domingo, 31 de mayo de 2020

EL VALOR DE LA FE EN ÉPOCA DE CRISIS

Fuente: Arzobispado de Lima

El otro día una amiga me preguntó qué hacía cuando me costaba concentrarme. Sin pensarlo mucho dije que orar. Algo intrigada, ella me pidió que le explicase a qué me refería, porque no es creyente (en todo caso, no de la misma manera en que yo lo soy). Le conté entonces que, antes de hacer algo que sé que me tomará esfuerzo, hago una pausa, cierro los ojos y repito un par de oraciones de San Ignacio de Loyola. No lo hago pensando que por arte de magia lograré concentrarme. Más bien, empezar alguna actividad retadora de esta manera es conectar lo que estoy haciendo con mi proyecto de vida y los principios que lo orientan. Es reconocer que lo que hago día a día tiene un sentido que va más allá de ser una rutina o algo que me representa un beneficio concreto: en mi caso, intentar vivir al estilo de Jesús, encarnando sus enseñanzas y comunicando la esperanza que me contagia el encuentro con su persona.

Probablemente, esto hubiera quedado en una anécdota más si no hubiera tenido varias ocasiones en la semana para pensar sobre el valor de las creencias en tiempos de crisis. La pandemia ha trastocado los planes de todos y nos ha sumergido en una profunda incertidumbre acerca del futuro. Hasta el momento, la ciencia ha proporcionado herramientas cruciales para atender las consecuencias del COVID-19 y prevenir el contagio, pero hay preguntas que no es capaz de responder plenamente. ¿Cómo vivir el duelo en tiempos de distanciamiento social? ¿Cómo comprender tanto sufrimiento en nuestro entorno? ¿Qué hacer ante la incertidumbre que nos agobia? Para este tipo de interrogantes no bastan datos o teorías que nos explican el por qué de las cosas. Estas son preguntas que más apuntan al para qué o al hacia dónde nos movemos, es decir, cuestiones que nos desafían a darle sentido y orientación a la existencia, lo cual es particularmente necesario cuando atravesamos por situaciones adversas.

Por ello, estos días tantas personas encuentran en su práctica religiosa una fuente de consuelo e inspiración para enfrentar la pandemia. Encuentran en sus creencias una brújula para guiarse ante circunstancias sin precedentes. Sin embargo, es imprescindible pensar este aspecto de nuestras vidas, porque puede conducir a acciones irresponsables que nos ponen a nosotros mismos y a los demás en riesgo. La fe no puede servir para alimentar extremismos que nos deshumanizan. Debemos estar alertas a no reducir nuestras creencias a una razón rígida que quiere clasificar y controlar todo, ni menos a un emotivismo que se convierte en egoísmo que absolutiza nuestra voluntad por encima de los otros y del mundo.

Una fe auténtica aporta un sentido que ordena y orienta nuestros pensamientos, afectos, deseos y acciones hacia un fin que nos conduce a convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. No solamente implica suscribir un conjunto de dogmas, sino entrar en una experiencia que nos ayuda a “sentir y gustar” de nuestras vivencias y encuentros, incluso aquello que resulta incómodo o doloroso, a la luz de aquello que es lo fundamental. Cuando miramos las cosas desde ese ángulo, somos capaces de romper con el egocentrismo, pues descubrimos que el estar encerrados en nosotros mismos nos enferma. En el fondo, la fe es un acto de liberación de la idea que somos superhéroes todopoderosos. La vida va más allá de nuestra existencia limitada y finita, por lo que solo nos sentimos plenos cuando reconocemos nuestra vulnerabilidad y nuestra necesidad de relaciones significativas con la familia, los amigos, la comunidad y Dios.

Lo anterior es factible porque la fe nos abre al Misterio, a la constatación de alguien o algo que trasciende nuestra humanidad, y que, simultáneamente, nos infunde la confianza y la fuerza para encontrar esperanza en medio de la crisis y seguir adelante. Y ese Misterio, si lo sabemos acoger serena y sensatamente, nos confronta con una verdad universalmente válida: somos seres humanos creados para transformar nuestro mundo en un lugar donde reine el amor, la libertad, la justicia, la paz y la fraternidad para todos sin exclusiones. Como tantos han repetido últimamente, solo nos salvaremos de la pandemia si cooperamos juntos, no si luchamos divididos, y eso exige saber renunciar un poco a nosotros mismos para abrirnos a la escucha y la colaboración con los otros.

Es oportuno, por tanto, incorporar esta dimensión en la búsqueda de soluciones ante el COVID-19. Esto implica un nivel personal, donde cada individuo emplee su propio sistema de creencias para calmar sus angustias, retomar el horizonte y tomar decisiones que le ayuden a navegar en la tormenta que vivimos. Pero también abarca un nivel colectivo, donde las comunidades de creyentes, tradicionalmente organizadas en iglesias o religiones tradicionales, reconozcan en la pandemia un contexto en el que están llamadas a dar testimonio de su fe en formas concretas de solidaridad, así como ofreciendo la sabiduría de su tradición al servicio del esfuerzo de toda la humanidad por encontrar esperanza en el drama actual.

Más aún, es necesario reconocer el valor público de la fe y los sistemas de creencias, cuestionando ese viejo prejuicio de que este aspecto está restringido al ámbito de la vida privada. Aquello en que creemos configura nuestros pensamientos, sentimientos y acciones, todo nuestro ser. Un creyente coherente no puede divorciar su fe entre lo privado y lo público, pues su performance ético y social en ambos escenarios está fundamentado en su horizonte de fe. Quizás este momento ayude a que las universidades, la sociedad civil y el Estado revaloren esta dimensión de la condición humana, incorporando las perspectivas de las comunidades de fe en el diálogo por una sociedad mejor y brindándoles herramientas para una reflexión crítica que dé mayor densidad y pertinencia a su acción en el mundo. Ese es el camino, a mi parecer, para vacunarnos contra el fundamentalismo, el apego al poder y el afán colonizador que no pocas veces han ensombrecido la historia de las religiones.


De manera particular, quienes somos cristianos, hoy que celebramos Pentecostés, estamos llamados a afinar nuestros sentidos para reconocer al Espíritu Santo actuando en nosotros y en nuestro mundo, aún a pesar del mal imperante. Estemos abiertos al Misterio de Dios que hoy, a través de su Espíritu, nos convoca a poner nuestras creencias y nuestra vida al servicio de un mundo herido, imaginando formas creativas y concretas de dar razón de nuestra esperanza.

domingo, 24 de mayo de 2020

LLAMADOS A SANAR LAS HERIDAS DE LA PANDEMIA


Vamos más de dos meses en cuarentena en el Perú y la sensación de que la epidemia está fuera de control permanece. El optimismo con el que iniciamos este episodio inédito de nuestra historia va decayendo, dando paso a voces que dicen que hemos fracaso y que el sacrificio no ha valido la pena. Aunque hay esfuerzos notables para contener la pandemia, el ánimo de los peruanos está por los suelos, aplastados por un encierro que parece interminable, agobiados por tantas malas noticias y aterrados ante la partida de más de 3 mil compatriotas. Sospecho que hemos llegado a ese punto en el que todos conocemos de alguien que ha sido infectado de COVID-19 o que ha muerto en el tiempo de cuarentena. Por todo el territorio nacional, las historias de sufrimiento se repiten, siendo rápidamente olvidadas ante la vorágine de una crisis que no nos da respiro. Y, como siempre, son los más pobres quienes padecen con más agonía las restricciones de la cuarentena.

Más grave aún es que el sentimiento de unidad nacional ha sido resquebrajado por quienes buscan aprovechar la crisis en favor de sus intereses. Vemos al Congreso tomar decisiones que, en vez de responder al bien común y al buen criterio, parecen estar motivadas por el cálculo político, pensando en las futuras elecciones. Por si esto no fuera poco, salen a la luz denuncias de corrupción de quienes buscan sacar su tajada de los recursos públicos destinados a atender la emergencia, entre otros desórdenes morales tan propios de la “criollada” peruana que pone en riesgo la vida de las personas. Y, al estar en un tiempo de incertidumbre, el miedo colectivo se convierte en caldo de cultivo para discursos autoritarios y populismos irresponsables.

Sin duda, estamos ante tiempos tan duros que intentar decir una palabra desde la fe cada vez es más difícil sin que suene a optimismo sin fondo. Lo he experimentado en mi propia interioridad, sintiéndome seco espiritualmente hablando, poco disponible para la oración y la reflexión. Como les pasó a los discípulos de Emaús, la tentación de “tirar la toalla” es grande. Resulta menos desgastante mirar a otro lado, pretender que nada pasa en nuestro alrededor. No son pocos los que parecen creer que la indiferencia y el egoísmo, y no la esperanza y la solidaridad, son el mejor camino para sobrevivir la pandemia.

LIBERAR LOS “OJOS RETENIDOS”

Pero volver sobre el encuentro de los discípulos de Emaús y Jesús Resucitado (Lucas 24, 13-35) nos da una perspectiva sobre cómo sanar nuestras heridas y mirar más allá de la desolación imperante. Lucas dice que Jesús se les apareció a estos dos hombres, pero ellos no le reconocieron porque tenían los “ojos retenidos”.  El haber atestiguado la ejecución injusta de Jesús solo les permitía ver estos acontecimientos desde la perspectiva de la tristeza, el fracaso y la frustración. Y, en verdad, nadie los puede culpar por vivirlo de esa manera. Al igual que nosotros, estaban viviendo un tiempo de duelo.

Felizmente, Jesús es un experto en sanar las heridas del espíritu. Al toparse con ellos, inicia una conversación que les permite expresar lo que los acongoja. Como buen conocedor de la naturaleza humana, Jesús sabe que el acto de reconocer es el primer paso para todo proceso curativo. Aunque sea difícil, hoy estamos llamados a lo mismo: buscar palabras para articular lo que nos pasa, escuchando nuestra interioridad y la voz de quienes más sufren, así como prestando atención a las causas invisibles de tanto dolor.

Sin embargo, ahí no queda el asunto. Jesús les ayuda a interpretar su vivencia a la luz de los acontecimientos y de la Palabra de Dios. Si ellos están tan abatidos y con los “ojos retenidos” en parte es porque sus expectativas estaban mal centradas, olvidándose de lo que es realmente fundamental. Esperaban que Jesús liberase a Israel de la dominación extranjera e hiciera justicia para su pueblo, es decir, que sus problemas serían resueltos por medio de un caudillo, que instauraría por la fuerza y con rapidez una sociedad mejor. Jesús, a partir de las Escrituras, va alentándoles a mirar más allá de estas “falsas promesas” que les impiden ver la verdadera “Buena Noticia” de Dios y su acción en el mundo.

Como sociedad peruana estamos invitados a un ejercicio similar: ¿cuánta confianza hemos puesto en espejismos que no garantizan que seamos una tierra donde todos vivan con dignidad? En las últimas dos décadas, el crecimiento económico y el índice de consumo se han disparado a cifras sorprendentes, ¿pero acaso hicimos lo suficiente para fortalecer la institucionalidad democrática, los servicios públicos, la calidad del empleo y la gestión sostenible de nuestro territorio? La identidad nacional se ha sostenido en el orgullo por nuestra gastronomía y en el anhelo por ir al Mundial, ¿pero acaso hemos aprendido a reconocer la pluralidad cultural del país como una riqueza o crecido en una hermandad que afirme la igualdad de todos y erradique toda forma de discriminación? La saturación de los hospitales, los desplazamientos involuntarios por todo el territorio nacional y la creciente hambruna en varios hogares nos hacen reparar que hemos estado ciegos ante las profundas desigualdades y heridas estructurales. Nuestra frustración es atribuible a que la pandemia ha tumbado los espejismos en los que pusimos nuestra confianza, porque, aun sin ser cosas en sí mismas malas, eran eslóganes vacíos que ocultaban las necesidades reales del Perú.

“TRASPASAR” EL DUELO

Jesús tiene una lección adicional para los discípulos de Emaús. El diagnóstico del problema aporta, pero no basta para salir de la desolación. La sanación no es solamente racional, sino un proceso integral. Por ello, Jesús comunica a los discípulos de Emaús no solamente una interpretación de su situación, sino les transmite confianza y esperanza para que no se dejen derrotar. El texto no relata con detalle este último aspecto, pero esto queda claro en el gesto de los discípulos que le insisten en que se quede a cenar con ellos. Aún sin reconocerlo cabalmente, le piden a Jesús que no los abandone, porque su compañía ha hecho renacer la alegría en su corazón. Tal cambio no es producto de un efecto mágico, sino consecuencia de una actitud nueva: saber renunciar a las expectativas superfluas y recentrarse en lo que verdaderamente importa. El encuentro con Jesús les ha recordado que es el amor de Dios y de quienes nos rodean aquello que da sentido pleno a la vida y, adicionalmente, que no hay verdadera felicidad si es que no nos hacemos responsables de la felicidad de los demás.

Es hermoso que los ojos de los discípulos se abren cuando están compartiendo la comida con Jesús, concretamente cuando bendijo el pan, lo partió y se los ofreció para que se alimenten. No fue mientras interpretaban la realidad y hablaban de las Escrituras, sino en el acto íntimo de comer juntos, aquel ritual por excelencia que nos sirve para forjar relaciones de amistad, solidaridad y fraternidad. Es allí donde terminaron de captar dónde se juega la verdadera esperanza. Recién, en ese instante, fueron capaces de distinguir que todo este tiempo se había tratado de Jesús, actuando una vez más en su vida para renovar su confianza en que la vida sí tiene sentido a pesar de las dificultades. Y lo hicieron, como dice el papa Francisco, no pasando por encima del dolor, sino traspasándolo, “abriendo un camino en el abismo, transformando el mal en bien, signo distintivo del poder de Dios”.

En vez de andar anhelando un pollo a la brasa, un partido de fútbol o un caudillo populista que arregle mágicamente los problemas, los peruanos estamos invitados a revalorar el amor como esa fuerza que dinamiza nuestra vida y que se expresa en tantos rostros de familiares, amigos e, incluso, de extraños. Pero hay que estar alertas de no reducir el amor a pura autocomplacencia. El amor verdadero, como el expresado por Jesús con los discípulos de Emaús, nos desafía a escudriñar la realidad con mayor profundidad y a comprometernos en hacer bien lo que está bajo la responsabilidad de cada uno en favor del bien común. Ese fue el efecto que el encuentro con el Resucitado tiene en los discípulos de Emaús. De inmediato regresaron a Jerusalén con los demás seguidores de Jesús. Volvieron a donde las cosas permanecían inciertas y donde su vida corría riesgos, porque lograron “traspasar” su duelo y convertirlo en esperanza. Se hicieron portadores de una alegría que brota del experimentarse amado y llamado a la misión de cuidar la vida de los demás.

En el fondo, la pandemia es una oportunidad para que los peruanos, así como los discípulos de Emaús, dejemos de vernos como espectadores del presente del país y pasemos a reconocernos como protagonistas de la historia de nuestro pueblo. No hemos nacidos para salvar nuestro pellejo y asegurar solo nuestro bienestar, sino para ser miembros de una comunidad que trabajando unida realice la promesa evangélica: “he venido para que todos tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10:10). Y sí que hay mucho por sanar y reparar en nuestra patria. Esta tarea será posible solo con el aporte de todos, y el despliegue de un “amor cívico” y cierto nivel de desprendimiento que nos permita unirnos en torno al bien común. Aprendamos del modo de proceder de Jesús, teniendo gestos concretos de consolar a los afligidos, articular palabras de sentido, liberarnos de los “ojos retenidos”, recentrarnos en lo fundamental, compartir el pan, reavivar la alegría que ayude a “traspasar el duelo” y asumir con madurez nuestras responsabilidades. De esa manera, nos adherimos a la misión sanadora a la que Dios nos convoca hoy.

sábado, 25 de abril de 2020

SER CRISTIANO EN TIEMPOS DE PANDEMIA: QUÉ NOS ENSEÑA EL EXILIO JUDÍO EN BABILONIA




James Jacques Joseph Tissot, "The Flight of the Prisoners"

Como cristianos, hemos de reconocer en la pandemia un “signo de los tiempos” que nos desafía a recrear las formas en que vivimos nuestra fe. Esto se dice fácil, pero la verdad estamos ante una cuestión donde no existen recetas predeterminadas. Al estar ante circunstancias inéditas en nuestra historia, estamos exigidos de responder con fidelidad creativa y audacia pastoral. Sin embargo, debemos ser precavidos de no caer en la actitud de quienes creen estar “inventando la pólvora”. Nuestra tradición, como cuerpo vivo fundado en Cristo y enriquecido por las generaciones de cristianos que nos precedieron, cuenta con recursos para orientarnos en la difícil tarea de navegar por esta crisis, sin por ello ser ciegos a la radical novedad que emerge ante nuestros ojos.

En esta perspectiva, la tradición del Antiguo Testamento leída desde el momento presente puede darnos pistas sobre cómo ser cristiano en tiempos de pandemia. Para el pueblo de Israel, su experiencia “fundante” fue el exilio en Babilonia durante el siglo VI a.C. La ciudad santa de Jerusalén fue saqueada, el templo de YHWH destruido y las élites del reino de Judá deportadas a la capital del enemigo. Los nobles, los sacerdotes, los intelectuales y los artesanos de Jerusalén fueron despojados de sus posiciones de poder y forzados a reinsertarse en una sociedad extranjera como ciudadanos de segunda clase. Aquellos que eran gente importante en su nación, tuvieron que experimentar la humillación.

El tocar fondo hizo que los exiliados, provenientes de los círculos de poder, se dieran cuenta de que su confianza estaba puesta en “falsas seguridades”. Por décadas habían cerrado sus oídos a las denuncias de los profetas, que denunciaban una práctica religiosa llena de hipocresía y una vida institucional repleta de abusos de poder contra los insignificantes. Pensaron que eran omnipotentes y no tenían por qué dar cuenta de sus actos a nadie, ni siquiera a Dios mismo. Al tocarles estar en el lado de los oprimidos, recordaron su vulnerabilidad y su interdependencia de Dios y de los otros miembros del pueblo. Fue entonces que volvieron a lo esencial: recordaron que eran una nación elegida por YHWH para anunciar la salvación a todas las demás naciones. Dios los había liberado de la esclavitud en Egipto y se había comprometido a amarlos incondicionalmente en el marco de una relación inquebrantable.

Así como los judíos en el exilio, los cristianos en el siglo XXI estamos llamados a examinar nuestras propias “falsas seguridades” y comprometernos a sanar nuestra relación con Dios, los demás y la creacion. Por citar un ejemplo, la crisis de los abusos sexuales en la Iglesia católica reveló que, para muchos, el resguardo de la institución estaba por encima de la vida de los creyentes, varios de ellos niños y niñas, adolescentes y personas vulnerables. Los expertos en el tema insisten que las estructuras organizativas y las relaciones de poder en la Iglesia, sostenidas sobre una sacralización del sacerdocio ministerial y una mentalidad clericalista, constituyen “caldo de cultivo” para más abusos. Hoy la imagen de sacerdotes celebrando la Eucaristía en templos vacíos es un símbolo potente que nos demanda repensar un modelo de Iglesia excesivamente centrado en el sacerdote. Más bien, hemos de revalorar la igualdad en dignidad de todos los bautizados y su participación plena en la misión profética de Jesucristo.

En esa perspectiva, ante la suspensión de las liturgias presenciales, el grueso del pueblo de Dios está obligado a ayunar del culto y la comunión eucarística. Retomando el símil con el exilio judío en Babilonia, esta comunidad también se vio impedida de dar culto a YHWH de la manera tradicional. El Templo de Jerusalén fue destruido y, por tanto, esa dimensión de la vida religiosa judía fue bloqueada. Sin embargo, ante la ausencia del culto, redescubrieron el mensaje revelado por Dios y la historia de su relación con Él. Más aún, decidieron ponerlo por escrito para que los ayudase a sanar sus heridas, reconciliarse con su pasado y convertir el desarraigo en esperanza. El corazón de la Biblia hebrea (el Antiguo Testamento) adquirió forma durante este tiempo de prueba. Ante la imposibilidad de ir al Templo, estos creyentes recentraron su experiencia de fe en torno a la Palabra de Dios.

En el fondo, el ayuno del culto es invitación para volver sobre la Palabra de Dios, pero no para solo conocerla intelectualmente. Recentrar la vida de fe en la Palabra es reconocer que nuestras experiencias también son lugar donde Dios se nos da a conocer y nos llama a colaborar en su misión. Pero hemos de estar atentos para abrazar su presencia salvífica en lugares inesperados. Le pasó al profeta Ezequiel, uno de los judíos cautivos en Babilonia. Acostumbrado a restringir la presencia divina al Templo de Jerusalén, la gloria de YHWH se le apareció en el país de Babilonia, concretamente en el barrio donde vivía con otros exiliados junto al río Quebar (Ez. 1: 1-28). Dios se desplazó hacia los márgenes, abandonando la ciudad santa de Jerusalén, para acompañar a su pueblo sufriente.

Sin duda, el testimonio de Ezequiel nos marca dónde debemos situarnos como cristianos ante la pandemia. Es admirable la creatividad pastoral desplegada para sostener el culto y la oración comunitaria por medio de plataformas virtuales. Sin embargo, estoy convencido que la realidad que vivimos nos interpela a proclamar la presencia viva de Dios en todos aquellos que están arriesgando sus vidas para proteger a los vulnerables. Como Iglesia, en varias partes del mundo, estamos sumando a estos esfuerzos. Varios hermanos nuestros están en la primera fila de la batalla contra el coronavirus y las oficinas de Cáritas están contribuyendo a mitigar los efectos de la crisis entre los más pobres.

También, quienes están recluidos en sus casas, pueden participar de este testimonio de una “Iglesia servidora”, expresando solidaridad en gestos cotidianos como dar de comer al hambriento, estar en contacto (virtual) con quienes están solos, auxiliando al vecino adulto mayor y solidarizándose con las historias de aquellos que tienen necesidades tan apremiantes y básicas, por lo que atender la misa es lo último en lo que están pensando. El arzobispo de Lima Carlos Castillo ha dicho que, en medio de la pandemia, Dios nos está convocando a “pasar de un cristianismo de costumbres a uno de testigos”. Pues, en efecto, de eso se trata.

Una versión abreviada de este texto apareció en la edición especial de la revista Signos del mes de abril.

sábado, 11 de abril de 2020

VIVIR MÁS ALLÁ DE LA MUERTE




Escrito con Amirah Orozco

El domingo posterior a la muerte de Jesús un grupo de mujeres que habían acompañado al maestro desde Galilea se acercaron al sepulcro donde sus restos descansaban. Cargaban el dolor de haber sido testigas de la crueldad con que lo habían ejecutado. Teniendo todos los motivos para aislarse por su tristeza o por miedo a posibles represalias, se atrevieron a salir hacia la tumba de Jesús para embalsamar su cuerpo. Era una manera de convertir su desolación en motivo de esperanza, de testimoniar que su amor era más fuerte que el mal. Estas mujeres fueron capaces de no sucumbir al miedo y la desolación. Con este gesto sencillo e inadvertido, afirmaron que podemos vivir más allá del poder de la muerte.

Como tantas mujeres en nuestro mundo, estas amigas del Señor eran un signo de vida en medio del horror del sufrimiento injusto. Pensando encontrarse con un cadáver, hallaron la tumba vacía y la confirmación de que su esperanza no había sido defraudada por Dios: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lucas 24: 5b). De inmediato, regresaron a compartir esta noticia para renovar la esperanza de toda la comunidad de Jesús.

En estos días de Semana Santa, estamos convocados a recordar tantas realidades donde la amenaza de la muerte pretende dominar la vida de las personas. El paisaje de Ciudad Juárez, en la frontera México-Estados Unidos, está impregnado por cruces rosadas que llevan los nombres de tantísimas mujeres víctimas de feminicidio. Estos símbolos son una denuncia contra tantas formas de violencia que impiden vivir con dignidad a las mujeres de Latinoamérica y del mundo.

Las palabras no alcanzan para describir el sufrimiento que el coronavirus está ocasionando. Esta pandemia ha confrontado a la humanidad con el hecho de que, sin importar nuestras diferencias, nuestras vidas son frágiles. Hoy más que nunca la humanidad entera se puede identificar con el misterio de la Pasión de Jesús. Somos testigos de cómo los cadáveres de las víctimas del COVID-19 se amontonan en los hospitales y las morgues, porque la velocidad con que avanza esta enfermedad desborda a los sistemas de salud pública. Los familiares ni siquiera tienen la oportunidad de despedirse de sus seres queridos fallecidos.

Sin embargo, la Resurrección de Jesús nos invita a reconocer las Buenas Noticias que surgen en medio de la desolación: las madres que colocaron esas cruces en memorias de sus hijas, el personal de salud en todo el mundo que arriesga sus vidas, y las mujeres del Evangelio que fueron a la tumba. Todos ellos y todas ellas son testigos de que Cristo vive entre nosotros.

Al celebrar la Pascua, traigamos a nuestro corazón, los nombres de quienes sabemos son rostro concreto de esperanza en medio de la pandemia y de tantas otras realidades de muerte. Como comunidad cristiana, reconozcamos en los hermanos que hoy ofrecen su vida por cuidar la vida de los demás, la presencia viva de Jesús, el Resucitado. Demos gracias porque podemos contemplar que este misterio no es una idea abstracta. Al contrario, en verdad, Cristo ha resucitado y nos transforma en hombres y mujeres nuevos capaces de vivir más allá de la muerte para ser motivo de esperanza para nuestro mundo atemorizado y herido.


Una versión abreviada de este texto apareció en “The Way of the Cross during COVID-19”, iniciativa de la Escuela de Teología y Ministerio de Boston College

viernes, 27 de marzo de 2020

RECORDANDO A GONZALO PORTOCARRERO


Fuente: Punto Edu, PUCP

Gonzalo Portocarrero partió hace un año. El 21 de marzo de 2019 se apagó una de las voces más lúcidas del Perú contemporáneo. Cuánto se le extraña en estos tiempos críticos que vivimos. Los escritos de Gonzalo tenían el don de integrar claridad de ideas y rigor analítico. Sin dejar de ser crítico, era capaz de proyectar horizontes. Eran una confrontación con las profundas heridas de la sociedad peruana que dificultaban la construcción de una comunidad de ciudadanos con igual dignidad y derechos. A la vez, eran un canto de esperanza que invitaba a los peruanos a ser agentes de su destino y constructores de una sociedad fundada en el amor, la justicia y la fraternidad.

Mucho se podría decir de sus aportes a las Ciencias Sociales en el Perú. Pero prefiero dejar esos balances a quienes son más competentes. Confío en que, luego de la pandemia, haya tiempo de rendirle los homenajes que merece. Más bien, al recordar a Gonzalo, quisiera destacar otro de sus rostros menos conocidos: su profundo calor humano. Lo conocí en 2007, cuando me matriculé en su curso de Sociología en Estudios Generales Letras de la PUCP. Para entonces ya sabía que era un intelectual renombrado y un maestro brillante. Sin embargo, lo que más recuerdo de su curso no son solamente sus clases magistrales, sino su capacidad de inspirar a las personas. Al menos así fue para mí.

Una clase se me acercó en el receso. Yo era de esos alumnos que se sentaban en las últimas filas, así que literal abandonó su cátedra para acercarse al margen del aula. Me preguntó si yo era el Juan Miguel Espinoza que había ganado un concurso de ensayos. Le dije que sí. Me felicitó porque había leído mi trabajo y lo había encontrado interesante. Me animó a seguir escribiendo. Para un chico de 18 años con inquietudes intelectuales, ese gesto fue un hito que me marcó la vida para siempre.

Luego de eso seguimos conversando sobre mis dudas vocacionales y proyectos. Siempre cercano, me escribía invitándome a eventos. Cuando nos cruzábamos me obsequiaba alguno de sus libros. Encontrarlo por el campus de la PUCP era un motivo para disfrutar de su amistad, renovar mi vocación por las letras y una invitación a pensar el país con los pies puestos en la tierra.

Gonzalo es uno de los intelectuales peruanos más destacados de las últimas décadas, pero sobre todo un ser humano ejemplar, un hombre sabio y bondadoso. La manera cómo encaró el cáncer para mí retrata su plena humanidad. A pesar de atravesar mucho sufrimiento, alcanzó encontrar alegría y esperanza en medio de la penumbra, y articular palabras para testimoniar esto a otros.  Conviviendo con el cáncer”, artículo aparecido en El Comercio en marzo de 2017, es lo más bello y verdadero que le leí.

Para mí Gonzalo es un profeta que supo articular interpretaciones de los acontecimientos y los procesos de la sociedad peruana para anunciar por dónde caminar. No obstante, su vocación profética se reflejaba en que era un referente ético que procuraba vivir en coherencia con todo aquello que imaginaba para el Perú. Para que una sociedad avance hacia sus objetivos y fines necesita de modelos que encarnen dichos ideales. Que duda cabe que Gonzalo Portocarrero es un modelo para el país que necesitamos forjar.

viernes, 20 de marzo de 2020

CUARESMA EN TIEMPOS DE CORONAVIRUS

Fuente: vocero7.org

En la última semana, la expansión global del coronavirus ha trastocado la vida de millones de personas. A lo largo del mundo, muchos comparten la experiencia del distanciamiento social y el aislamiento domiciliario, la imposibilidad de transitar con libertad y la cancelación de actividades públicas, el fallecimiento de seres queridos y un largo etc. Las circunstancias nos obligan a adaptarnos rápidamente ante un evento sin precedentes y para el que nadie estaba preparado.

El miedo se propaga a mayor velocidad que la epidemia. Las cifras de contagios se disparan en varios países y las regulaciones sanitarias se van tornando más estrictas. Pareciera que el mundo está por desplomarse. Por si todo esto no fuera ya bastante, quienes somos creyentes estamos privados de la posibilidad de celebrar comunitariamente nuestra fe. En este escenario, ¿es posible hallar alguna fuente de esperanza?

La crisis del coronavirus coincide con la Cuaresma. Quizás este dato no sea una mera coincidencia y sea posible darle a la crisis un sentido cristiano. Eso sí, debemos evitar caer en fundamentalismos, que interpretan este mal como un "castigo divino" o niegan la gravedad del problema. Entonces, ¿cómo hablar de esto desde los ojos de la fe?

Ante todo, el coronavirus nos confronta con nuestra fragilidad. Somos barro, tal y como nos recuerda el tiempo cuaresmal, pero que la gracia de Dios puede transformar en una obra de arte o en un objeto que haga la vida más vivible. Si Dios nos está queriendo hablar en medio de esta difícil realidad, es para decirnos que estamos ante un desafío que exige que saquemos lo mejor de nosotros mismos.

Las experiencias dolorosas, aunque totalmente indeseables, a veces se convierten en ocasión para volver a lo fundamental. Hoy descubrimos, con más claridad que nunca, la urgencia de afirmar el valor de la vida por encima del dinero y los poderes de este mundo. Frente a la globalización de la indiferencia y el descarte, hoy muchos redescubren cuan interdependientes somos de los demás seres humanos. Somos la única especie del planeta capaz de darle significado a las peores desgracias y orientar su acción para darles solución. Pero solo somos capaces de lograrlo si es que cooperamos unos con los otros.

En estos días, los cristianos reconocemos cuanto necesitamos del amor de Dios y de los hermanos para que nuestra vida tenga sentido. Las peripecias de estos días nos hacen atesorar aquello que damos por obvio. Pero, sobre todo, nos alientan a ser creativos para encontrar nuevas maneras de amar y ser amados. En el fondo de esto trata la Cuaresma: cómo hacemos para crecer en el amor, de tal manera que vivamos más unidos con la fuente de nuestra esperanza, Jesús, aquel que amó a los suyos “hasta el extremo” (Juan 13:1).

Es tiempo para ser testigos de fraternidad y solidaridad. Solo así la esperanza se abrirá camino. Personalmente, estoy profundamente conmovido, porque en medio de las terribles noticias en torno a la epidemia, voy recibiendo numerosas buenas noticias. Personal de salud ofreciendo su vida para salvar la de otros, familias compartiendo juntos en casa, personas preocupadas por cuidar de los vecinos adultos mayores, comerciantes manteniendo sus negocios sin especular con los precios, empresarios arriesgando su capital para asegurar la subsistencia a sus empleados, amigos reuniéndose por medios virtuales para acompañarse, profesores “reinventándose” para que la educación de los niños y jóvenes no se estanque, sacerdotes y laicos/laicas desplegando creatividad para que sus comunidades permanezcan unidas por medio de la oración comunitaria. Cada uno de los que actúa así está siendo un motivo de esperanza en medio de la desolación del coronavirus.

La Cuaresma es camino de preparación para celebrar la Pascua. Es la Pascua el motivo central de la esperanza que proclama la Iglesia: Cristo vence a la muerte y vive para siempre, porque el amor es más fuerte que el mal que habita nuestro mundo. Si enfrentamos la adversidad siguiendo el ejemplo de Cristo, aquel que amó hasta las últimas consecuencias, compartiremos su victoria y lograremos que la vida se abra camino en medio de la muerte.

Como cristianos pasando por los tiempos del coronavirus, estamos llamados a renovar nuestra adhesión al credo de la Iglesia y a encarnarlo en medio de esta penumbra. Allí está nuestra esperanza: en que la acción de Dios salva a través de cada uno de aquellos que vence al miedo para convertirse en un testimonio concreto de fraternidad y solidaridad. Por más difíciles que se vuelvan las cosas, es reconfortante saber que Dios siempre permanece con nosotros inspirándonos a cuidar la vida de los demás.

Definitivamente, esta cuaresma no será una más. Peregrinemos por este camino con valentía, aunque confiados en que, si vivimos como Jesús, nos tocará celebrar el don de la Resurrección, el triunfo de la vida por encima de la muerte.

martes, 3 de marzo de 2020

CUARESMA: TIEMPO DE VOLVER A JESÚS


Cuando hablamos de Cuaresma, probablemente la primera palabra que venga a nuestra cabeza es penitencia. Tenemos que confesarnos, no comer carne los viernes, ayunar, dar limosna, asistir al vía crucis, etc. Sin embargo, es una tentación perderse en estos gestos externos y no captar el sentido de este camino de preparación para la Pascua.

“Desgarren su corazón, no sus vestiduras” dice el profeta Joel (2: 13). Sus palabras son un buen primer paso para entrar en el modo cuaresmal. No en vano la Iglesia nos propone este texto como la primera lectura de la liturgia de Miércoles de Ceniza. Para Joel, lo central no son los signos externos. Estos son expresión de una actitud más profunda. La Cuaresma es una invitación a “desgarrar” nuestro corazón y reconocer que muchas veces no somos coherentes en vivir al estilo de Jesús. Y, por tanto, necesitamos volver a Dios, recentrar nuestra vida en Él.

Pero el reconocer nuestro pecado no debería conducirnos a asfixiarnos en escrúpulos. La culpa por la culpa no nos conduce a nada. Al contrario, para los cristianos, sabernos pecadores frágiles es ocasión para experimentar el amor de Dios como aquella fuerza que nos alienta a convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. Quien confía en el Señor, reconoce que su amor es capaz de hacernos renacer de las cenizas cual ave fénix. Su acción en nuestra vida transforma nuestro barro en una obra de arte.



¿Cómo saber si estoy enrumbado en la voluntad de Dios, es decir, ser la mejor versión de mí mismo? Dios nos ha creado para ser imagen viva de su amor incondicional por la humanidad y la creación. ¿Estamos conscientes de ello? ¿Nuestros pensamientos, afectos, acciones están orientadas a ser imagen de Dios en mi entorno? La Cuaresma es oportunidad para examinar si estamos encaminados a vivir esa vocación o, más bien, necesitamos ajustar nuestro estilo de vivir para responder mejor al llamado de Dios.

En ese espíritu, muchos cristianos hacen promesas cuaresmales. Así expresan su compromiso de crecer en la relación con Dios y en su vocación. No obstante, hay que estar alertas de que estas promesas no escondan intenciones desordenadas. No se trata de hacer “intercambios” con Dios para conseguir beneficios. Menos aún, se trata de un entrenamiento para ser el gurú del ayuno, la meditación o la limosna. Todo lo que vivimos en la Cuaresma ha de estar dirigido a crecer en nuestra relación con Dios para ser fieles a la misión que Él nos ha encomendado. En el fondo, en esto consiste el auténtico sentido de este tiempo litúrgico.

Que esta Cuaresma sea un tiempo para abandonar tanta superficialidad que a veces domina nuestras vidas. Que sea oportunidad para ir a lo profundo, reconocer nuestras contradicciones, sanar nuestras heridas, renovar nuestra búsqueda de sentido para la vida. Que sea ocasión para volver a Jesús y renovar nuestro deseo de vivir como él, con autenticidad y esperanza.