jueves, 24 de diciembre de 2020

UN NIÑO NOS HA NACIDO

James B. Janknegt, Nativity, 1995.
Fuente: https://thejesusquestion.org/2011/12/25/nativity-paintings-from-around-the-world/

Esta Navidad se presenta sombría tras un año 2020 marcado por el duelo, el desgaste y la incertidumbre. La llegada de la vacuna contra la COVID-19 alguna esperanza transmite que eventualmente volveremos a la “normalidad”, aun cuando esa sensación esconda injusticia por dejar a las naciones pobres al final de la cola. Igual, en todas partes del mundo, se recomienda suspender el acostumbrado boato de las celebraciones de fin de año y optar por la sencillez. Muchos extrañarán las grandes mesas que congregan a toda la familia y no pocos se verán obligados a pasarla solos. La fiesta más esperada del año se verá ensombrecida por las ausencias de los caídos por el virus y otras pandemias sociales, y por la falta de trabajo, pan y paz en muchos hogares y pueblos. Quienes pretenden celebrar como si nada estuviese pasando, harían bien en recordar que muchos han sufrido y siguen sufriendo.

Dicho todo esto, ¿tendrá sentido celebrar la Navidad? A lo mejor, es justo en medio de circunstancias duras donde el nacimiento de Jesús adquiere más sentido que nunca. Hace poco, una colega escribió que recibir noticias del nacimiento de hijos de amigos o familiares había sido una fuente de esperanza para sobrellevar las cargas de la pandemia. Y estoy totalmente de acuerdo con ella. El traer al mundo a un niño o una niña en medio de tantas sombras es un acto de radical esperanza y de amor incondicional. Y nos recuerda que nadie ha comprado su propia vida. Esta se nos ha dado gratis, porque alguien tuvo el deseo, y no pocas veces también la valentía, de traernos al mundo. El nacimiento de un bebé es la afirmación más contundente que, pese a todas las sombras desatadas por la pandemia, la vida tiene sentido y vale la pena luchar por promoverla.

Cada niño o niña que viene al mundo es un regalo para su familia, su pueblo y la humanidad entera, especialmente en tiempos de crisis. El rostro de un recién nacido despierta una ternura que toca hasta el corazón más duro. Pero también es un llamado al compromiso con la vida de ese otro tan pequeño y frágil. A los bebés hay que cuidarlos, tarea que no siempre es fácil y placentera. Sin embargo, hay algo en el vínculo que se teje con los niños y las niñas que nos moviliza intensamente, que nos dispone a querer ofrecer la vida por esos seres que, aunque a veces fastidiosos, se vuelven un motivo de constante alegría y esperanza. Al acercarnos a ellos y ellas, descubrimos que el amor es el motor de la vida y de la historia humana, aquella fuerza que nos inspira a transformar la realidad para que sea un lugar mejor para las nuevas generaciones. Y a desvelarse por cuidar de los pequeños miembros de nuestras familias, para que crezcan haciéndose hombres y mujeres de bien.

Esto no es algo que hemos aprendido con la pandemia actual. Lo sabemos bastante quienes nacimos o crecimos durante los años 1980, cuando el Perú colapsaba por la violencia, la pobreza, el hambre. Cuantas familias peruanas encontraron en sus pequeños el motivo para seguir luchando en medio de tantas adversidades. Esta historia se repite ayer y hoy en tantos otros contextos del planeta. Incluso, es parte de la revelación bíblica. Varios hombres y mujeres llamados por Dios nacieron en circunstancias adversas y, gracias al cuidado de sus madres/padres y la gracia de Dios, se convirtieron en signo de esperanza para el pueblo de Israel. Fue la historia del mismo Jesús, nacido en un establo por falta de recursos y hospitalidad, en medio de la dominación de un Imperio que oprimía a su pueblo. Gracias al amor y ejemplo de María y José, aquel nacido en un pesebre se hizo profeta grande en obras y palabras, modelo de perfecta humanidad, rostro vivo de Dios para todas las generaciones.

El profeta Isaías entendió el poder de este símbolo, cuando le anunciaba a su pueblo que “caminaba en tinieblas” que “un niño nos ha nacido” trayendo una luz de esperanza. Con su venida renacería la alegría y se reestablecería la paz y la justicia, sentenciando que estos frutos eran acción del amor ardiente de Dios (Isaías 9, 1-6). La tradición cristiana ha leído en este oráculo de Isaías la encarnación de Jesús, el Hijo del Dios-amor, quien vino y sigue viniendo a nosotros para contagiarnos de esperanza y testimoniar la fuerza transformadora del amor, sobre todo en los tiempos más oscuros.  

La alegría y la esperanza que trae la Navidad no está en la mesa llena o la acumulación de regalos. Está en el celebrar a un Dios que ha querido hacerse concretamente parte de la vida de la humanidad, compartir nuestros gozos y tristezas, consolarnos en el dolor, avivar nuestra búsqueda de felicidad, inspirarnos a estar al servicio de los demás. Es hermoso que el signo por el que quiso hacer esto fue “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lucas 2, 12). Dios quiso nacer como cualquiera de nosotros, mostrándose como un bebé que nos recuerda lo fundamental de la condición humana y aquello a lo que estamos llamados. Que descubramos al Mesías y la alegría de la Navidad en tantos niños y niñas que nos han nacido durante la pandemia. Que en ellos y ellas encontremos la esperanza para regenerar al mundo y hacer de este una casa donde todos se sientan bienvenidos.


martes, 27 de octubre de 2020

EL SEÑOR DE LOS MILAGROS EN EL CORAZÓN DEL PUEBLO PERUANO

 


Las procesiones del Señor de los Milagros a lo largo de octubre son símbolo de la cultura viva de Lima. Es, sin duda, una de las devociones más arraigadas en el corazón del pueblo peruano, al punto que compatriotas migrantes la han llevado más allá de las fronteras nacionales. Por ello, es triste que la pandemia nos impida ser testigos un año más de ese mar humano peregrinando por las calles de la ciudad detrás del Cristo moreno. Pero estoy seguro de que el amor de los fieles va encontrando nuevas maneras de comunicarse en medio de los tiempos desafiantes que vivimos. En el espíritu de hacer memoria agradecida, comparto tres ideas que vienen a mi corazón al pensar en el Señor de los Milagros, devoción tan querida por el pueblo de Lima y del Perú.

Devoción cristocéntrica en el corazón de los pobres

Desde sus orígenes, el culto al Señor de los Milagros ha sido una manifestación de la fe de los pobres. Según el historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte, este surgió con la formación espontánea de una cofradía de esclavos negros del barrio de Pachacamilla, ubicado en las afueras de Lima. En el mundo colonial, estas agrupaciones religiosas eran espacios donde sus integrantes compartían las vivencias y se protegían mutuamente de las desavenencias del trabajo. La cofradía adquiría una identidad a partir de la adopción de un santo patrono. En este caso, los negros de Pachacamilla se congregaban en torno a la imagen de Cristo crucificado, reconociendo que Él los llevaba en su corazón y los amaba. Era el símbolo de la fraternidad y la solidaridad vivida en la cofradía. Los últimos de la sociedad colonial, como tantos pobres e insignificantes de nuestro tiempo, descubrían en el rostro de Jesús que no estaban solos ni olvidados. El sentirse amados por Dios y por los hermanos era una razón para caminar con esperanza y en solidaridad con los otros, y aspirar a una vida con dignidad.

La fiesta y la religiosidad popular

En su catequesis del 12 de agosto de 2015, Francisco recordaba que la fiesta es una “invención de Dios” y dimensión central de la fe cristiana. Pero esta “no es la pereza de estar en el sofá o la emoción de una tonta evasión”, sino en su sentido más hondo “una mirada amorosa y agradecida por el trabajo bien hecho”, un tiempo de contemplación y gozo porque se camina acompañado. En mis recuerdos, el mes morado tiene mucho de esto. Mi abuelo, fiel devoto del Señor de los Milagros, cada año congregaba a toda la familia para asistir a la misa y procesión del día 18. Era un momento para dar gracias por tanto bien recibido, pero además para gozar de la familia reunida. El ritual siempre conducía a un desayuno festivo en la calle Capón. La experiencia religiosa era parte de la alegría de vivir.

Camino para una cultura del encuentro

Para las comunidades de peruanos migrantes, el Cristo de Pachacamilla se ha convertido en un elemento de identidad que los mantiene unidos a su cultura originaria y los acompaña en las experiencias, muchas veces duras, de adaptarse a un nuevo contexto. Pero, adicionalmente, es una posibilidad para construir caminos de integración. Como anotan Claudia Rosas y Milton Godoy (1), la presencia del culto al Señor de los Milagros en Santiago de Chile, institucionalizada desde 1992, se ha convertido en un espacio de cercanía entre peruanos y chilenos, hijos de dos pueblos hermanados por la fe cristiana. La misma iglesia local reconoció y apoyó esta iniciativa, siendo un gesto de esta actitud la donación de la imagen por parte del cardenal Errázuriz en 1993. Al decir de Francisco, esta devoción se convierte en una oportunidad para cultivar una “cultura del encuentro”, aquella que aspira a que todos y todas nos reconozcamos como hijos del Dios de Jesús y aprendamos a colaborar juntos por una sociedad donde nadie se sienta excluido.

Que el Cristo moreno siga inspirándonos a hacer grande al Perú. Que cada uno de sus devotos se sienta animado a convertirse en un milagro para los demás.

Notas

(1) Milton Godoy Orellana y Claudia Rosas Lauro (2014). "Devociones compartidas: el culto a Santa Rosa y al Señor de los Milagros en Lima y Santiago de Chile, siglos XIX y XX". En Sergio González Miranda y Daniel Parodi, Las historias que nos unen. Episodios positivos de las relaciones peruano-chilenas, 1820-2010 (pp. 107-131). Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú. 

martes, 6 de octubre de 2020

ERRADICAR EL HOSTIGAMIENTO SEXUAL EN LA PUCP: UNA RESPONSABILIDAD COLECTIVA

Protesta contra el hostigamiento sexual en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile

Con mucha vergüenza y dolor, durante los últimos meses, he seguido la aparición de denuncias de hostigamiento sexual y abuso de poder contra docentes de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Como egresado y profesor en dicha casa de estudios, me interpela hondamente reconocer que en nuestras aulas se producen situaciones que ponen en riesgo específicamente la integridad de nuestras estudiantes. El fin de nuestra institución es brindar condiciones para el crecimiento académico, ciudadano y humano de quienes apuestan por nuestro proyecto educativo. Es una perversión de la misión de cualquier universidad que algunos usen sistemáticamente el poder asociado al rol docente como un instrumento para involucrar a estudiantes en relaciones tóxicas y abusivas, dañándoles en su desempeño universitario, su proyecto personal y su dignidad en formas que son irreparables. Pero es aún más inadmisible en la PUCP, donde nos enorgullecemos de brindar una educación humanista inspirada en los valores cristianos.

El sentir general es que estas denuncias deben canalizarse por los vehículos institucionales, investigarse a profundidad, aplicarse sanciones a los perpetradores y reparaciones integrales a las víctimas. Estoy de acuerdo que eso es fundamental. Sin embargo, me parece que este tema requiere una respuesta que trasciende los procedimientos legales y disciplinares. La respuesta debe articularse desde una perspectiva integral y participativa, no solo centrada en lo punitivo, aun cuando esta sea una variable ineludible. Y es que las sanciones, aunque legítimas y necesarias, no bastan para resolver el problema. Estos abusos no conciernen solamente a unos pocos. Al contrario, involucran a toda la comunidad universitaria, empezando por quienes ejercemos el rol docente. El daño a un miembro de nuestra comunidad es algo que afecta al conjunto y debe despertar nuestra solidaridad. Si aspiramos erradicar prácticas de hostigamiento sexual y abuso de poder de nuestras aulas, necesitamos que todos quienes convivimos en la PUCP nos asumamos como parte de la solución.

En mi opinión, que la universidad cuente con una Comisión de Intervención contra el Hostigamiento Sexual es valioso, aun a pesar de las limitaciones que pueda tener, porque ha permitido recoger denuncias y generar protocolos de atención de estos casos. Por su parte, las denuncias en redes sociales, aunque sea materia de controversia si es el mecanismo más adecuado, han contribuido a generar conciencia sobre la gravedad del problema. No obstante, pienso que toca dar un paso adicional: interrogarnos sobre qué pasa en la PUCP que no hemos logrado practicar una cultura del cuidado integral de nuestras y nuestros estudiantes.

Toca empezar por escuchar a las víctimas y dejar que su experiencia nos revele cuan serio es el mal que enfrentamos. El reconocimiento es el primer paso que debe animarnos a comprender la complejidad de las dinámicas de abuso y las condiciones que lo permiten, apreciando que se da en distintos niveles. El hostigamiento y el abuso sexual es la manifestación más perversa, pero hay otras formas más sutiles y cotidianas en que las mujeres de la PUCP ven su dignidad dañada. El problema es complejo y multidimensional, por lo que el entendimiento de qué pasa, en qué espacios y escalas, y por qué pasa es fundamental. Escuchar a las afectadas y examinarnos críticamente como comunidad nos permitirá romper prejuicios implícitos que solo profundizan las heridas de las víctimas al estigmatizarlas como si fuesen responsables de lo sufrido y, más grave aún, que avalan que estas situaciones continúen. Reconocimiento, empatía y entendimiento son las bases para avanzar hacia compromisos concretos y eficaces dirigidos a construir relaciones, mentalidades y estructuras que garanticen un campus libre de violencia.

En la lucha contra el hostigamiento sexual y otras formas de violencia contra las mujeres, todos tenemos algo que aportar. Es crucial que asumamos esa porción de responsabilidad que nos toca. La solución empieza por cada uno y cada una de quienes integramos la comunidad universitaria. De lo contrario, nuestro silencio o indiferencia se vuelve complicidad con estas prácticas. Más aún, avanzar en este propósito implica que estudiantes, docentes, administrativos y autoridades nos examinemos como sujetos que cargamos prejuicios y costumbres que avalan el abuso en las aulas y aseguran su impunidad. No es un secreto que, ante la aparición de las denuncias, muchos hemos agachado la cabeza y admitido que sabíamos que esto pasaba, pero no hicimos nada. Para dar un giro que marque una diferencia, necesitamos una conversación que involucre a toda la comunidad universitaria, la cual sea facilitada por los especialistas y que coloque el cuidado y reparación de las víctimas en el centro. Necesitamos asumir nuestra responsabilidad colectiva ante la denigración de la dignidad de nuestras estudiantes y la distorsión de la misión de la PUCP.

Quiero reiterar que sin la participación de la comunidad universitaria la batalla no será ganada plenamente. Los modelos más efectivos de prevención de hostigamiento y abuso sexual se basan en que los miembros de la institución desarrollen habilidades para reconocer y alertar sobre comportamientos potencialmente riesgosos. Todos tenemos una responsabilidad moral en el cuidado de nuestras estudiantes y para ejercerla necesitamos educarnos. Ese es el horizonte hacia donde debemos apuntar en la PUCP: una formación que nos capacite para no quedarnos callados ante un comentario sexista, ser reflexivos sobre cómo arrastramos prejuicios implícitos de género en nuestra convivencia cotidiana, o saber cómo proceder ante un comportamiento inapropiado.

Todas y todos somos PUCP. Algunas de esa colectividad han sido dañadas en su integridad. Nuestro espíritu de comunidad nos exige que ese dolor lo hagamos nuestro. No podemos ser indiferentes. Es un asunto de coherencia y solidaridad. El rectorado ha expresado su compromiso en luchar contra este cáncer del hostigamiento sexual. Pero para el éxito de esta campaña se necesita de la colaboración de cada uno de quienes hacemos de la PUCP una institución viva al servicio de nuestros estudiantes. Y, por tanto, cada quien debe preguntarse qué le toca hacer, qué necesita aprender, qué necesita cambiar para sumar en esta meta colectiva.

Por mi parte, me he trazado el compromiso de hacer seguimiento a los casos e informarme sobre cómo otras universidades enfrentan este problema. Hoy que ando estudiando por Boston College, he descubierto que tienen un programa muy efectivo de prevención de violencia sexual basado en el empoderamiento de los estudiantes para identificar y alertar conductas de riesgo. Pero quizás lo más desafiante es que he estado reflexionando mucho en las maneras cómo siendo docente hombre gozo de privilegios y reproduzco discursos sexistas. Tener conversaciones con mis colegas mujeres me va ayudando a descubrir cómo aquella fuerza invisible del patriarcado es una realidad que condiciona mis maneras de pensar e interactuar. Así, creciendo en consciencia y empatía, espero encontrar estrategias para liberarme de estas taras y ser un agente de cambio para construir una PUCP sin ninguna forma de violencia contra las mujeres. Quizás más adelante me animo a compartir ese examen de conciencia, pero por el momento uso este espacio para invitarnos a caminar en esta senda y plantearnos la pregunta: ¿Cuál es mi responsabilidad ante estos casos y qué puedo hacer para aportar a la solución?


domingo, 30 de agosto de 2020

SANTA ROSA DE LIMA, UN MODELO DE VIDA CRISTIANA

Escena de la película “Rosa mística” de Augusto Tamayo (2018)

https://rosamisticalapelicula.com/


Santa Rosa de Lima (1586-1617) es una de las mujeres más famosas de la historia latinoamericana, debido a que, en 1671, se convirtió en la primera persona nacida en las Américas en ser canonizada por la Iglesia Católica. Por ello, su figura es bastante conocida y venerada en nuestro continente desde los tiempos coloniales. A pesar de haber vivido en un mundo muy distinto al nuestro, pienso que los creyentes de hoy podemos redescubrir en Rosa un testimonio actual para inspirar nuestro camino de seguir a Jesús.

Nacida en Lima, durante el surgimiento del Virreinato del Perú, fue bautizada con el nombre de Isabel Flores de Oliva. Creció en una familia blanca que luchaba por ganarse su sustento en una sociedad impregnada de colonialismo, inequidad y racismo. Su padre, Gaspar Flores, era originario de San Juan de Puerto Rico. Fue militar y funcionario público al servicio del virrey del Perú. La madre de Isabel fue María de Oliva, quien era originaria de Lima y tuvo la tarea de criar diez hijos. Como pasaba con todas las mujeres de su época, a sus padres les preocupaba que Isabel se casara para aumentar el prestigio y los ingresos de la familia. Sin embargo, Isabel estaba más interesada en seguir una vida religiosa, por lo que se negó a cumplir con las expectativas familiares.

Las biografías sobre Rosa de Lima destacan que su vida espiritual y prácticas penitenciales comenzaron en su niñez. A una edad temprana, hizo un voto perpetuo de virginidad, practicó el ayuno y rechazó toda forma de vanidad. Cuando tenía alrededor de 12 años, construyó una diadema de espinas para emular la Pasión de Cristo. Siguiendo el modelo de santa Catalina de Siena, en 1606, Rosa se convirtió en terciaria dominica. Así, construyó una ermita en el jardín familiar, donde llevó una vida intensa de oración contemplativa, ascetismo y austeridad. Durante esos años, decidió cambiar su nombre al de Rosa de Santa María. Su experiencia mística alcanzó su punto más alto cuando, durante la Semana Santa de 1617, Rosa experimentó un “desposorio místico”. El Niño Jesús se le apareció y le pidió que fuera su esposa. Este vínculo espiritual tuvo lugar el domingo de Pascua. Meses después, falleció porque sus prácticas penitenciales habían debilitado su cuerpo.

A pesar de su renombre, a primera impresión, la vida virtuosa de santa Rosa parece estar desconectada de las preocupaciones de los católicos del siglo XXI. ¿Cómo es posible identificarse con su modelo de santidad propio de la época del Barroco? Es retador comprender su espiritualidad que, aparentemente, la aislaba del mundo. Además, podría decirse que sus prácticas penitenciales extremas eran propias de una persona que padecía una enfermedad mental que no debería ser imitada. Estas, sin duda, son interpretaciones simplistas que reducen a Rosa a una beata encerrada en su ermita viviendo una espiritualidad perdida en gestos exteriores vacíos, fantasías y milagros vanos. Aquella Rosa que, según Ricardo Palma, hablaba y jugaba con los mosquitos. Y, en cuanto a supuestos desórdenes psiquiátricos, ese juicio cae en anacronismos que juzgan la experiencia mística barroca desde las categorías psicológicas del presente.

Sin embargo, la brecha entre la vida de Rosa y la de los católicos de hoy existe. Reconocerla es un primer paso para enganchar con esta santa. En el fondo, el problema se debe a que sus biógrafos y los difusores de su culto han subrayado que la espiritualidad de Rosa la separaba del mundo en el que vivía. Por ello, para poder presentarla como un modelo significativo es necesario tomar distancia de estas lecturas tradicionales. Más bien, debemos enfocarnos en rescatar que ella era, ante todo y sobre todo, una fiel discípula de Jesús y una misionera. En esa perspectiva, propongo tres rasgos en los que esta santa mujer puede enseñarnos cómo llevar una vida cristiana.

Primero, es importante comprender integralmente su misticismo. La práctica contemplativa de Rosa tiende a describirse simplemente enfatizando sus duras penitencias y el sufrimiento que infligió a su cuerpo. No obstante, cuando se ve con más profundidad, su motivación fundamental en la vida fue cultivar una relación profunda con Jesucristo. Quería identificarse con el Señor de todas las formas posibles, incluso recreando el misterio de su Pasión. Pero su práctica mística no era un sufrir por sufrir, sino una búsqueda de conocer mejor a Jesús para más amarle y seguirle. En ese sentido, el misticismo de Rosa es relevante, porque nos recuerda que toda experiencia cristiana debe basarse en un encuentro íntimo con el Dios revelado en Jesús. Nuestro objetivo es alimentar ese vínculo amoroso, como lo hizo Rosa, para que podamos convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos.

En segundo lugar, Rosa de Lima no era una mujer aislada del mundo. Historiadores, como Ramón Mujica o Luis Millones, han demostrado que tenía conocimiento de la teología espiritual y del contexto cultural de la Hispanoamérica colonial. Además, Rosa disfrutaba de la música, compuso versos y escribió algunos textos espirituales. Sus intereses revelan que nuestra santa tenía un alma alegre y una capacidad de reflexionar desde el contexto en el que le tocó vivir. En definitiva, para Rosa, comunicar la alegría del Evangelio implicaba conectarse con la sociedad y la cultura local, y amar su tierra natal.

Finalmente, Rosa se dedicó a los enfermos y hambrientos de su ciudad. Esta laica a menudo los llevaba a su casa para cuidarlos. En otras palabras, era una mujer activa cuya vida no solo se gastaba en ejercicios contemplativos. Ella caminó por las calles de Lima encontrándose con los necesitados y viviendo la caridad cristiana. Su caridad estaba más allá de las jerarquías raciales y étnicas de la sociedad colonial peruana. Como escribió su biógrafo Leonard Hansen, Rosa "sirve sin hacer distinciones entre mujeres españolas, indias, africanas; con la misma compasión, cuidó a las empleadas domésticas, a los extranjeros e incluso a los que no ha visto en toda su vida" (1). Esta santa abrazó a los pobres como un signo real de su amor por Jesucristo.

Entre santa Rosa de Lima y nosotros, hay una distancia temporal de cuatro siglos y concepciones distintas del mundo y la fe. Sin embargo, los católicos peruanos de hoy pueden descubrir en ella un modelo para crecer en la fe. La vida de Rosa nos enseña que ser cristiano es estar enamorado de Jesucristo, encarnar su Evangelio en un escenario histórico y colaborar en la construcción de una sociedad en la que se respete la dignidad de todos, especialmente de los pobres.

 (1)    Citado por Noé Zevallos, Rosa de Lima: compromiso y contemplación. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1988, p. 78.


martes, 25 de agosto de 2020

DUELO Y ESPERANZA

Fuente: New York Times 


La imposibilidad de acompañar a nuestros seres queridos en su lecho de muerte debe ser una de las experiencias más dolorosas que ha traído la pandemia. No hay palabras suficientes para consolar a quienes ven partir a familiares y amigos (muchas veces de manera prematura). Y, por lo mismo, es admirable ser testigo de cómo las personas van creando sus maneras para expresar su inmenso amor en estas circunstancias. Hoy muchas historias nos invitan a redescubrir que un duelo vivido con esperanza nos sostiene en medio de la tragedia de perder a alguien en tiempos de distanciamiento social. Comparto algunas reflexiones que brotan de escuchar el testimonio valiente de quienes les ha tocado vivir esta penosa experiencia.

El duelo es amigo de la gratitud. Si la muerte de alguien nos afecta, es porque esa persona significa algo en nuestra vida. Despedir a un ser querido es oportunidad para hacer memoria de eso y traer al corazón aquellas experiencias que nos unen a quien ha partido. Es ponerse un tanto nostálgico, pero como camino para expresar nuestra gratitud por cuanto amor y bien hemos recibido de quien nos ha dejado. Pero para que sea un ejercicio sanador hay que encontrar formas personales de expresarlo. Escribir una carta, preparar una oración comunitaria o una reunión familiar virtual, escuchar o bailar música que nos evoca a esa persona, mirar fotografías, organizar sus pertenencias, etc. Aquellas alternativas (y muchas otras que broten en el corazón de los deudos) pueden ayudar a despedirse simbólicamente y expresar aquello que no se pudo decir en el momento oportuno. Sin duda, será doloroso, pero nos ayudará expresar esos sentimientos contenidos en el corazón.

Está bien sentirse triste. Hemos perdido a alguien que amamos. Que no nos afectase sería lo preocupante. Pero no tenemos que vivir esto solos. Al contrario, hemos de tener cuidado de no encerrarnos en nuestro dolor. Y es más fácil no caer en ello si recordamos que el duelo nos une a otros, quienes también extrañarán la presencia física del ser querido. Busquemos a familiares y amigos para compartir la tristeza y consolarnos. Dolor que es compartido es más llevadero. Sin duda, será motivo para fortalecer nuestros vínculos con quienes siguen caminando entre nosotros y reconocer que hay motivos para seguir adelante a pesar de la pérdida. En caso sintamos que la situación nos desborda podemos recurrir a acompañamiento profesional, sea psicológico o espiritual (o ambos). Hay instituciones que vienen brindando el servicio de escucha de manera gratuita. Lo importante es saber que no tenemos que pasar por esto solos.

Tener paciencia con uno mismo y con los demás. Hay días donde todo se revuelve y hay otros donde es posible cierta serenidad. Que nuestras emociones fluctúen de manera radical es parte del camino del duelo. Pero también hay que recordar que no todos vivimos la pérdida de la misma manera. Podemos caer en la tentación de querer que todos hagan luto según nuestro modo. Y así terminamos arrojando juicios contra quienes pensamos no les importa. Pero, en el fondo, sí les afecta, y al igual que nosotros les cuesta enfrentar la situación. Toca ser respetuoso y paciente del proceso de los demás, de la misma manera como deseamos que los demás sean respetuosos con nuestro proceso. Aprender que, ante un duelo, en vez de juicios y reclamos, lo único que funciona realmente es la compasión y la disposición de estar allí para el otro y de la manera en que ese otro quiera que estemos. Y, eso sí, no solamente ofrecer acompañamiento, sino dejarse acompañar, porque uno mismo también lo necesita.

El reto más grande es vivir el duelo con esperanza. Siempre me conmueve las palabras que las personas formulan para consolarse y confiar que el ser amado no se ha ido para siempre. En la cultura cristiana, la fe en la resurrección alimenta una mirada a la muerte sin desesperación. Usualmente decimos: “Ya descansa en paz”. Esa expresión es mucho más que resignación. Es signo de que la vida de nuestro ser querido no ha concluido con la muerte. Vive para siempre en la presencia de Dios y la muerte ya no tiene poder alguno sobre él o ella (Rom. 6:9). Allí donde ha ido ya no habrá sufrimiento ni dolor (Ap. 21:4). Cuando he perdido familiares o mentores, me da mucho consuelo imaginarme a esa persona encontrándose con Dios y dándose un abrazo larguísimo. Y repetirme y compartir con otros mi fe en que quien se ha ido ahora vive gozando eternamente del abrazo eterno de aquel Dios que es amor infinito e incondicional.

“Sigue viviendo en nuestros corazones” es otra frase que mucha gente dice para consolarse. Pienso que, desde una perspectiva cristiana, contiene mucha sabiduría. Nos confirma en que la muerte física no es el final del camino, pues creemos en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Pero además nos transmite la serenidad que esa persona sigue acompañándonos de alguna manera misteriosa. No como un fantasma que se asoma de vez en cuando, que termina siendo una ilusión. Más bien, habita en nuestro corazón, aquel órgano de nuestro cuerpo que en el pensamiento bíblico alberga la integralidad del ser humano. Quien nos deja nos ha marcado de maneras que son inolvidables y, por eso, sigue estando en nosotros a través de nuestros pensamientos, memoria, sentimientos, voluntad, acciones. Nuestra manera de hablar o de hacer, nuestros gustos o intereses, nuestros valores y sueños, entre tantas otras dimensiones de nuestra identidad nos conectan con el ser amado

“La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, sino se transforma”, reza el prefacio de la misa de difuntos. Es una buena manera de sintetizar la fe en que el duelo puede abrirnos a la esperanza. Es la confianza en que la muerte nunca tiene la última palabra. Que aquellos quienes la muerte física nos arrebata parten a un lugar donde gozarán de una vida plena. Y, lo más importante, que el amor no termina con la muerte física; al contrario, permanece nutriendo un vínculo que nunca se irá por completo. Por eso, quienes nos dejan físicamente siguen caminando con nosotros dentro del corazón, pero como una nueva presencia. La memoria agradecida del amor que nos dieron -signo real del amor de Dios en nuestra vida- es aliento para testimoniar que siempre es el amor el que vence a la muerte. Honremos la memoria de nuestros difuntos amando tal y como hemos sido amados.  Eso es vivir el duelo con esperanza.

lunes, 10 de agosto de 2020

JORGE ÁLVAREZ CALDERÓN: TESTIMONIO DE COMPAÑÍA, CUESTIONAMIENTO Y SANTIDAD

Tres días después de celebrar tus 90 años nos tocó despedirte. Las palabras no alcanzan para decir cuánto fruto diste en tu terca opción por seguir a Jesús desde el mundo de los pobres. Teniendo todas las seguridades del dinero y el buen apellido, decidiste dejar todo eso atrás para anunciar el Evangelio haciéndote pobre como testimonio de tu confianza en Dios y tu compromiso con los más insignificantes.

Tu larga y fecunda vida la dedicaste a acompañar a laicos y sacerdotes en sus caminos por anunciar el Reino de Dios y servir a los pobres aquí y ahora. Al menos 3 generaciones de cristianos se han beneficiado de tu sabiduría y amistad. Tu estilo de ser pastor, tan abierto a la escucha y a la acogida, nos ayudó a descubrir los modos particulares en que Dios nos llamaba a servirlo en la Iglesia y el mundo. Tu manera de relacionarte nos ha mostrado el rostro tierno del Dios que Jesús nos ha revelado: siempre tan cercano, tan generoso, tan alegre, tan incisivo, tan profundo, tan juguetón, tan libre.

Tus palabras de agradecimiento en la misa por tu cumpleaños reflejan tu vida: "uno se siente muy pequeño ante todo esto. Por eso le agradezco a Dios que me tenga hasta ahora y los tenga a ustedes como compañía, como cuestionamiento, como santidad". Gracias por haber sido eso para todos tus amigos: testimonio de compañía, cuestionamiento y santidad.

Seguirás entre nosotros a través de la vida de tantos a quienes acompañaste e inspiraste. Como dijeron tus amigos, al organizar la misa por tus 90 años, fuiste “sal de la tierra y luz del mundo” (Mateo 5: 13-16). Tu memoria nos seguirá animando en el camino de dar razón de nuestra esperanza en el Perú de nuestros días, tan herido y a la vez tan lleno de esperanzas.

Hoy te toca abrazarte largamente con Aquel a quien le ofreciste todo lo que eras. No cabe duda que ya estás en el banquete del Reino celestial, sentado a la mesa con los preferidos de Dios, los pobres a quienes ofreciste tu sacerdocio desde aquella primera misión en la barriada de Tres Compuertas (San Juan de Lurigancho) hacia 1960. Te imagino allí escuchando con una sonrisa, haciendo preguntas o compartiendo anécdotas, y en algún rato animándote a cantar y bailar.

Que tu vida nos siga inspirando a ser fieles a la vocación que Dios nos ha llamado. 

Aparecido en el boletín Signos, edición especial del 24 de julio de 2020


martes, 4 de agosto de 2020

ANTE LA IMPOTENCIA DE ESTOS DÍAS

Creador: Diego Ramos - Fuente: Ojo Público

El corazón se me estremece constantemente durante estos días. Cada vez se hace más cotidiano enterarme del contagio, el deceso o la necesidad de personas por COVID-19. Y como creyente en un Dios que ama la vida no puedo dejar de preguntarme dónde está Él en medio de esta tragedia. El Salmo 70 resume la súplica de quienes hoy buscamos sentido en la fe cristiana: “¡Dios mío, ven a liberarme! Señor, ¡ven pronto a socorrerme!”.

Asumo que muchos compartirán mi impotencia. Es verdad que somos testigos de un despliegue de compasión y solidaridad que nos transmite esperanza. Como decía el arzobispo Castillo, en su homilía por 28 de julio, “en tan pocos meses, nunca tuvimos tantos mártires de la Patria, en quienes se unió la iniciativa individual y el sentido de bien común”. Sin embargo, las cifras de contagio y muerte no bajan, y los gritos desesperados de familias pasando necesidad recorren nuestras calles y llegan al cielo. En palabras del poeta César Vallejo -evocadas por Castillo- “¡tanto amor y no poder nada contra la muerte!”.

¿Qué hacer ante esta impotencia? Un camino legítimo es insistir en el servicio concreto, creativo y humanizador. Pero siento que hay algo más que Dios nos quiere comunicar y que involucra un trabajo desde nuestra interioridad. Según el jesuita Benjamín González Buelta, “la contemplación de lo real es el camino para reencontrarnos con la profundidad, con lo que se mueve más allá de las superficies brillantes o trágicas”. Como cristianos, nos toca orar personal o comunitariamente compartiendo con Dios nuestra frustración, angustia y tristeza. Volcar ante Dios esos sentimientos que acongojan nuestros corazones es el primer paso para intentar encontrar sentido.

Que esta oración sea contemplativa, no solo de palabras, sino imaginando que somos parte de las situaciones que nos duelen (en algunos casos esto no supondrá mayor esfuerzo porque somos nosotros los afectados directamente). Detengámonos a mirar los rostros de quienes sufren, escuchemos sus voces, conversemos con ellos, compartamos nuestros propios dolores. Estemos atentos a lo que estos encuentros suscitan en nuestros corazones y mentes. Y, antes de terminar estos momentos de oración, imaginémonos frente a Jesús. Como un amigo que habla con otro amigo, es decir con mucha libertad, digámosle qué nos deja este tiempo de contemplación.

Alguno podría pensar que contemplar el dolor es un ejercicio catártico, masoquista o insano. Sí, esto es una advertencia válida. Hay que cuidarse de que este modo de orar no profundice nuestra desesperación y la convierta en odio, egoísmo, indiferencia. Si prestamos atención al dolor ajeno o propio es para transformarlo en una oportunidad de sanación integral y conversión. Para González Buelta, “la contemplación nos lleva a la implicación”. Orar así nos concederá la gracia de sentirnos afectados por la tragedia y, por tanto, llamados a practicar la solidaridad, la fraternidad, la justicia como actos de resistencia ante la pandemia y sus males. No hay posibilidad de implicarse en la realidad si no hay empatía que nos conecte con quienes sufren.

Pero hay algo más. “La implicación, en muchas situaciones, nos conduce a la complicación”, dice González Buelta. Contemplar el dolor nos transforma en personas más sensibles, compasivas y encarnadas en la realidad. Palpar nuestra vulnerabilidad y la de los demás es descubrir el llamado a la conversión más urgente que nuestro mundo necesita: renunciar al egocentrismo para abrirnos a una comprensión relacional y comunitaria de la vida. El yo no tiene sentido sin el nosotros. El bienestar solo es pleno si es compartido. Y caminar hacia ello en un mundo tan autorreferencial como en el que vivimos es complicarse la vida, jugársela por un cambio de mentalidad que, aunque difícil, es necesario.

Contemplar los dolores causados por la pandemia nos conducirá a “implicarnos” en la realidad para “complicarnos” y hacer que esta sea más humana. Y lo hará porque desvelará los espejismos en los que hemos confiado ciegamente, “pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo”, como dijo el papa Francisco. Confrontados con la verdad, necesitaremos recentrar nuestras prioridades como personas y comunidades, Estado, Iglesia y sociedad. El arzobispo Castillo hizo una buena síntesis de aquellos retos colectivos que el drama de la pandemia nos plantea: “superar la estrechez con la anchura, el monopolio con la sana competencia, la mezquindad y la corrupción con la ganancia adecuada y justa, el dominio de la naturaleza con su cuidado, la salud como negocio con la salud como servicio, la herencia de costumbres coloniales colonizadoras con el trato respetuoso y dignificador”.

Empecé preguntándome, ¿dónde está Dios en todo esto? Pues, como en todo tiempo y especialmente en medio de la crisis, lo podemos encontrar hablando desde nuestro interior y llamándonos a la conversión. Al igual que al profeta Ezequiel, nos renueva hoy su promesa de restaurar nuestra dignidad herida y renovar nuestra esperanza: "Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; les arrancaré el corazón de piedra y les daré un corazón de carne" (36:26). Sin embargo, esa promesa no puede realizarse si no estamos abiertos a escucharlo. Para ello, una mirada contemplativa a los acontecimiento de la pandemia es un medio que nos dispondrá a la escucha, nos iluminará en medio de las sombras y nos comprometerá con la conversión a la que nos convoca Dios.

No podrá haber una "nueva normalidad" sino se estremecen nuestras entrañas por medio de la compasión que nos conecta con el dolor de quienes sufren. Acojamos el don que Dios quiere darnos hoy: un corazón de carne, sensible ante la tragedia que vivimos, y un espíritu renovado para sanar el mundo enfermo que habitamos y ser constructores de una nueva humanidad.