiliados junto al río Quebar (Ez. 1: 1-28). Dios se desplazó hacia los márgenes, abandonando la ciudad santa de Jerusalén, para acompañar a su pueblo sufriente.

Sin duda, el testimonio de Ezequiel nos marca dónde debemos situarnos como cristianos ante la pandemia. Es admirable la creatividad pastoral desplegada para sostener el culto y la oración comunitaria por medio de plataformas virtuales. Sin embargo, estoy convencido que la realidad que vivimos nos interpela a proclamar la presencia viva de Dios en todos aquellos que están arriesgando sus vidas para proteger a los vulnerables. Como Iglesia, en varias partes del mundo, estamos sumando a estos esfuerzos. Varios hermanos nuestros están en la primera fila de la batalla contra el coronavirus y las oficinas de Cáritas están contribuyendo a mitigar los efectos de la crisis entre los más pobres.

También, quienes están recluidos en sus casas, pueden participar de este testimonio de una “Iglesia servidora”, expresando solidaridad en gestos cotidianos como dar de comer al hambriento, estar en contacto (virtual) con quienes están solos, auxiliando al vecino adulto mayor y solidarizándose con las historias de aquellos que tienen necesidades tan apremiantes y básicas, por lo que atender la misa es lo último en lo que están pensando. El arzobispo de Lima Carlos Castillo ha dicho que, en medio de la pandemia, Dios nos está convocando a “pasar de un cristianismo de costumbres a uno de testigos”. Pues, en efecto, de eso se trata.

Una versión abreviada de este texto apareció en la edición especial de la revista Signos del mes de abril.

sábado, 11 de abril de 2020

VIVIR MÁS ALLÁ DE LA MUERTE




Escrito con Amirah Orozco

El domingo posterior a la muerte de Jesús un grupo de mujeres que habían acompañado al maestro desde Galilea se acercaron al sepulcro donde sus restos descansaban. Cargaban el dolor de haber sido testigas de la crueldad con que lo habían ejecutado. Teniendo todos los motivos para aislarse por su tristeza o por miedo a posibles represalias, se atrevieron a salir hacia la tumba de Jesús para embalsamar su cuerpo. Era una manera de convertir su desolación en motivo de esperanza, de testimoniar que su amor era más fuerte que el mal. Estas mujeres fueron capaces de no sucumbir al miedo y la desolación. Con este gesto sencillo e inadvertido, afirmaron que podemos vivir más allá del poder de la muerte.

Como tantas mujeres en nuestro mundo, estas amigas del Señor eran un signo de vida en medio del horror del sufrimiento injusto. Pensando encontrarse con un cadáver, hallaron la tumba vacía y la confirmación de que su esperanza no había sido defraudada por Dios: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lucas 24: 5b). De inmediato, regresaron a compartir esta noticia para renovar la esperanza de toda la comunidad de Jesús.

En estos días de Semana Santa, estamos convocados a recordar tantas realidades donde la amenaza de la muerte pretende dominar la vida de las personas. El paisaje de Ciudad Juárez, en la frontera México-Estados Unidos, está impregnado por cruces rosadas que llevan los nombres de tantísimas mujeres víctimas de feminicidio. Estos símbolos son una denuncia contra tantas formas de violencia que impiden vivir con dignidad a las mujeres de Latinoamérica y del mundo.

Las palabras no alcanzan para describir el sufrimiento que el coronavirus está ocasionando. Esta pandemia ha confrontado a la humanidad con el hecho de que, sin importar nuestras diferencias, nuestras vidas son frágiles. Hoy más que nunca la humanidad entera se puede identificar con el misterio de la Pasión de Jesús. Somos testigos de cómo los cadáveres de las víctimas del COVID-19 se amontonan en los hospitales y las morgues, porque la velocidad con que avanza esta enfermedad desborda a los sistemas de salud pública. Los familiares ni siquiera tienen la oportunidad de despedirse de sus seres queridos fallecidos.

Sin embargo, la Resurrección de Jesús nos invita a reconocer las Buenas Noticias que surgen en medio de la desolación: las madres que colocaron esas cruces en memorias de sus hijas, el personal de salud en todo el mundo que arriesga sus vidas, y las mujeres del Evangelio que fueron a la tumba. Todos ellos y todas ellas son testigos de que Cristo vive entre nosotros.

Al celebrar la Pascua, traigamos a nuestro corazón, los nombres de quienes sabemos son rostro concreto de esperanza en medio de la pandemia y de tantas otras realidades de muerte. Como comunidad cristiana, reconozcamos en los hermanos que hoy ofrecen su vida por cuidar la vida de los demás, la presencia viva de Jesús, el Resucitado. Demos gracias porque podemos contemplar que este misterio no es una idea abstracta. Al contrario, en verdad, Cristo ha resucitado y nos transforma en hombres y mujeres nuevos capaces de vivir más allá de la muerte para ser motivo de esperanza para nuestro mundo atemorizado y herido.


Una versión abreviada de este texto apareció en “The Way of the Cross during COVID-19”, iniciativa de la Escuela de Teología y Ministerio de Boston College

viernes, 27 de marzo de 2020

RECORDANDO A GONZALO PORTOCARRERO


Fuente: Punto Edu, PUCP

Gonzalo Portocarrero partió hace un año. El 21 de marzo de 2019 se apagó una de las voces más lúcidas del Perú contemporáneo. Cuánto se le extraña en estos tiempos críticos que vivimos. Los escritos de Gonzalo tenían el don de integrar claridad de ideas y rigor analítico. Sin dejar de ser crítico, era capaz de proyectar horizontes. Eran una confrontación con las profundas heridas de la sociedad peruana que dificultaban la construcción de una comunidad de ciudadanos con igual dignidad y derechos. A la vez, eran un canto de esperanza que invitaba a los peruanos a ser agentes de su destino y constructores de una sociedad fundada en el amor, la justicia y la fraternidad.

Mucho se podría decir de sus aportes a las Ciencias Sociales en el Perú. Pero prefiero dejar esos balances a quienes son más competentes. Confío en que, luego de la pandemia, haya tiempo de rendirle los homenajes que merece. Más bien, al recordar a Gonzalo, quisiera destacar otro de sus rostros menos conocidos: su profundo calor humano. Lo conocí en 2007, cuando me matriculé en su curso de Sociología en Estudios Generales Letras de la PUCP. Para entonces ya sabía que era un intelectual renombrado y un maestro brillante. Sin embargo, lo que más recuerdo de su curso no son solamente sus clases magistrales, sino su capacidad de inspirar a las personas. Al menos así fue para mí.

Una clase se me acercó en el receso. Yo era de esos alumnos que se sentaban en las últimas filas, así que literal abandonó su cátedra para acercarse al margen del aula. Me preguntó si yo era el Juan Miguel Espinoza que había ganado un concurso de ensayos. Le dije que sí. Me felicitó porque había leído mi trabajo y lo había encontrado interesante. Me animó a seguir escribiendo. Para un chico de 18 años con inquietudes intelectuales, ese gesto fue un hito que me marcó la vida para siempre.

Luego de eso seguimos conversando sobre mis dudas vocacionales y proyectos. Siempre cercano, me escribía invitándome a eventos. Cuando nos cruzábamos me obsequiaba alguno de sus libros. Encontrarlo por el campus de la PUCP era un motivo para disfrutar de su amistad, renovar mi vocación por las letras y una invitación a pensar el país con los pies puestos en la tierra.

Gonzalo es uno de los intelectuales peruanos más destacados de las últimas décadas, pero sobre todo un ser humano ejemplar, un hombre sabio y bondadoso. La manera cómo encaró el cáncer para mí retrata su plena humanidad. A pesar de atravesar mucho sufrimiento, alcanzó encontrar alegría y esperanza en medio de la penumbra, y articular palabras para testimoniar esto a otros.  Conviviendo con el cáncer”, artículo aparecido en El Comercio en marzo de 2017, es lo más bello y verdadero que le leí.

Para mí Gonzalo es un profeta que supo articular interpretaciones de los acontecimientos y los procesos de la sociedad peruana para anunciar por dónde caminar. No obstante, su vocación profética se reflejaba en que era un referente ético que procuraba vivir en coherencia con todo aquello que imaginaba para el Perú. Para que una sociedad avance hacia sus objetivos y fines necesita de modelos que encarnen dichos ideales. Que duda cabe que Gonzalo Portocarrero es un modelo para el país que necesitamos forjar.